Pedro Asunción

Por Hugo Uribe

@soymartin3000

 

 

 

Fácilmente aceptamos la realidad,

acaso porque intuimos que nada es real.

Jorge Luis Borges

 

–          Tu nombre…

–          Pedro.

–          ¿Pedro qué?

–          Qué importa, ya todo se fue al carajo.

–          Hey, no me importan tus conflictos internos. ¡Tu nombre completo cabrón!

–          Y a ti que carajos te importa mi nombre completo si ni siquiera sabes quién eres tú mismo…

 

El golpe en su pómulo se escuchó en todo el recinto. Cuatro paredes una vez pintadas de gris, ahora desconchadas y convertidas en recipiente de huellas eternas. Escritorio gris, de metal con dos sillas del mismo material. El piso de concreto pulido tenía ciertas manchas que daban lugar a las más terribles suspicacias. Gotas de sangre tapizaban los muros sin ventanas. Manchas de espaldares de sillas que hacían un horizonte separatista en la misma pared detrás de él, entre el piso y los tres metros que faltaban hasta el techo. Tres luces de neón. Pero sobre todo, esa sensación. Estaba todo impregnado de una sensación de terror, de tortura perenne y claustrofobia fulminante.

 

–          Está bien Pedro a secas, así lo veo yo: tú colaboras y me dices todo lo que sabes comenzando por tu apellido, y yo trato de portarme bien contigo. De lo contrario ya sabes, lo típico…sí, lo que ves en las películas, ¡pero más cabrón hijo de puta!

 

Y esta vez el golpe certero a la mandíbula, le sacó sangre por la boca a Pedro, quien con una frialdad de ultratumba no dejaba de verle el rostro a su torturador de turno y escupió una mezcla de sangre, saliva y dolor. Pedro sabía que ese podría ser el último lugar en donde estuviera en esta vida, sabía que ese interrogador podría ser la última persona que viera. Que sus ojos, cada vez más hinchados, tendrían que mirar a su victimario propinándole una paliza mientras él continuaba diciendo sus verdades, esas mismas que siempre había defendido y lo habían llevado a situaciones nada gratificantes. Esas verdades que nadie me ha creído nunca, pensó. Esta vez no sería diferente, pero sería la última.

 

El cuerpo de una mujer tirado en la calle Molvar al 334, era el centro de atención de alrededor de veinte personas, diez policías metropolitanos, cuatro paramédicos y un perro con mucha hambre que no dejaba de oler al cadáver y relamerse el hocico. Todos querían ver el show de la noche, aunque ya a estas alturas no era nada nuevo, solo querían verlo para lanzar sus hipótesis y apuestas, algo que se había convertido en el pasatiempo de la zona. “Trescientos a que fue el novio”, “No…fue el chulo, estoy seguro, acá van doscientos”, “Para mí que fue una pelea entre ellas, siempre pasa”, “No parece una de ellas, se ve con clase”, “Voy con cien a que fue El Gusano el que la sonó”, todo valía. El diario, la TV o Internet darían el resultado y el ganador saldría a cobrar esperando por la próxima apuesta que, sabían, no tardaría más de una semana.

 

Tendría unos veintitantos, cuerpo escultural, rostro hermoso, ojos verdes, piel bronceada, labios sin color artificial, suerte de perros. Sobre el asfalto resaltaba su cabellera rubia haciendo juego con su camisa azul con círculos marrones, sus jeans desgastados y un cuerito que guindaba de su pecho con una V de bronce; sus zapatos habían desaparecido, igual que su cartera y sus ganas de llegar a los treinta casada y viviendo en una casita lejos del ruido y muy cerca de Playa Calma, donde iba de vacaciones con su familia cuando era niña.

 

Un fuerte golpe, probablemente al caer y dar contra el asfalto, había causado el sangramiento en su frente. Dos huecos de bala en el pecho se mimetizaban con el diseño de su camisa, solo que de ellos escapaban sendos hilos de sangre, roja como sus uñas. Un farol dejaba su luz blanca sobre el cuerpo e iluminaba las libretas de anotaciones de los detectives que bromeaban entre ellos sobre la fiesta de navidad de la noche anterior, haciendo mímica de la borrachera de Domínguez y las ganas que le tenía a Mireya, la esposa del Comisario. Otra noche de trabajo llena de normalidad.

 

Le echó un vaso de agua en la cara para que despertase. Pedro estaba medio inconsciente de tanto golpe y tantas horas metido allí, bajo el neón y el interrogatorio bestial.

