Cementerios de espanto (o la crónica de un entierro sin ascensores)

Por Zakarías Zafra

@zakariaszafra

 

 

 

Era un muerto sin cabeza, sin pantalón ni camisa,

con las manos en los bolsillos y una macabra sonrisa.

Adelis Fréitez

 

Mi abuelo murió un martes a las 12:17 del mediodía. Por órdenes de la abuela y de buena parte de la familia, debíamos enterrarlo esa misma tarde. Sabíamos que no sería fácil. El circuito de trámites desde la certificación del ambulatorio hasta la última pala de cemento amenazaba con disuadirnos. Pero no había otra opción. Su destino inmediato será el Cementerio Bellavista, una fascinante interrupción de silencio y arquitectura neogótica en medio del terminal de pasajeros y los buhoneros de la 42.

 

No hubo sorpresas al principio. Los cementerios son los sectores más abandonados de la ciudad tal vez porque sus habitantes no dan réditos políticos. Las sepulturas están a la orden de la desidia y sobre ellas suceden cosas impensables. Por ejemplo, en el Cementerio de Santa Rosa se practica la macumba todos los fines de semana. Cada lunes amanece un desfile de gallinas decapitadas, cabezas de perro en bolsas de basura y restos de berenjena envueltos en trapos morados. En el Cementerio Nuevo, además de redes de narcotráfico, trata de blancas y un rincón que llaman «La Morguecita» (especie de altar con un cadáver calcinado e insepulto), reposa una nómina abultada con dieciséis ascensoristas. Sí. Ascensoristas. Un personal apto para una necrópolis-rascacielos, llena de lápidas con vista panorámica y guardarrestos de cincuenta metros sobre tierra. Pero aquí no hay construcciones hacia arriba, ni catacumbas ni funiculares: hay espantos robando quincenas en la Alcaldía.

 

Antes del sepelio, habíamos visitado el cementerio varias veces. Por el valor y la antigüedad de los panteones, este viejo guerrero tendría poco que envidiarle al Père Lachaise o a la Recoleta de Buenos Aires. El sepulturero de turno, que fue siempre el mismo, resignado y sabio, nos enseñó las grandiosas tumbas de mármol, los monumentos sin memoria, las fosas profanadas por el comercio de cabillas, el tendedero de sostenes y bluyines de los Yukpas que hasta hace poco ocuparon las entradas del camposanto. Intentamos buscar la fosa de una niña que perdió mi abuela en su primer embarazo, pero fue imposible. El monte se había tragado una parcela completa.

 

Rezamos. Lloramos. Depositamos la urna casi a las cuatro. Estábamos solo los necesarios, los más cercanos. No podíamos esperar más: la delincuencia le ha quitado deudos a los muertos. Pasada media hora, empezamos a ver sombras saltando entre las lápidas, acercándose y rodeándonos con una rapidez inquietante. No escuchábamos sino cornetas lejanas y uno que otro machetazo del sepulturero para quitarse el monte. Para fortuna nuestra, algunos primos se habían tomado la tarea de hacer un perímetro de seguridad entre las cruces y los bancos. Fueron ellos los que se dieron cuenta de qué se trataba: zombis del hampa común: malandros de cementerio.

 

Tuvimos que abandonar el entierro abruptamente. El sepulturero continuó su labor con seriedad y sin alarma, sin pretensiones ni excesivas preocupaciones de futuro, como quien está muy habituado a esos destellos de la muerte. Me despedí corriendo, aplastándome el pañuelo en los ojos y escondiéndome la billetera en alguna esquina de la ingle. No pude ver las últimas placas de concreto que cubrieron a mi abuelo. Requiescat in pace, barón. “Témeles más a los vivos que a los muertos”.

 

[…]

 

Pasan algunos meses. Regresamos al cementerio para pagar el mantenimiento de la tumba. La oficina de atención al público es una mazmorra. Dos mujeres enchancletadas consultan un libro de registros. Las aspas del ventilador de techo y un televisor de 12 pulgadas distraen la escena a momentos. Me asombra ver que el método de registro no ha cambiado desde los tiempos de mi abuela, cuando todo se hacía con lapicero, caligrafía palmer y papel cebolla.

 

Estamos a punto de pagar cuando una de las mujeres nos pide voltear hacia la puerta. Cuál fue nuestra sorpresa al ver una cuadrilla de trabajadores de la Alcaldía limpiando las parcelas, acomodando las lápidas, barriendo los últimos años de desidia. Vienen las elecciones, nos dice el sepulturero. Descansen en paz.

 

Mientras salíamos, pensábamos que los cementerios no deberían ser el destino de los proscritos de la administración pública. Que, incluso, deberían tener sus propios alcaldes. Pero los muertos (y en eso los vivos no somos tan distintos) tienen una sola y mala certeza: solo ganan dignidad cuando hay elecciones. Antes y después son restos de afectos perdidos, recuerdos y flores vendidas en tobos de pintura.

 

Al salir del cementerio, la ciudad vuelve a mostrar todo su caos: los techos de hule negro, el reggaetón a veinte metros de las fosas, los autobuses y las nalgas humeantes haciendo escándalo. Volveremos otro día, quién sabe si con el monte más alto, quién sabe si con ascensores cavando más rápido y más profundo.

 

Mientras tanto nosotros, ciudadanos anónimos, descansamos en paz.

 

(Visited 145 times, 1 visits today)

Guayoyo en Letras