El lenguaje de las Imágenes: Las historias que atesora el lente de la cámara

Por Aglaia Berlutti

@Aglaia_Berlutti

 

 

 

Durante casi una década pasé por el mismo lugar más o menos a la misma hora. Y me tropecé con el mismo grupo de ancianos que, reunidos alrededor de una improvisada mesa de aluminio, reían y conversaban en voz alta. Era un grupo curioso: no parecían tener otra cosa en común que esas tardes radiantes, bajo los árboles de mango que crecían en la plaza a dos cuadras de mi casa. Había ancianos de tez muy oscura y curtida, otros rubios de ojos claros. Veteranos monumentales, de hombros anchos y brazos velludos, discretos intelectuales de anteojos y barba blanca. Pero allí, bajo la luz radiante del cielo eternamente azul de Caracas me parecían idénticos: unidos por una interminable  conversación a gritos, entre carcajadas y esa desfachatez del que se sabe de vuelta de todo y disfruta de la experiencia.

 

Me gustaba mirarlos. Y también quería fotografiarlos, claro. Me obsesioné con la idea. De camino a la Universidad, apresurada para encontrarme con algún cliente,  siempre me detenía para mirarlos: los rostros risueños y arrugados, los gestos exagerados. Me gustaba imaginar una historia para cada uno de ellos, brindarles un lugar en mi imaginación. Pero me llevó años reunir el valor para hacerlo.

 

Me di excusas para evitarlo. Tal vez se tratara de esa imagen idílica de la escena detenida en el tiempo: Los ancianos riendo en mitad de una tertulia pública, como la ciudad a su alrededor, los transeúntes que los miraban de reojo, no formaran parte de ese instante mágico,  de lo que supuse se trataría de una historia compartida que no podía imaginar cual podría ser. Pero finalmente lo hice, por supuesto: necesitaba fotografiarlos, como he querido fotografiar cada cosa en mi vida desde que tengo memoria. De manera que venciendo una timidez vergonzosa, me atreví a acercarme al grupo y pedirle a uno de los ancianos, me permitiera tomar una fotografía. Ese retrato que pudiera resumir mi visión sobre ellos y lo que era más significativo, lo que creía brindaba cierta consistencia a la historia que podría contar la imagen.

 

El anciano, de piel oscura y grandes ojos amarillos me miró sorprendido. El grupo entero guardó un inesperado silencio y me observaron también, preguntándose quizás porque aquella mujer pálida con una cámara en las manos les hacia una petición tan insólita. Quise explicarles, contarles de mi obsesión por los rostros, de lo hermosos que les consideraba en su misterio simple, en medio de las carcajadas y las historias contadas a gritos. Pero lo único que atiné a decir fue un «Gracias» medio tartamudo, cuando mi improvisado modelo aceptó y se levantó de su lugar en el círculo y fue a pararse bajo el sol, mirándome entre vulnerable y encantado.

 

Levanté la cámara con las manos temblorosas. Había esperado durante mucho tiempo esa fotografía: Cuando miré por el visor, me sentí privilegiada. Cuando presioné el obturador, sentí que el mundo se hacia silencioso y de pronto, solo existía el rostro arrugado, la sonrisa desdentada que el hombre me regalaba sin reservas. Cuando obtuve la fotografía que quería, se me cerró la garganta de emoción y se me humedecieron los ojos. Tuve esa sensación de maravilla, de profundo asombro que siempre me produce eternizar un momento perdido en la cotidianidad.

 

Cuando le mostré la fotografía al anciano, miró la imagen titubeante. Me preocupé.

 

– ¿No le gustó? – pregunté. Me dedicó esa limpia mirada suya, de ojos color miel.

 

– Me recordó que ya no soy tan joven – comentó. Su voz tenía un acento que no pude reconocer, una pequeña inflexión en las vocales casi exótica – sorprende verse uno tan viejo. No se reconoce.

 

– No usted de Venezuela – aventuré. Me regaló de nuevo esa gran sonrisa suya de dientes perdidos.

 

– No. Nací en Mozambique – mi imaginación se llenó del reflejo de un sol radiante oloroso a especias – y vine aquí muy joven. Era un muchacho, casi.

 

– ¿Por qué?

 

– Aventuras – respondió. Y le brillaban los ojos cuando lo dijo – pero el corazón te lleva a donde quiera. Y yo me enamoré de Venezuela. Tengo tantos años en Venezuela, que aunque no nací aquí, es como querer a una mujer que has visto crecer todos los dias.

