Historias de taxi

Por Silvia Mendoza

@dark_swan

 

 

 

Dado que no poseemos la capacidad de Mr. Spock para teletransportarse de un lado a otro, o el TARDIS del Dr. Who, si no tenemos carro y no usamos el transporte público, no nos queda otra que tomar un taxi. Montarse en un taxi es entrar a un lugar donde hay un cuenta cuentos o un psicólogo callejero que nos contará las historias más locas, inimaginables, horrendas, graciosas y hasta romanticonas que podremos imaginar; donde reiremos hasta morir, o nos impresionaremos hasta que salten las lágrimas, o simplemente, nos quedaremos callados con temor a que nos secuestren o nos maten. En un taxi también encontramos conductores (y conductoras) de todo tipo y educación (y también sin educación) que han vivido y visto de todo y de cuyas experiencias de vida no son en lo absoluto parcos para contar, al menos la gran mayoría de ellos. 

 

Andar en taxi no es barato, nunca lo ha sido, si bien en tiempos anteriores nuestra situación no había estado tan terriblemente dura y podíamos tomarlos regularmente. Recuerdo aquellos años cuando tuvieron ese infame taxímetro: si te agarraba una cola, ay de tí porque el taxímetro seguía corriendo… y el agujero de tu bolsillo se hacía más y más grande, y tomaba las proporciones de un agujero negro. Un día el taxímetro desapareció y desde entonces pagamos la carrera con la más antigua forma de pagar justo en nuestras narices: el regateo. Como si estuviésemos en un mercado oriental, cada vez que tomamos un taxi en Venezuela, a pesar de que los taxistas, sean ‘de línea’ o ‘independientes’ (o ‘piratas’, como se les conoce) tienen una tarifa ‘fija’, siempre regateamos el precio final de la carrera (a veces con éxito, a veces sin él). Generalmente terminamos montándonos en el vehículo porque tenemos que llegar de inmediato a nuestro destino, así que el orgullo, muchas veces, queda pisoteado, al igual que el bolsillo.

 

He tomado taxis desde hace muchos años y he tenido muchos amigos taxistas, y las historias, cuentos y anécdotas son interminables, y muy variadas. Hay ocasiones donde por ejemplo el taxista es tan divertido que te relajas todo el viaje, hay otras donde son más bien los mudos absolutos que te dicen el precio de la carrera con gruñidos o monosílabos y nada más, y te consigues igualmente los quejumbrosos, los que taxean ‘por que no tenemos nada más qué hacer’ y detestan ese oficio; quienes lo hacen porque les gusta el trato con la gente (he conseguido varios), y los que están graduados de cualquier profesión, no tienen empleo en sus áreas y están taxeando porque tienen que poner comida en su mesa. El oficio de taxista, como se ve, acoge a todos aquellos que sepan manejar más o menos decentemente que tengan un carro bueno bien cuidado, o un cacharro a punto de destruirse, y mucha paciencia, y cero miedos. Porque el miedo también es parte de la vida de los taxistas: nunca saben si esa será su última carrera.

 

Historias de taxi tengo muchas; una de las que más me ha llamado la atención la tuve hace un año y medio. Iba tarde al trabajo y me monté en un taxi conducido por un nigeriano, de la ciudad de Lagos, de unos 40 años más o menos. Su español era bastante raro, así que le pregunté de dónde era, y me dijo. Tenía 4 años en Venezuela, y viajó y vivió en varios países de Europa antes de llegar aquí. Lo sorprendente del cuento es que me dijo que en cuanto llegó, no más bajarse del avión y llegar a Caracas, fue a un concesionario y compró un carro con mostrar sólo su pasaporte, y claro, el dinero en efectivo. Así, sin más. Igual recién llegado, se fue derecho al Centro Venezolano Americano (en Caracas) y se inscribió en clases de español; a los 6 meses se salió porque, según dijo, «ya había aprendido lo básico para trabajar». Y le resultó, tal cual: para conseguir trabajo (hizo de todo antes de ‘taxear’), llegó a un restaurant donde estuvo de mesero, y no le pidieron ningún papel, ni permiso de trabajo, ni residencia, NADA. Pasaporte y listo. Yo entre asombrada y acostumbrada a nuestro desastre, lo oigo decirme en un español con las ‘erres’ arrastradas: «Por eso me encanta Venezuela. Cuando vivía en España fue difícil porque ahí te piden papeles para todo lo que vayas a hacer, y yo estaba ilegal. Lo pasé muy mal allá, pero luego un amigo me dijo que me fuera a Venezuela, que allá todo era fácil. Y es verdad, aquí puedes hacer lo que quieras y nadie te dice que no, ni te pide papeles. Este carro es mío». Bien, mi mandíbula se rehusaba a volver a su sitio y cerrarse. Sé que no debí haberme sorprendido, pero la realidad me cacheteó ahí mismo, una vez más: Somos un pueblo SIN leyes, pues.

