SWEET

Por Hugo Uribe

@soymaltuitero

 

 

 

El día que me vi muerto en el frío piso del 4to-B en el 2698 de la calle Defensa en San Telmo, creí que era solo algo momentáneo, algo casual y hasta pasajero, como la lluvia que acababan de pronosticar en los títulos del informativo de las diez treinta de esa noche calurosa de enero de 2005. Creí mal, ni la lluvia ni mi muerte fueron, en lo absoluto, pasajeras.

 

Pasaron unas tres horas, durante las cuales no paró de sonar el teléfono y reventar la contestadota con el mismo mensaje “Nos vemos esta noche entonces, quiero saber qué tengo que llevar. Llámame”. Nunca entendí, ni siquiera cuando ya había asimilado que estaba muy muerto, por qué nunca apareció en el departamento la dueña de esa voz impaciente y sensual que atiborró cada rincón del solitario lugar con el aburrido mensaje. Me quedé tirado imaginando y dando vueltas en mi muerta cabeza qué sería lo que llevaría para la cena, si era eso lo que habían quedado en hacer esa noche mi roommate y la chica de la voz sensual, y a qué hora era la cita tan, ahora, esperada por mí.

 

Con la espalda pegada al suelo y mi cabeza desacostumbradamente fija en un lugar, es decir, en la pegajosa madera (me esforcé toda mi vida tratando de enfocarme en algo, de poner mi mente en blanco para poder comenzar, hacer y terminar algo, desafortunadamente solo pude lograrlo cuando la cabeza ya no es de mucha utilidad, aunque, y de esto puedo dar constancia, cuando la sangre ya está partiendo de tu cerebro la cabeza comienza un aceleramiento como queriendo luchar contra eso que no entiende muy bien, puesto que cuando estaba viva y despierta nunca le pasó por ella misma que algún día se desconectaría así sin más), comenzaron a pasar miles de imágenes; muchas cosas que antes habían pasado por mi mente -cuando mi mente funcionaba vivamente-, y que nunca había reparado en prestarle la más mínima atención, es más, las ignoraba casi como a mi perro Don Ramón, al que le salió extrañamente un par de pequeñas alas verdes, quizás para llamar mi atención, quizás para salir a hacer sus necesidades por el pequeño balcón francés, puesto que a mí se me olvidaba cada dos noches y él maldecía con prolongadísimos ladridos y pisaba mi sombrero azul y lo mordía frente a mí con toda su rabia, con lo cual, en una noche larga de tragos se me ocurrió que se parecía al personaje mejicano que tanto me gusta y de allí se ganó su elegante nombre.

 

La primera de esas imágenes fue verme volando hecho cenizas por el mar luego que entre mis amigos y mi pequeña familia las regaran en el océano, pero me pellizqué, cuando uno muere puedes pellizcarte y duele, y pensé “demasiado cliché”. Y me dio más miedo el verme muerto siendo tan lugar común y pensar que tendría que vivir toda mi muerte con el sufrimiento de sentir que en cualquier momento podría convertirme en la reencarnación de Arjona.

 

En ese momento recordé que cuando aún vivía -y me sentí bastante extraño al saber que por mi mente ya pasaban esos pensamientos tragicómicos- y de eso harían apenas unos escasos segundos (que en el mundo de los muertos no hay tiempo, pero para mi ya parecían años) me gustaba imaginar qué pasaría en mi antigua vida en cuanto ya no estuviese en ese pequeño espacio que yo ocupaba, es decir, mi cama quién la ocuparía, qué sería de mis pensamientos que arrojaba cada vez que salía a tomar con mis amigos, quién los diría por mí. Quién se emborracharía por mí. Estaría alguien en mi puesto. Y no hablo de el lugar que ocuparía alguien con mi novia, no, lo que me pregunté siempre es si alguien tendría mi mismo mal carácter, mis pensamientos altruistas pero desvanecidos. Habría alguien con mi inmadurez y mis ganas inagotables de amar a las mujeres. Podría ser alguien tan terco como yo en mis mismos metros cuadrados que solía ocupar. Ese alguien o algo perdería el tiempo al igual que yo lo hice.

 

Y de pronto me vi allí tirado en el piso, muerto y todavía cuestionándome, como cuando aún vivía, me pareció muy deprimente saber que aún después de muerto mi mente seguía jodiendo como cuando vivía. Era tan monótona la muerte, pensé. Era tan viva la muerte, me reprochaba una y otra vez. Al final sabía que yo allí tendido, daba tanta lástima como cuando, en vida, me tocaba dar discursos frente a clientes para poder venderles mis campañas creativas:

 

“Bueno, están muy buenas las ideas, nos estamos comunicando…”, era la respuesta típica y yo pensaba en esos momentos cómo sería estar muerto, ¿existirían los clientes en el más allá?, ¿Al más allá ellos le dirían el más acá sólo por llevarle la contraria a los creativos? En fin, la muerte llegó y los clientes seguían jodiendo, quién me habría mandado a morirme, me pregunté por varios segundos.