 

–          ¡Tenías la suela de tus zapatos llenos de sangre – le susurraba -, ¿por qué Pedrito?, dime…!

–          Ya te dije, pasé a su lado, como todos los demás, miré y me fui…

–          Sí, ya te voy a creer ¿por qué quieres verme la cara de pendejo, ah?

–          Porque no tienes otra y esa te va muy bien…

 

Los nudillos se estamparon contra el maxilar superior y algo sonó a quebrado. Pedro soltó un gemido, primero que le salía en toda la noche, y tardó unos segundos en reaccionar y darse cuenta que no podía mover la boca muy bien.

 

–          ¿Por qué la mataste Pedrito? – le decía con voz suave al oído -, dime y te dejo tranquilo…

–          No la maté, no soy como tú, no mato gente. Y no me digas Pedrito, imbécil.

–          Te digo como me da la gana hasta que no me digas tu nombre completo. ¿Por qué carajo no traías tu billetera y tu identificación? ¿Qué es lo que escondes Pedro? Nadie te conoce por la zona, nadie te había visto antes, andas sin identificación, sin rumbo. ¿Quién carajos eres tú?

–          Uno que se merece esto por no estar donde debía, por no hacer lo único que debía hacer. Por dejarla sola. Y que ahora será el motivo de tu ascenso, pues seguro no tienes ni idea de qué fue lo qué pasó allí ¿Cierto Sherlock?

–          A mí no me vengas con pendejadas de frases intelectuales. Tú me vas a decir todo y yo me voy a ir tranquilo a mi casa a estar con mi familia, ¿estamos?

–          Esta noche vas a casa Rodríguez tranquilo, pero no me vas a poder matar para sacarme algo. Tú no eres quien para quitarme la vida.

 

Las luces de las patrullas y las ambulancias dejaban una vista estroboscópica de las ventanas de los edificios y sus vecinos observando la escena. La del 5-B hablaba por teléfono como una loca tratando de resumir todo lo que estaba viendo en el menor tiempo posible. Juvenal, el dueño de la carnicería, que vivía justo al lado de la chismosa, veía con cierta costumbre junto a su mujer la escena mientras se fumaba un cigarro. Los chicos del 3-D trataban de no perderse nada mientras tomaban fotos con sus teléfonos y las enviaban en una competencia furiosa y veloz, a sus contactos. Mario, el conserje del edificio se apoyaba en el marco de la puerta de entrada al edificio y hablaba como si fuese un experto en investigaciones criminalísticas frente a un auditorio de unas diez personas quienes escuchaban las expertas palabras del conserje.

 

Nadie conocía a Pedro, pero algunos recordaron que habían visto a un hombre caminando cerca del cuerpo a la hora en que se escucharon los disparos. Observaba el cuerpo como si de alguien importante se tratara. La señora Morella, quien era algo así como la enciclopedia del barrio, por sus dotes de conocer absolutamente todo de todos, mencionó que lo había visto llorando, pero no estaba segura. De lo que sí estaban seguros y asombró a quienes pudieron verlo, entre el miedo y la sorpresa de lo acontecido, fue la tranquilidad con la que este hombre caminaba alrededor y luego se alejaba perdiéndose entre las sombras de la calle Molvar. Entre el tumulto que se formó a los pocos segundos (como si fuese un simulacro y todos supieran exactamente lo que debían hacer), los vecinos asomándose por las ventanas, los jóvenes apurándose a tomar videos y fotos, y los demás curiosos que se amontonaron a ver a la chica; el hombre que recién se había ido lo había hecho en un perfecto movimiento de slow motion, pero que solo llamó la atención de los ojos más entrenados o más chismosos.

 

Santiago, el policía de la cuadra y vecino fundador del vecindario ya había salido de su turno y estaba jugando barajas en la acera frente a la casa de Julián, su amigo de toda la vida. Se había quedado solo con el pantalón del uniforme y sus botas, dejando para cubrir su torso la guardacamisa que usaba regularmente. Tres más eran los jugadores, cada uno con una cerveza bien fría sobre la mesa. La partida la estaba ganando Santiago y sus risas se escuchaban en toda la manzana; era un tipo agradable, bromista y muy educado, en otras palabras un policía muy atípico. Al dejar sus cartas sobre la mesa y ganar la cuarta partida consecutiva, se prestaba a recoger el dinero cuando de pronto todo se paralizó al ritmo de varios disparos y un leve quejido femenino que silenció toda actividad en la cuadra.

