Las habitaciones de la memoria colectiva: La búsqueda del significado en imágenes

Por Aglaia Berlutti
@Aglaia_Berlutti

 

 

 

Últimamente, el «selfie» -abreviatura de la palabra Selfportrait en inglés- parece ser una revolución que tomó por sorpresa al mundo de la imagen. Visto desde una óptica inmediata y simplista, tal parece que esa necesidad de observarnos minuciosamente acaba de nacer, fruto de esa mezcla de accesibilidad y nuevas tendencias que ofrece la tecnología y esa conversación que representan las Redes Sociales. Pero en realidad, el autorretrato artístico, ese Selfportrait original, ocupa un lugar importante en la mirada subjetiva del arte visual, la manera más exacta como el artista intenta captar ese yo inquieto que subsiste en toda forma de expresión estética. Y es que el autorretrato, como género pictórico y fotográfico, fue probablemente el primer espejo donde artista alguno se miró. El asombro de autodescubrirte en versiones ideales que por último brindaron forma a esa imagen mental que todos tenemos – y atesoramos – sobre nuestra identidad. 

 

Muchos artistas han recorrido una senda personal a través de su capacidad para convertirse en su mejor pieza de arte. Porque más allá de toda estructura, de eso depende y afirma el creador visual a través del lenguaje subjetivo que construyó a través de él. Desde Cindy Sherman – camaleónica, constructiva – hasta Francesca Woodman – atormentada y metafórica – el autorretrato cumple un rol profundamente conjuntivo en ese arte de mirar y saber mirar. Lo esencial del arte parece entrar en un conflicto en esa necesidad de revisión y comprensión del yo más profundo, de esa mirada profunda que se dirige al artista y no fuera de él. Asombra, sobre todo, la manera como el autorretrato es capaz de resumir en elementos recurrentes esa personalidad del que crea, del que construye, paso a paso, su propia personalidad artística.

 

Con frecuencia surge entonces la pregunta ¿Es el autorretrato un espejo o una ventana?. Tal vez pueda resumirse en ambas cosas.  Siendo como es, un reflejo de quien lo crea, también engloba el impulso esencial, el hecho mismo que lo motiva: una búsqueda del yo profundamente simbólica, una necesidad casi angustiosa de definir esos espacios interiores vacíos y silenciosos que habitaban en la mente de la artista. Una aspiración en descubrir el yo creador, el que brinda sentido y elocuencia a la prioridad visual, pero que también elabora un complejo discurso personal sobre las motivaciones de quien lo toma. 

 

Como autorretratista, me he enfrentado durante casi toda mi vida a esa disyuntiva. ¿Es el autorretrato una necesidad de  simple forma de narcisismo o algo mucho más profundo? Es una idea muy común juzgar a priori el autorretrato como una forma de vanidad, un análisis circunstancial de ese Ego insistente que todo artista domina a medias. Pero ¿Solo se trata de eso? ¿Es solo esa tendencia al «Yoismo» de una generación egoísta lo que ha brindado sustancia y valor al autorretrato? Hace poco, leía un artículo donde se insiste que el autorretrato, ese cada vez más popular «Selfie», solo es el reflejo de una sociedad quebradiza y superficial. ¿Hablamos del mismo tenor y valor el de la fotografía que se toma con la intención de brindar significado al mundo interior? ¿Cuál es la diferencia? ¿El planteamiento? ¿Los recursos? La intención de auto exploración, análisis. Una mirada meticulosa al yo que parece insistir una y otra vez en el significado de los pequeños símbolos personales. 

 

Medito sobre la idea, estando rodeada casualmente de un montón de negativos de mis fotografías más antiguas, que decidí ordenar para comenzar lo que supongo será un arduo trabajo de escaneo y organización. Como siempre que me cuestiono en términos parecidos, sentí una mezcla de angustia, irritación y tristeza pero esta vez, también un ligero asombro. Asombro por el hecho que el autorretrato sea aun tan infravalorado como para pensarse que quién toma la decisión dolorosa de mirarse a sí mismo como objeto fotográfico tiene como único objetivo, pensarse como hermoso, quizá atractivo. Porque no importa el medio, o quizás la inmediatez, un autorretrato siempre será un medio doloroso de auto reflexión. Y, quizá, ese asombro simboliza no solo ese concepto fragmentado que el autorretrato parece reflejar – el yo visto por el yo – sino además, la idea que la exploración del mundo interno pueda solo reflejar belleza.