 

Los hombres y mujeres que ejercen este oficio son personas de todas las edades; he viajado en taxis con conductores de apenas 20 años, y de más de 65; la edad no impide ganarse la vida detrás de un volante. En mis andanzas «taxianas» han habido taxistas que me han contado TODA su vida (y si hay cola, lo cual es casi siempre, la cosa es con detalles). He escuchado cuentos de mujeres que se empatan con ellos para ‘chulearles’ el carro y que las lleven a donde les de la gana a la hora que sea; a esas novias ellos les dan todos los lujos que pueden (como me dijo uno una vez, un hombre como de 50 y tantos años: «a mi mujer yo la mantengo como una reina, mientras esté conmigo. El día que me engañe, le doy una patada por el ·$%&—disculpe, señorita!»). Otros cuentos son más felices: te hablan de su rutina diaria, recoger a los chicos, llevarlos al colegio, llevar a la esposa al trabajo, etc. Te cuentan los problemas familiares que tienen, con detalles específicos, y son tan locuaces que terminas hablando extensamente de tus líos, rutinas y demases, y cuando llegas a tu destino, generalmente lo haces en medio de una conversa agradable que finaliza abruptamente, y que ninguno de los dos quiere terminar. Otros taxistas son unas tumbas y no dicen ni una palabra más que la tarifa que les pagarás, otros te increpan si no quieres decirles nada de tu vida, y a veces son los mismísimos ‘trolls’. Algunos te echan los perros así, de frente, o te asustan con comentarios tipo «voy a pasar un momento por mi casa a recoger un paquete/a buscar a un pana, me esperas en el carro. ¿Si va?». Aquí ya crees que te secuestraron, mínimo. También te dicen, tipo tranquilo, como quien no quiere la cosa, que «cargo un hierro (arma de fuego) en el carro. Usté sabe, señorita. Por siaca algún malandro desos aparece por áhi, lo quemo». Listo. Ataque al corazón: tratas de bajarte y si por alguna razón no puedes, comienza automáticamente el envío masivo de mensajes a toda tu libreta de contactos señalando exactamente dónde te encuentras, la placa del carro y una descripción del tipo. Precaución extrema, siempre necesaria. La paranoia y el miedo nos consumen.

 

Lo que sí nunca dejarás de encontrarte cuando te subas a un taxi es una extensa charla de política. Puedo contar con los dedos de las manos, y me sobran, las veces en que no he hablado de política en un viaje. Ya sea porque el conductor tenga la radio encendida y esté oyendo alguna cadena o noticiero, o simplemente haya leído el periódico, en cuanto te montes saldrá el tema ipso facto. “¿Qué le parece la última de esta gente?”, es la puerta de entrada a una sesión del parlamento popular de cuatro ruedas. Junto al taxista de turno he deconstruído y vuelto a construir este país y parte del mundo en la hora y tantos minutos que generalmente dura el trayecto de mi casa al trabajo o al lugar donde me dirija. Me han resultado siempre los taxis un termómetro muy bueno para medir el nivel de descontento o satisfacción de la gente, y casi siempre los datos son mucho más creíbles que aquellos que publican las encuestadoras.

 

Claramente, en este mundo de servicios de transporte no debo dejar por fuera a los mototaxis, especie de mutación de los taxis que andan zumbando por toda la ciudad plagándola de aún más peligros viales. Andan en zig zag en las calles y autopistas, no respetan los semáforos, algunos hasta roban con el cliente y todo en la moto, cobran un dineral y de paso, toman posesión de las aceras y calles «porque sí». A lo macho; ya te das cuenta al pararte en una acera y ver las cientos de motos estacionadas a lo largo de las calles que los tipos están ahí para quedarse y no permitirte que te acerques siquiera a su espacio, a ellos, o que los increpes o te quejes porque están estacionados en la parada del autobús, a menos que seas un cliente en potencia. Antes de estos tiempos de barricadas y “trancas” había tomado mototaxis sólo 3 veces en mi vida; a partir de febrero, y durante todo marzo, los mototaxis se convirtieron en la única forma que tuve de llegar a mi casa (cuando me hallaba demasiado exhausta para caminar), que queda, según lo prefieran, en Narnia, Erebor, Mordor, Westeros o cualquier otro destino salido de alguna novela fantástica, bien alejado de todo lo céntrico de la ciudad. Los trayectos eran cortos, así que pude interactuar con algunos de ellos y en cierta forma me hicieron variar un poco mi antigua opinión de que eran todos unos ‘cuatreros’ (para usar un lenguaje de película hollywoodense de vaqueros) citadinos en busca de dinero como fuera. No todos son así, desde luego, pero esos días tomando sus servicios me hicieron ver su lado humano. Hubo una ocasión, luego de haber yo caminado más de un kilómetro de barricadas, y por fin llegado al sitio donde se encontraba su “parada”, hallándome corta de dinero para pagar el traslado hasta mi casa, Julio, el mototaxista me dijo que no me cobraría la carrera. ¿La razón? “señorita, en esto estamos todos, para ayudarnos. Ya me pagará cuando pueda”. Ya ves, una lección de humanidad en tiempos duros. Cachetada moral. No generalices.