 

Santiago instintivamente buscó su revólver, pero se percató que no lo llevaba con él. Sin embargo no dudó en levantarse y dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenían los disparos. Desde donde estaba jugando no se veía nada, intuyó que sería al voltear la calle. Se levantó velozmente y salió corriendo. Nunca deja de estar en servicio, dijo Julián a sus amigos que también se dirigieron al lugar, pero sin correr. Mientras se acercaba vio, a unos veinte metros, a la chica tirada en el suelo, la sombra de dos o tres tipos que se escabullían por la esquina del Café San Blas ya lejos entre las sombras, y a un hombre que se alejaba del cuerpo sin vida, a paso no lento pero con mucha normalidad, casi con resignación.

 

Santiago llegó al lado de la chica, le colocó los dedos en el cuello para cerciorarse de lo que temía y lo corroboró. Estaba muerta, era muy linda, pero ya muy muerta. No cargaba radio pero su teléfono le sirvió para llamar a una unidad que tardó aproximadamente quince minutos en llegar.

 

Santiago volvió la mirada y se dio cuenta que el hombre misterioso de caminar pausado, estaba aún cerca como para atraparlo si corría un poco. ¡Párate!, le gritó acercándose al hombre, éste ni se inmutó. Por el cuello de la chamarra lo agarró con tal fuerza que hasta él mismo se sorprendió. Lo tiró al suelo y volvió a gritarle ¡hijo de puta ¿pensaste que te ibas a ir así, tan fácil?! ¡Vente, vas preso! El hombre no puso la menor resistencia y fue caminando a empujones hasta la escena del crimen donde ya habían varias patrullas y más curiosos que policías. ¡Rodríguez, este es el que la mato, llévatelo! Con esas palabras Santiago entregó al hombre a su compañero oficial de guardia. ¿Cómo sabes Santiago? Porque lo vi al lado del cadáver y se fue caminando tranquilamente – dijo Santiago con orgullo -. Vámonos infeliz, nos queda una noche larga, dijo Rodríguez.

 

Santiago aún tenía agarrado al hombre por el brazo y se lo entregó a Rodríguez, quien lo agarró por un brazo y lo metió en la patrulla sin el típico “cuidado con la cabeza”. Pero justo en el instante de hacerlo, el hombre volteó y vio a Santiago directamente a los ojos. Santiago sintió una ráfaga en el cuerpo que lo hizo temblar de asombro y melancolía. Jamás había sentido algo como eso en sus 57 años de vida. Rodríguez lo tomó con fuerza y terminó de meterlo en la patrulla, encendió la sirena y se fue. El hombre vio el retrovisor de la patrulla donde colgaba un rosario, se le salió una mueca que parecía sonrisa, luego volteó y miró a Santiago que se había quedado parado, con el rostro desencajado y un fuerte dolor en el pecho.

 

Los forenses hicieron su trabajo, los policías el suyo, levantaron el cadáver y lo metieron en el carro de la morgue en la respectiva bolsa negra, la gente comenzó a irse, el silencio se apoderó de la madrugada, y Santiago seguía ahí parado. De nada valió que Julián lo invitara de nuevo a jugar, a que se tomara unas cervezas y pasara el mal rato. Santiago estaba en un estado incomprensible para sus amigos. Y para él.

 

–          ¿Sabes qué Pedro? ya me estoy cansando de esta pendejada.

 

–          Si continúas te vas a arrepentir Rodríguez, tenlo por seguro.

 

–          ¿Me estás amenazando cabrón? ¡O comienzas a hablar o pasamos a la otra fase, créeme, no quieres saber cómo es!

 

–          ¿Cuál es la otra fase, tortura psicológica…? Entonces comienza, no me caerían nada mal unos cuantos chistes, aunque sean malos…

 

–          ¿Qué quieres decir pendejo?

 

–          ¿Ves? ya comenzaste.

 

Pedro no supo con le dio, pero un golpe certero en el cráneo tumbó lo tumbó al suelo. Con una sola mano Rodríguez lo levantó y lo puso de nuevo en la silla. La ira del policía era incontenible, se le salía la saliva al gritarle mil y una maldiciones, su rostro estaba morado y se le brotaban las venas. Pedro estaba hinchado, sudando, sin aliento, jadeando. Rodríguez se le quedó viendo y al cabo de unos segundos salió del cuarto de interrogación. Necesito un cigarro, le dijo al compañero que estaba viendo una película de navidad mientras se comía un sándwich.