 

Me tomo autorretratos desde que tengo once años de edad. De hecho, me parece que podría decir que comencé antes, con la torpeza de mi vieja polaroid y una pequeña cámara Kodak que me habían obsequiado en algún cumpleaños. Por supuesto, no sabía lo que hacía – o por qué lo hacía – pero mirarme en imágenes siempre me produjo sobresaltos. Tal vez existe una definitiva dicotomía entre la imagen – o la percepción – que tienes de ti mismo en tu mente y la que te ofrece la realidad. O se trate de una cierta sorpresa filosófica. El caso es que siempre existe un genuino temor, una sensación de puro desconcierto que da paso a algo más. A preguntas, a pequeños cuestionamientos. A ideas que se crean en sí mismas a través de esas imágenes que reflejan una cierta idea personal que nunca termina de completarse. Porque un autorretrato es, ante todas las cosas, un concepto a medio terminar de tu mente, de tu propio mundo, de tu espíritu.

 

Pero a los diez años, nadie piensa en esas cosas. Yo no lo hacía, al menos. Me tomaba autorretratos como quien intenta comprender una palabra especialmente difícil. Lo intentaba porque no sabía que me hacía sentir tan triste – o feliz – , o porque me ponía tan nerviosa en esas fotografías. De esa época conservo las interminables polaroids, de una niña medio borrosa de grandes ojos asombrados. De noche. De día. De pie en la calle. Tal vez una alegoría de esa sensación confusa de reconocimiento, esa borrosa imagen de la niña que apenas comienza a comprenderse. Un ojo que sobresale. Un mechón de cabello que vuela en el aire. De nuevo la eterna pregunta: ¿Quién eres?

 

Supongo que comencé a hacerme autorretratos propiamente dichos, cuando entré en la adolescencia. En una época donde la identidad parece diluirse, que apenas te reconoces en la ráfaga de cambios que te golpean a diario, la belleza es en lo último que piensas. Ya para entonces, tenía mi vieja Canon EF – que todavía conservo – y tenía una noción bastante vaga, pero aun así, evidente, que estaba documentándome, que con cada fotografía, me miraba de una manera totalmente distinta a como podía hacerlo en el espejo, a través de las palabras o incluso, a través de las opiniones de los demás. Porque mi “Querido diario” durante la adolescencia tenía el sonido de un click y la consistencia del film. Mirándome, crecer, transformarme, de fotografía en fotografía, comprendí más de mi misma que de cualquier otra forma. Me vi reflejada de mil maneras distintas, fui testigo de mi crecimiento, y fue la manera más sincera que encontré de decirle adiós a mi adolescencia cuando terminó.

 

Siendo ya una joven mujer, el autorretrato fue mi refugio. Y no hablo de una construcción narcisista donde adoré y apuntalé mi yo para encontrar un significado más o menos coherente de las esquinas y formas de mi mente. En realidad, fotografiarme fue una manera de aprender del mundo, observando el único objeto de observación del cual podía abusar, maltratar y a la vez, consolarme. Me miré fijamente entre lágrimas, cuando murió mi abuela. Me sacudió el temor agudo cuando sufrí un asalto y comprendí la situación real que vive mi país. Me miré, una y otra vez, navegando entre emociones, entre palabras, gritos, risas, suspiros, angustia, desazón, belleza, alegría, satisfacción, amor, desnudez, soledad. Y me vi, con una frialdad de pesadilla, corriendo en un salón de espejos interminable, escapando de mí misma, cubriéndome la cabeza del pánico y quizá de puro miedo. Miedo por lo que veía, miedo por lo que me hacía sentir esa imagen que se deformaba, crecía, se hacía única. Mi propio mundo desmenuzado, analizado y vuelto a construir a través de la fotografía.

 

De manera que, cuando leo que el autorretrato es un acto de puro narcisismo – de ese de la belleza, de la autocomplancencia, del regodeo en la belleza del reflejo en el espejo – continuo preguntándome si estoy equivocada en la manera en que he construido mi memoria visual hasta ahora, o simplemente debería entender que este documento visual caprichoso, doloroso y personal hasta lo inaudito es parte de un mundo enorme y brusco, que lleva esfuerzos explicar y mucho más, comprender.

 

 

 

 

 

 

 

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