 

Me gustó la frase tanto como la fotografía que le tomé. Cuando imprimí la fotografía en papel, escribí sus palabras al dorso, para recordarlas siempre, para atesorar su imagen y también, el brillo de esa sonrisa sin dientes plena de un sol radiante y el olor de especias exóticas.

 

¿Por qué fotografías lo que fotografías? ¿Que historias guardan las grandes fotografías que forman parte de la imaginación popular? Para responder a esas preguntas, comencé a investigar sobre algunas de mis fotografías favoritas y las historias que forman parte de ellas, de una manera tan indeleble y quizá profunda, como los grandes contrastes de luz y sombra que las crean. Y esto fue lo que encontré:

 

Un Almuerzo en un rascacielos:  Charles C. Ebbets y su crítica social

 

Existe una idea muy extendida que toda fotografía histórica debe documentar un hecho doloroso o violento. Pero Charles C. Ebbets demuestra lo contrario con una de las imágenes más emblemáticas del siglo XX: Lunch a top a skyscraper (Almuerzo en la cima de un rascacielos). En la imagen, once obreros disfrutan de su almuerzo, sentados sobre una viga transversal y con los pies colgando a cientos de metros de las calles de Nueva York. La instantánea posee un aire desenfadado e incluso burlón, mostrando al grupo de hombres en lo que parece ser una escena cotidiana que asombró al mundo. Fue tomada en Nueva York el 29 de septiembre de 1932, y la publicó el New York Herald Tribune en el suplemento dominical del 2 de octubre del mismo año. La fotografía original pertenece a una serie entera, donde en distintas tomas, Ebbets trató de reflejar esa dualidad entre lo urbano en pleno crecimiento y la fragilidad y vulnerabilidad del hombre. La imagen de grupo de obreros recorrió al mundo: Casi de manera involuntaria, se convirtió en símbolo de la denuncia de las pésimas condiciones laborales de los trabajadores en esa época.

 

 El beso: Alfred Eisenstaedt capta la emoción de un mundo nuevo

 

La noticia del fin de la Segunda Guerra mundial, trajo celebraciones en todas partes del mundo. Multitudes esperanzadas  celebraron en todas las ciudades de Europa y EEUU el final de casi una década trágica. El por entonces joven fotógrafo Alfred Eisenstaedt decidió captar la emoción del momento y salió a las calles de Nueva York, con su cámara de 135 para tomar algunas instantáneas. De inmediato notó que un hombre que llevaba uniforme de marinero, iba de un lado a otro de las atestadas avenidas, besando en los labios a mujeres con las que se tropezaba.

 

En sus memorias, Eisenstaedt cuenta: «Cuando vi a la enfermera parada entre la gente, supe que la besaría a continuación. Llevaba un informe blanco e impecable y resaltaba entre la multitud que celebraba.  Me concentré en ella, y como era de esperar, el marino se le acercó, la tomó en sus brazos y la besó». El apasionado beso duró lo suficiente como para que el fotógrafo disparara el obturador cuatro veces hasta encuadrara a la pareja en el ángulo perfecto, mirando hacia el norte precisamente donde la Séptima Avenida converge con Broadway en la intersección de Times Square. El 27 de agosto de 1945 la fotografía fue portada de la revista Life con el título “VJ The kiss” (Victoria sobre Japón, El beso).

 

Otro beso, esta vez captado por el lente del fotógrafo Robert Doisneau, en el Hotel de Ville

 

En el año 1950, la revista LIFE pidió al fotógrafo Robert  Doisneau un reportaje sobre los amantes en la llamada ciudad más romántica del Mundo, que aún se recuperaba de los estragos de la reciente guerra Mundial. La agencia Rapho contrató a Robert Doisneau, gran conocedor de la ciudad, con una única exigencia: era un trabajo que debía realizarse muy rápido y al que no se le podía dedicar una investigación muy profunda. El fotógrafo recorrió entonces París y realizó algunas tomas, sin encontrar lo que buscaba – ese amor apasionado que suele considerarse parte de la capital francesa – hasta que decidió, presumiblemente por la premura del reportaje, contratar a una pareja de actores y fotografiarlos mientras se besaban. Doisneau los llevó a tres lugares distintos para tomar  tomas desde distintos puntos de vista y en lugares distintos, y finalmente al Hotel de Ville, donde tomó la que a la postre, le haría famoso. 

