El Dios Chávez vive en el 23 de enero

Por Farah Mora y Norma Pérez

@farahsaurius / @normaperez9

 

 

 

Largas colas, llantos incontrolables y rezos tan fervorosos como solo un puñado de santos recibe con tal devoción se manifiestan alrededor del Castillo del Gigante

 

Después de un año de su muerte, la huella de Hugo Chávez traspasa la más gruesa línea de la insalvable polarización nacional. El Comandante Eterno, Supremo, Infinito, y quizás Intergaláctico, vive en la mente de cada venezolano y el 23 de Enero, uno de los barrios más peligrosos de Caracas, es el núcleo del culto a su figura y a sus restos.

 

Pero para conocer de cerca ese sentimiento en un lugar proscrito para la mitad del país, alguien que no sea precisamente un «hijo de Chávez» tiene que reunir el valor para camuflarse con el dolor de la tropa.

 

Un sábado cualquiera lo hicimos: nos sobrepusimos al miedo de que notaran que no éramos del culto ni queríamos cuidar “el legado” y subimos en grupo arriesgándonos a que la curiosidad matara al gato.

 

Combinamos curiosidad, miedo y valentía para encontrarnos en La Hoyada, tomar el metro a Capitolio y subir al Castillo en una camioneta de pasajeros. Las calles sucias y estrechas del barrio con sus casas de bloques sin cemento ni pintura y motos contra la flecha, transmiten el escalofrío de las noticias de sucesos sobre el control que ejercen los “colectivos”.

 

Pero después de un rato aparece el majestuoso Castillo adornado con una inmensa cola de fieles que usan franelas rojas y portan pancartas que aclaman al gigante con su “Viva Chávez”, “Chávez, con tu hijo estamos seguros”, entre otras alabanzas típicas de la revolución. El culto comienza en la blanca Capilla «Santo Hugo Chávez del 23 de Enero» donde se puede llorar y rezar a placer como ante el buen patrono de cualquier congregación.

 

A las 9 de la mañana no se ve el principio ni el final de la cola. Afortunadamente, y como siempre en Venezuela, acompañarse de un funcionario público sortea, en este caso, una gigantesca fila, esta vez paralela a unos ranchos emperifollados con paredes frisadas y pintadas de color amarillo, azul y rojo formando así la bandera de la patria.

 

Con un poco de vergüenza sumada a la adrenalina, adelantamos a la gente que llegó a las 4 de la mañana y para disimular la coleada asumimos la tarea de entrevistar.

 

La primera interrogada resultó ser una “madre del barrio” que terminó contando entre lágrimas que venía de Yaracuy y tenía desde siempre el sueño de verlo, ya que por él tenía “un techo donde vivir”.

 

Además pudimos entrevistar a otra mujer que entre lágrimas nos contó que ella no lo había podido ver el día de su muerte, porque del dolor le subió la tensión en la cola. Ella esperaba que ese día su corazón resistiera la emoción para poder ver a su gigante.

 

El culto se extiende por el vecindario. Un hombre gordo y canoso nos invita cordialmente, junto a su familia, a conocer su pequeña casa. Allí, llegando al cuartel, se observa el fervor al ídolo: fotos, cuadros y hasta dibujos con la imagen de Chávez adornan las paredes; y conviven con la tristeza por la pérdida física de quién para ellos fue un gran amigo. Con el asombro en la cara nos quedó claro que este hombre, este Dios, nunca morirá con semejante culto a su “siembra”.

 

Después de caminar un rato al lado de la colorida y serpenteante línea de fieles, se alcanzan los detectores de metales, custodiados por un miliciano.

 

El hombre recita un discurso sobre los logros de la revolución, como si después de 15 años la obra fuera ajena a alguien, destacando los avances del 23 de Enero en infraestructura, seguridad y prosperidad desde que el comandante asumió el poder y el amor que le profesaba el pueblo.

 

Tras esa alcabala, a las 11 de la mañana, por fin se traspasa el portón principal donde aguardan otras sorpresas. “¡Chávez vive!”, grita el miliciano de la entrada desatando miradas de preocupación entre nosotras y la certeza inmediata de que debíamos dar una respuesta: “¡La lucha sigue!”, vociferó firmemente la más valiente sorprendiendo al resto del grupo.

