José se quedó sin patria

Por Alexander Gamero Garrido

@AlexGameroG

 

 

 

El hombre de honor no tiene más patria que aquella en que se protegen los derechos de los ciudadanos y se respeta el carácter sagrado de la humanidad

Simón Bolívar, 1820

 

Era una madrugada templada en el litoral sucrense. Escuchando a los guardias nacionales debatirse sobre si matarlos, dejarlos ir, o presentarlos ante un juez de menores, José se preguntaba cómo carajo él y Alberto, su amigo del colegio, habían terminado en esas garras con rifle. En su mente rodaba la historia:

 

Como muchos chamos de su edad, José había tomado la costumbre de “robarse” el carro de su tío de vez en cuando. Tomaba las llaves, manejaba un par de horas en la oscuridad de la noche, y lo devolvía a golpe de una de la mañana cuando todos todavía dormían. Nunca lo habían descubierto, o al menos se habían hecho los locos, y hasta ese día nunca le había pasado nada.

 

Alberto, quien era un par de años mayor de los catorce de José, había estado bebiendo en casa de José. Este último, sin embargo, estaba totalmente sobrio. A eso de las once de la noche, decidieron salir a pasear y buscar a su otro buen amigo David, quién vivía del otro lado de Cumaná en una urbanización relativamente solitaria y oscura. Unas pocas cuadras antes de llegar a su destino, Alberto y José divisaron una alcabala callejera de la guardia nacional. Era la única vía de acceso a la casa de David. Problema seguro.

 

En su mente, José quería desviarse casualmente a una calle transversal, esperar unos minutos, y luego regresar para tomar la avenida. Alberto, que no estaba tan sobrio, entró en pánico y decidió girar el volante violentamente, aún cuando era José quien manejaba. Problema confirmado.

 

Con el ruido del carro picando cauchos, los guardias nacionales corrieron a montarse en su patrulla y perseguir a la Explorer del año que huía rápidamente. Y es que José, con la adrenalina, empezó a creerse Bruce Willis en película de acción. Les tomó un par de minutos, pero los militares lograron interceptarlos chocando la puerta del copiloto. El problema ahora estaba armado con fusiles.

 

¡Bájense, arriba las manos! Decían los funcionarios con la adrenalina bombeando a toda mecha, acostumbrados como estaban a pasar semanas enteras sin incidentes. Al ver a los adolescentes bajar de la camioneta, los tres guardias al unísono se echaron a carcajadas: ¡Pero si son unos carajitos!

 

“Ah, no vale, estos son unos hijos de papá y mamá” se burlaron, al encontrar el carnet que identificaba a José y Alberto como estudiantes de un colegio privado y de gente relativamente adinerada.

 

Pasada una hora de cateo compulsivo del carro buscando “drogas”, los guardias se rindieron y hablaron claro: “o se bajan de la mula o esperamos a la mañana y los llevamos a un tribunal de menores, nosotros no sabemos si ustedes llevaban droga y la soltaron en el monte cuando trataron de escaparse”.

 

José sabía que, con su hablar de sifrino, jamás iba a sobrevivir un retén de menores. Con una extraña sangre fría, el adolescente logró negociar su liberación –de lo que a todas luces fue un secuestro express ejecutado por la Guardia Nacional– luego de unas siete horas cautivo. El rescate consistió en varios teléfonos celulares de sus amigos (incluido David), y la promesa de un cheque a la mañana siguiente. El cheque vendría del empresario que era papá de Melissa, quien también estaba en su salón del colegio. Ese pago nunca se efectuó, pero José nunca supo más nada de los guardias.

 

De eso han pasado ya casi once años.

 

A los dieciséis, y ya graduado segundo de su promoción de bachillerato, José se inscribió en ingeniería de sistemas en la Universidad de Oriente. Gracias a un programa de intercambio, pasó su último año en Bélgica. De allí regresó a Venezuela, recibió su título, y a los pocos meses comenzó a trabajar para una trasnacional fuera del país, en unos campos petroleros rodeados por el desierto marroquí. Después de dos años de roncha decidió volver a la universidad, y está ahora inscrito en Oxford.