 

Algo sonó y el sonido me fue conocido. Siendo un ser viviente mi memoria era totalmente fotográfica, solo recordaba flashes; pero ahora que mi memoria estaba irrevocablemente muerta, podrán imaginarse el trabajo que tenía que hacer para recordar los más mínimos detalles. La puerta, era la puerta de entrada al departamento. ¡Sí, alguien había llegado! ¡Era mi salvación! Pensé esa frase en menos de medio segundo y me solté a reír, que en realidad me reía para adentro pues los músculos de la cara en su totalidad estaban inmóviles. Muertos. Y eso me dio aún más risa.

 

Mi roommate llegó acompañado por una bella chica a quien nunca había visto, pero pude reconocer aquella voz que, impacientemente llamó repetidas veces mientras yo recién me enteraba de mi muerte, dejando a veces un mensaje, otras solo una respiración, que a mí, desde el más allá, me era fácil reconocer, cosas de espíritus pensé. Los miré y me escuché diciendo en voz alta Por fin llegaste. Claro no me escuchaba, pero tenía la esperanza de que me mirara y se diera cuenta de mi nuevo estado.

 

Casi instantáneamente pensé que le podría pasar por su cabeza que verme tirado en el suelo podría ser la conclusión de una buena borrachera, típica en mí cuando vivía y solía andar en dos o tres bares preferidos en tantas noches favoritas de junio. Me preocupó el darme cuenta de ese detalle y comencé, a sudar. Por supuesto, frío.

 

Cerraron la puerta y comenzaron a darse un beso implacable. Caminaron dando tropiezos y tirando abajo cuanto encontraban en su cada vez más lujurioso andar. El beso no los dejaba ver mi inerte cuerpo, pero yo sabía que al tropezarse conmigo, al menos mirarían hacia abajo y se darían cuenta de todo lo que estaba pasando. El beso continuó, pasaron sobre mi como si yo no existiera, que en el plano espiritual uno ya no está, pero en lo que a físico respecta, el cuerpo sigue allí, helado pero ahí, molestando el paso. Siguieron con su beso que ya rompía corpiños y bombachas. No me vieron. Me ignoraron.

 

Pasaron diez, veinte, cuarenta minutos y nada, no aparecían por el pasillo. Primero me impacienté porque no los veía. Luego porque en lo más profundo de mí, aún había algo caliente que deseaba ver los dulces pechos de la rubia, ya que sabía que sería la última vez que vería a una mujer desnuda. Por fin escuché unos pasos, era mi amigo que, yendo hacia la cocina volvió a pasar sobre mi cadáver esta vez con una gran sonrisa. La envidia también se sufre cuando estás muerto pensé.

 

No podía creerlo, mi amigo, a quien le permití quedarse en mi departamento hacía ya más de cinco años. Con quien había compartido más de una botella de Malbec y varios porros suramericanos. Quien me contó su historia llena de incoherencias y fastidiosísimas historias inventadas con el fin de hacerse pasar por alguien interesante. Ese mismo me estaba pasando por encima. Por primera vez me provocó estar vivo de nuevo, solo por un instante. Siguió a la cocina, duró un par de minutos y volvió con una de esas suculentas pizzas de El Cuartito y una Coca helada.

 

Aunque en vida fui asiduo lector de las increíbles historias de Poe, en estos momentos me era tan extraño eso de estar muerto que me dio un poco de vergüenza conmigo mismo y con mi vida anterior. Es decir, la única que he tenido. Estando allí en la misma posición viendo hacia la lámpara del pasillo, me comenzó a rondar una idea que de verdad me petrificó. Es un decir. Me vi allí, solo, ignorado por mi amigo y su novia. Con un poco de frío mezclado con rabia e impotencia.

 

Mis ojos no paraban de dar vueltas tratando de conseguir alguna señal de vida, esa extraña palabra que ahora se me hacía tan irreal. Veía hacia la derecha y alcanzaba a distinguir solo una tenue luz azulada típica de los televisores, pero nada de la lujuriosa pareja. Miraba a la izquierda y todo seguía igual, en su mismo lugar. La mesa esquinera al lado de la puerta con el florero y las margaritas marrones deshidratadas. La alfombra pequeña que usaba Don Ramón como casa y cama y comedor.

 

Hasta que algo me entumeció y congeló los huesos, otro decir. Arriba de la puerta estaba a modo de guardián, la foto de Borges. Siempre pensé que era como La Gioconda, que me perseguía con su mirada, pero en ese momento me di cuenta de que Borges desde su inseparable más allá, dirigía sus ojos hacia la izquierda. Señalándome algo. Indicándome con urgencia un papel ignorado por mí tantas veces que no recordaba cómo había llegado allí, ni quién lo había colocado, ni para qué. Era un almanaque.

 

Con rapidez de ultratumba, dirigí mi mirada hacia la fecha marcada por un círculo rojo. Pude leer algo escrito en letras negras de lápiz “3er. Aniversario con Ana, comprar vino y alquilar películas”. La fecha era 20 de noviembre del 2009.

 

Cuatro años habían pasado. Cuatro años muerto, pensé. Cuatro años sin mí. Cuatro años tendido en ese lugar. Cuatro años y un solo vigilante y testigo silente, yo.

 

La pizza olía bien.

 

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