 

Las motos y yo no somos muy amigas, pero ya que vivo en sitios en los cuales los embotellamientos son omnipresentes, y más aún ahora en estos tiempos de barricadas, he tenido que hacer de tripas corazón y dar la bienvenida a los mototaxistas y sus caballos de acero a mi vida cotidiana. Ellos son algo más lanzados que sus contrapartes con carro; te dicen sin ambages «abrázame bien fuerte, mami, que vamos a volar». Porque eso es lo que hacen, volar en las calles y avenidas de la ciudad: con ellos no hay tiempo de conversar, a diferencia de los taxistas. La moto no permite mucho lugar para la interacción verbal que vaya más allá de un grito que generalmente es «¡No tan ráaaaapiddd….!», el cual no puedes terminar porque el viento te ahoga y te seca la boca. En esos trayectos largos y desesperados debo luchar con mis lentes (que se resbalan y me dejan los ojitos a merced del viento, que me los seca), el morral (que coloco delante de mí para que no me den un halón por él y me tumben de la moto), el casco (que me amarran tan fuerte que me ahorca) y el bendito asiento, que generalmente es MUY corto y me resbalo… y la perspectiva de ver el asfalto de corrida o de besarlo violentamente es grande, muy grande.

 

En fin, es toda una aventura necesaria si quieres llegar temprano al trabajo, o a tu casa, o a tu cita. El caos de tráfico en que vivimos lo impone.

 

Los taxistas y mototaxistas tienen su código de seguridad, aunque los últimos son mucho más arriesgados en cuanto a quién es su cliente. Generalmente no montan grupos grandes en el carro, ni de mujeres, ni de hombres. Ni siquiera abuelitas o abuelitos porque hasta ellos los han robado; se guían por «el instinto»: «si veo un bicho sacándome una mano y no me da grima, me paro. Si no, dejo la peluca», me dijo uno hace una semana. Varios me han contado que los han robado niños (sí… la delincuencia infantil está desatada en Venezuela). Tuve un amigo taxista que específicamente me dijo que había sido asaltado por una niña de 6 años que le apuntó con un revólver a la cabeza, desde donde estaba sentadita, en el puesto de atrás; su madre estaba en el asiento de adelante, junto a él, cargando un bebé de meses. La niña escondía el arma en la caja de una torta. Desde ese día, el amigo me decía, no subió más niños al taxi. Obviamente, con ese y demás filtros, las «carreras» se reducen y con ellas el ingreso de dinero, pero no pueden hacer más, el hampa no perdona ni a ella misma. Ellos nos tienen miedo a nosotros, sus clientes; nosotros, a ellos, que nos trasladan de un lado a otro. Así estamos, viviendo en el miedo.

 

Uno como persona sobreviviente en Venezuela tiene miedo hasta de su sombra; una vez que estás en la calle, cualquier persona que camine cerca de tí, o al frente, o lejos, es un posible atacante. Así lo veo yo, y nado más que Lochte y Phelps juntos en la piscina de mi eterna paranoia, que me ha salvado la vida varias veces y me ha reducido las ocasiones de robos. Un taxista puede robarte, secuestrarte, violarte, y hasta matarte si así lo quiere: una vez en el carro, estás a su merced; miles de historias de terror he visto, leído y escuchado, algunas de gente con suerte, otras, que han ingresado las estadísticas fatales de las ciudades. Aún así, seguimos nosotros usando el servicio y ellos proporcionándolo. Cada uno en sus trece, en su respectivo frente, armados para defenderse unos de otros. Ellos siguen contando sus historias, oyendo las nuestras, buscando el pan diario; nosotros seguimos montándonos en sus autos para movernos de un lado a otro.

 

La eterna simbiosis citadina en medio del caos.

 

 

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