 

Entonces el hombre cuenta en confianza que a veces sube gente extraña que lo mira feo o no responde a las consignas de la revolución, evidenciando que ciertos infiltrados visitan el Castillo.

 

Las piernas nos tiemblan por la expectativa y el miedo de que el hombre nos deje en evidencia preguntando algo que no sepamos. Ninguna de nosotras era muy fanática de escuchar las largas cadenas del Comandante.

 

Afortunadamente, los grupos llegan por oleadas y al reunir una tropa más grande el hombre vuelve a comprobar: “¡Chávez vive!”, y obtiene un más entusiasta y automático “¡La lucha sigue!”, que ahora nos incluye a todos.

 

El recorrido comienza con un largo pasillo flanqueado por las 32 banderas que representan a los países del Mercosur y el Alba. Luego se alcanza el gran cañón que se dispara una bala de sal todos los días a las 4:25 de la tarde para honrar al Gigante a la misma hora que él murió.

 

Una de las guías da las palabras de bienvenida que anteceden el recorrido al Castillo, una real belleza arquitectónica. A ambos lados de la entrada del cuartel, están talladas en mármol negro los breves discursos de inicio y fin del Chávez público: en el mármol de la derecha el “por ahora” del 4 de febrero de 1992 y a la izquierda su despedida del 8 de diciembre de 2012.

 

Pero solo nosotras reparamos en aquellas piezas. Todos los demás están concentrados en la tumba que se encuentra en el centro de aquella habitación. Lágrimas caen por las mejillas de muchos y un sentimiento de tristeza invade el lugar. Ahora podemos acercarnos a la tumba y una mujer coloca su cara sobre ella, llora y pregunta por qué los dejó.

 

Todos lloran y, respetando su muerte sin compartir el dolor, no sabemos qué hacer. Para desviar miradas que nos juzgaban, colocamos la mano sobre la urna y pasamos educadamente por aquel lugar fúnebre donde solo se puede estar unos minutos para permitir la entrada de otros grupos.

 

La tumba del Gigante está refrigerada sobre la Flor de los Cuatro Elementos y resguardada por guardias parecidos a los del Palacio de Buckingham. En medio de la tensión, una de nosotras le hace morisquetas al guardia pensando que aquellos hombres no se ríen. Para sorpresa del grupo, el guardia suelta la carcajada: “Estos tipos no son como los de Inglaterra”, dice ella en voz baja luego de pasar por la tumba.

 

El recorrido continúa por una exhibición de fotos, cuadros y pertenencias del Comandante. Algunos los fotografiaron con emoción. Luego pasamos a una sala donde se escriben cartas al Gigante y, de nuevo sin saber qué hacer, retomamos las entrevistas.

 

Una mujer dice entre lágrimas que ella sabía que él iba a ser un apóstol, porque él fue “un santo en vida”. Otra reflexiona sobre lo extraordinario que es subir al Castillo porque se puede comprobar que “Chávez vive”.

 

Ya es tarde, pero la gente sigue llegando mientras que otros esperan el sonido del cañón de las 4:25 para honrar la memoria de su héroe. Nosotras decidimos irnos, por el cansancio acumulado pero sobre todo por miedo a la inseguridad de la zona. La “seguridad” en aquel lugar parecía “una sensación” exclusiva a los alrededores del Castillo. Salimos del recinto asombradas por el culto y comparándolo con la veneración a los dioses egipcios.

 

Sin embargo, las sorpresas no terminan y a la salida del Castillo proyectan imágenes del Gigante con un sonido familiar para nosotras: la canción que introduce a los clásicos de Disney. Sorprendidas de nuevo, préstamos atención para verificar si era la melodía que acompañó nuestra infancia y mientras nos vemos las caras, nos preguntarnos en voz alta: “¿es la canción de Disney?”. Algunos nos miran como preguntándose qué locura estamos diciendo. Al parecer, todos desconocían uno de los símbolos más representativos del “imperio”, pero tampoco se prestaron a desatar un conflicto.

 

Así dejamos al salvador, Dios Chávez del 23 de Enero.

 

¡Gloria al Dios Chávez, Amén!

 

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