 

Santiago caminó hasta su casa por la calle desierta, pasó al lado de la capilla y se le quedó viendo como si nunca lo hubiese hecho, como si fuese una edificación misteriosa que acababa de aparecer. Llegó a su casa sin saludar a su esposa quien lo tomó como que estaba cansado. Se sentó en su butaca que daba a la ventana sin encender la lamparita para leer y se quedó allí, inmóvil, con una tristeza que le apretaba el cuerpo. A la hora y media se fue a su habitación muerto de cansancio. Se quitó la guardacamisa, las botas y el pantalón, al sacar la billetera del pantalón se le cayó un pequeño pedazo de papel que le había regalado su madre hacía ya varios años. Santiago lo recogió y al querer colocarlo de nuevo en la billetera, no pudo creer lo que estaba viendo.

 

Se quedó sin aliento, se sentó en el colchón y un escalofrío entró y salió de su cansado cuerpo con una velocidad mortal. Sus ojos estaban fijos en el trozo de papel, su esposa le preguntó qué pasaba, pero Santiago se había quedado mudo. Duró así unos minutos hasta que de pronto reaccionó, tomó el teléfono y llamó con urgencia a Rodríguez. Éste había dejado el teléfono en el cuartito y no lo escuchaba. Santiago se vistió y salió corriendo.

 

Llegó jadeando y sudando a la comisaría. Rodríguez seguía afuera hablando con su compañero.

 

–          Epa Santiago ¿qué haces aquí?, dijo Rodríguez en tono jocoso, ¿nos echamos una partidita?

 

–          ¿Do-dónde está? ¿Dónde está?, ¡dime Rodríguez!

 

–          ¿Dónde está quién chico? Cálmate, ¿qué te pasa?

 

–          ¿El preso, el que te entregué?

 

–          ¿Ése y para qué quieres saber dónde está? Lo tengo allá atrás, el pendejo no me quiere decir ni su apellido. Hijo de puta ese, ¡yo sé que él mató a esa catira!

 

Santiago sacó del bolsillo del pantalón el papelito y se lo mostró a Rodríguez.

 

– Es él ¿verdad Rodríguez? ¿Es él…?

 

Rodríguez lo vio y su rostro palideció en cuestión de segundos, se sentó viendo fijamente el papelito, Su rostro era de confusión y sorpresa. Vio a Santiago con incredulidad y hasta una risa de nervios se le salió.

 

– ¿Qué te pasa Santiago, me vas a venir con pendejadas ahora después de que me lo entregaste? ¿Qué mierda es esta?

 

Pedro se había quedado solo, sin la presencia de aquel personaje. Solo y desvaneciéndose de la culpa y el dolor. Casi no veía, no sentía varias partes de su cuerpo, se recostó en la mesa esperando que volviera su verdugo para la segunda tanda. De pronto las luces comenzaron a titilar, la mesa dio un ligero temblor seguido de un familiar zumbido el cual Pedro casi había olvidado. Las luces parecieron no aguantar y terminaron por apagarse dejando todo en una penumbra sobrecogedora y un silencio total que no sentía desde hacía mucho tiempo, se hizo presente. Una voz potente, dura pero tranquilizadora se escuchó por todos los rincones. No venía de alguna parte. Venía de todas. Una sensación de alivio casi humana se apoderó de Pedro al escuchar Es suficiente, ya es hora de regresar Pedro. Dijo la voz y Pedro cerró los ojos. Y se dejó llevar.

 

Santiago se dirigió hasta el cuartito, Rodríguez lo siguió con cierta curiosidad, pero sin dejar de lado su malestar. Al abrir la puerta Santiago supo que no estaba equivocado. Las luces titilaban, las esposas colgaban de la silla. No había nadie, Pedro se había esfumado.

 

Rodríguez volvió a ver el pequeño papel, era una estampita del Arcángel Pedro. El rostro del ángel era idéntico al del ahora ex preso y recordó de pronto a su tía quien tenía en la sala varias estatuillas y estampitas detrás de velones encendidos del ángel prófugo y que ella había bautizado como Arcángel Pedro Asunción pues así se llamaba ella, Asunción y quería mantener una conexión para que la protegiera siempre.

 

Rodríguez se quedó viendo la imagen y leyendo lo que decía por la parte de atrás.

 

La estampita rezaba:

 

Arcángel Pedro, vigilante de las mujeres desprotegidas y abusadas. Guardián de seres solitarios paseantes de la noche que viven entre sombras y peligros. Cuidador del desvalido y de los que creen en la justicia. Protégeme de los peligros de la noche y de los seres malvados.

 

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