 

José conoce bien el proceso emocional de mudarse a una ciudad, a un país nuevo:

 

La emoción de llegar, el deslumbre por el orden, la fascinación con lo nuevo.

 

Después, a los pocos meses, el descubrimiento de que la gente no es tan amable como parecía, de que solo a algunos les importa que vienes de una pequeña ciudad en el olvidado oriente venezolano, la realización de que toda tu vida –si decides quedarte– llevarás la etiqueta del acento extranjero, de que tienes como diez porciento de los amigos que tenías en Venezuela.

 

Con el tiempo, a eso de unos ciento ochenta o doscientos días según sus cálculos, llega el reconocimiento del sitio hostil como casa, de un grupo reducido pero muy cercano de amigos que son familia en el exilio, la adaptación a lo caro y lo desabrido, al frío, la oscuridad y tantas otras cosas más.

 

Pero esta vez, en Oxford, hay algo diferente: José casi encaja en la definición de alcohólico. Su resolución para este año es tomar menos de veinticinco tragos a la semana, de los treinta y tantos que tomó en promedio los últimos meses. José no se siente deprimido, no es por eso que bebe tanto. ¡Es que la gente aquí bebe muchísimo! Se repite a sí mismo, tratando de convencerse. Aún cuando sabe que el espíritu se le diluye en alcohol porque este nuevo sitio es su casa pero no su patria.

 

Y es que José, sobrio o rascao’, de vez en cuando se pregunta si volverá a Venezuela. No pasa mucho tiempo en eso, porque sabe que es terriblemente doloroso y no ayuda en nada. Primero, no sabe si el Reino Unido lo va a dejar quedarse, no sabe cuándo en Venezuela llegará el día en el que no haya que temerle a la Guardia Nacional y a los pacos corrientes, no sabe si la política venezolana de verdad era lo suyo o lo atraía el puro poder. Segundo, y quizá lo más traumático, cuando José va a Venezuela ya no se siente en casa; han pasado ya cinco años desde que se fue (aunque ha vuelto unas cuantas veces por un tiempito), y hasta el calor que antes anhelaba ahora lo aturde. Ni hablar del constante temor, las cuatro horas en el banco para que te desbloqueen tu tarjeta de débito, el constante matraqueo de todo funcionario público bajo el sol oriental.

 

Por ahora, después de un breve paseo por Caracas en navidad, José está de regreso en la lluvia, las bajas temperaturas, la frialdad de la gente, el orden, y el costo de vida para millonarios de Londres.

 

José llega de noche, pero no tiene sueño. Aún está alumbrado por el sol del caribe. Entra, con maleta y todo, a un pub de esos que abundan en Soho. Con un trago de whisky barato recuerda a los guardias y se pregunta por qué lo odiaban tanto. Él, después de todo, no era más que un idiota adolescente que se había equivocado; no, el odio no era hacia José, era hacia todos los que son como él. A todos los que han tenido una oportunidad de vivir con cierta dignidad, con buena educación, con atención de sus padres, y por sobre todas las cosas, a todos los que se criaron en la clase media.

 

Por eso, José no les guarda rencor. A pesar de que lo secuestraron, lo amenazaron de muerte, le fabricaron cargos injustamente, y abusaron de su poder como funcionarios públicos (ni hablar de la traición a su juramento y su honor), José sabe que esos guardias son el síntoma, no la causa, de una sociedad que está muy enferma. Son la fiebre de una patria que durante décadas gozó de bonanza, se emborrachó de corrupción y proteccionismo, y por sobre todas las cosas saltó en su colchón de opulencia mientras los pobres la veían impotentes desde la esquina. No, José no les guarda rencor, pero tampoco se siente con patria en Venezuela. Tampoco, lamentablemente, en el Reino Unido.

 

La terrible polarización socioeconómica de Venezuela convirtió a José en un apátrida. No por opositor en lenguaje chavista, sino porque literalmente José ya no tiene patria en ningún lugar. Al menos no una que se sienta como suya.

 

(Visited 98 times, 1 visits today)

Guayoyo en Letras