Editorial #217: «La generación perdida»

 

Si algo nos enseñó esta copa del mundo fue que Latinoamérica avanza. Además de los dos gigantes futbolísticos del Sur, Colombia, Chile y Costa Rica mostraron ser selecciones de talla mundial. Esta exhibición de talento es un símbolo más del rápido acercamiento de la región al mundo desarrollado.

 

Con la excepción de Venezuela.

 

Históricos líderes democráticos, a los venezolanos parece habérsenos escondido el mapa hacia el progreso. Mientras Chile ingresa la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Colombia crece su economía velozmente, y la selección de Costa Rica alcanza los cuartos de final, en Venezuela ingresan matones a los quirófanos a “rematar” a balazos a las víctimas que se le escaparon vivas, para el terror de los médicos y familiares. Esta disparidad de nuestro país no ya con el mundo tradicionalmente llamado “desarrollado”, sino con nuestros propios vecinos, ha tenido el predecible efecto de empujar a la juventud capacitada fuera del país.

 

En Venezuela parece haberse perdido una generación completa. Alguna vez la única democracia de Suramérica, el país ahora le saca los dientes a la disidencia, encarcelando a líderes de oposición y manifestantes pacíficos. Mientras que Brasil organiza una copa de talla mundial, superando todas las expectativas que se tenía sobre el evento y exacerbando el orgullo latinoamericano, en Venezuela la gente tiene que hacer cola por un par de horas para comprar un pollo. La comparación en muchos otros aspectos lleva a una sola conclusión: nuestro país va en franco retroceso mientras que el resto de la región corre hacia el progreso.

 

En lo económico, las razones para esta disparidad son evidentes: la mayoría de las economías del continente, aún cuando muchos de sus políticos mantienen la retórica socialista, se han liberalizado. Medellín, por ejemplo, es ahora un centro para la innovación y el emprendimiento –el futuro valle del silicio del Sur– cuando hace apenas tres décadas tenía la tasa de homicidios más alta del mundo.

 

La obsesión de la política venezolana con la igualdad por sobre todas las cosas, en contraste, ha aumentado nuestra dependencia estatal; y aunque ciertamente ha hecho a nuestro país más igualitario, lo ha hecho al costo de destruir nuestra capacidad innovadora y de un estancamiento en el ingreso per cápita. Nuestro igualitarianismo, aunque romántico y políticamente seductor, nos ha dejado atrás en la región y tercamente viéndonos el ombligo, mientras nuestros vecinos miran al horizonte y ajustan sus velas para seguir avanzando.

 

Este excepcionalismo venezolano tiene raíces fundamentales en nuestra historia. En la tierra de Bolívar y Miranda, desde hace mucho tiempo los venezolanos tenemos la creencia de ser cualitativamente mejores que cualquier otro país latino. Aún cuando más de un cuarto de nuestra población vive en pobreza nos seguimos considerando un país rico. Este paradigma de ser mejores, de no tener nada que aprender de los demás, nos ha cerrado los ojos a los avances de la región.

 

Tira la palanca y endereza, que la guagua va en reversa

La situación está cambiando. Los venezolanos –todos, no sólo las élites intelectuales y profesionales– están empezando a notar como el flujo migratorio está cambiando, enviando a nuestros jóvenes no ya solamente a Miami y a Madrid, sino también a Bogotá, Lima y Santiago, en busca de nuevas oportunidades. Quienes escapan del caos ahora también buscan destinos latinos, que ofrecen mejores oportunidades económicas y un ambiente de mayor seguridad personal. 

Las historias de estos emigrantes venezolanos, contadas desde sus nuevas casas, se unen a la revolución tecnológica para avisarle a la gente que hay algo que estamos haciendo mal: lejos de ser los líderes democráticos del pasado, Venezuela es usada como ejemplo negativo de modelo económico y político.

 

Dar pena de esta forma tan triste nos está haciendo reflexionar: hasta el ortodoxo e izquierdista gobierno chavista está reconociendo la necesidad de reformas económicas liberales. La transición hacia un modelo económico distinto ya empezó; el avance a un modelo más democrático es cuestión de tiempo.

 

Aún así, tenemos que aprender algo de este retroceso temporal de dos décadas: mirar siempre a nuestros vecinos. Puede que en 1965 Venezuela, democrática y próspera, no haya tenido mucho que aprender de una Colombia empobrecida y violenta, que además le mandaba a sus ciudadanos en masa. En 2014 ese ya no es el caso.

 

Si queremos pisar los frenos y dejar de retroceder en plena autopista de progreso, los venezolanos tenemos que abrirnos a una relación más cercana con nuestros vecinos y aprender de ellos. Incluso si comenzáramos a hacer eso ya –lo cual el discurso oficial y de muchos líderes opositores enfrascados en el “progresismo” socialdemócrata demuestra que no es el caso– es difícil que logremos recuperar a esta generación. El flujo de emigrantes seguirá en aumento en el futuro inmediato, y probablemente también a mediano plazo.

 

Por eso es hora de despertar de nuestro letargo y mirar hacia los lados. Seguir en nuestro aislamiento regional no sólo no nos dejaría rescatar esta generación: nos haría perder a la siguiente.

 

 

 

Alexander Gamero Garrido

Asesor Editorial

@AlexGameroG

 

Imágenes de venezolanoossiempre.blogspot.ch y La Patilla

 

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