 

El Reportaje aparecería en la revista LIFE semanas después: No obstante, y a pesar de los esfuerzos de Doisneau solo se publicaron seis de la serie que el fotógrafo realizó y de hecho, una de las imágenes más icónicas del s.XX aparece en la esquina superior izquierda de la página derecha, en un lugar insignificante.

 

Más insólito aún: la fotografía y el reportaje entero se quedó en el olvidó por más de 30 años, como parte del voluminoso archivo audiovisual de la revista LIFE. Finalmente, la imagen fue adquirida por una empresa de carteles y se convirtió, casi de la noche a la mañana, en uno de los posters más vendidos del mundo. Fue un éxito instantáneo: la fotografía captó la imaginación popular y de hecho, la convirtió en una imagen emblemática, parte de la iconografía de París.  Debido justamente al éxito inesperado, se descubrió el secreto de lo que se suponía, era una instantánea al amor, una mirada furtiva a un secreto entre dos amantes: en 1993 una pareja demandó a Doisneau: insistieron ser la pareja fotografiada y reclamaban los derechos sobre la imagen. La acción legal hizo admitir al fotógrafo que la imagen no era espontánea y que de hecho, se trataban de dos actores. Hubo un modesto escándalo sobre el particular – voces airadas llamaron acusaron al fotógrafo de engañar con alevosía al público – pero Robert Doisneau se defendió con su habitual franqueza: «No fue una fotografiar tomada para pasar a la historia. Es superficial, comercial, una image pute.»

 

 El dato curioso es que a menos de un año de haberse tomado la foto la pareja se separó. Françoise se casó con Alain Bornet, un director de documentales y promocionales, y Jacques Carteaud se convirtió en un viticultor en el sur de Francia hasta su muerte en 2004.

 

Chica americana en Italia de Ruth Orkin: ambigüedad y manifiesto

La primera vez que vi esta fotografía de Orkin me asombró por su crudeza: Una hermosisima mujer está caminando por una calle de Florencia, Italia. Su rostro parece preocupado y sostiene su chal apretado contra el pecho, en un gesto casi de espontánea protección.  Da la impresión de caminar de prisa: el vestido se mueve a su alrededor y la sensación general es de tensión. Y no es para menos. Una docena de hombres a su alrededor la mira con deseo. Uno de ellos se inclina, susurrándole alguna cosa. Una imagen asombrosa por su fuerza y lo mucho que cuenta en una única escena. La fotografía que se describo se llama  «Chica americana en Italia» y fue tomada por la fotógrafa Ruth Orkin en el año 1951.

 

Asombrada, por meses investigué sobre la mujer de la fotografía y la fotografa que la inmortalizó. Me sorprendió lo que descubrí: Ruth Orkin y su modelo – Ninalee Craig – no intentaban mostrar un manifiesto sobre el maltrato femenino o algo semejante. De hecho la intención de la imagen está bastante lejos de eso:  Orkin se fue a Israel, para cumplir un reportaje asignado por la  revista LIFE y de allí, voló hasta Florencia,  conociendo en el trayecto a la  artista y compatriota que más tarde, captaría en la imagen que daría la vuelta al mundo.

 

La fotografía nació de las experiencias comunes entre ambas mujeres: ambas hablaron sobre lo que habían vivido viajando solas, siendo mujeres  jóvenes y solteras. Las largas conversaciones inspiraron a Orkin a realizar una serie de fotografías titulada «No tengas miedo a viajar solo».

 

Resulta asombroso que como otras tanta fotografías que pasaron a la historia, la imagen Orkin surgió casi de manera espontánea:  fotografió a Ninalee Craig en los mercados de compras, cruzando la calle, sobre un vehículo y coqueteando en un café. Pero al notar las miradas lascivas de los hombres cuando caminaba por la plaza de la ciudad, le pidió que pasara por el mismo lugar de nuevo. Lo demás, ya lo conocemos: Orkin captó una escena fascinante, entre la incomodidad y la tensión sexual, que tuvo innumerables lecturas en los años siguientes.

 

Curiosamente, Ninalee Craig, declararía años después  «Me cubrí bien con mi chal, era mi protección, mi escudo. Yo estaba caminando por un mar de hombres. Yo estaba disfrutando de cada minuto. Ellos eran italianos y los italianos me encantan.»  Me hace sonreír pensar en esa dualidad un tanto confusa de la imagen, esa truco de conceptos que Orkin captó a través de la magia de la fotografía.

 

Historias en imágenes, una manera de comprender los símbolos que se esconden en esas escenas que robamos al tiempo, que creamos a través de esas decisiones visuales de las que muchas veces no somos del todo conscientes.

 

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