Una familia esquizofrénica

Por Claudia Ascione

@claudiaascioneb

 

           

 

Según el internet, la esquizofrenia es un diagnóstico psiquiátrico en personas con un grupo de trastornos mentales crónicos y graves, caracterizados por alteraciones en la percepción o la expresión de la realidad. Una distorsión del pensamiento, gracias a la cual los que padecen de esta enfermedad frecuentemente tienen la sensación de estar controlados por fuerzas extrañas, acompañada de ideas de delirio y la pérdida de la capacidad para evaluar racionalmente sus alrededores y sus interacciones con otros.

 

Esta es, básicamente –y digo muy, pero muy básicamente– la definición del trastorno esquizoafectivo, y cualquier persona que no conoce o no ha tenido ningún tipo de contacto con esta terrible afección pensaría que este breve párrafo contiene todo lo necesario para saber de qué se trata. Un trastorno psiquiátrico que no permite que la persona tenga una percepción correcta de la realidad. Parece una explicación lógica y completa, sin embargo, quienes hemos estado en contacto directo con ella, sabemos que no existen suficientes palabras en el diccionario para poder explicarla.

 

Lo que conocemos como esquizofrenia siempre ha sido una fuente de perplejidad, tanto para la comunidad médicos psiquiátrica como para las personas comunes, pacientes y familiares de pacientes. Es verdaderamente muy difícil comprender el comportamiento errático y las ideas extrañas de un paciente esquizofrénico. Es una enfermedad que intimida a cualquiera y de la que, lamentablemente, no se tiene suficiente información.

 

Nunca me ha gustado pensar que es a mí a quién afecta la enfermedad de mi tío, pues evidentemente quien sufre es él. Él padece los síntomas, que se pasean por el campo de las alucinaciones auditivas y visuales, por la depresión y la hipocondria, la apatía y, en definitiva, la inhabilidad de llevar una vida normal y plena. Es él quien tiene que levantarse todos los días y cargar con el peso de su enfermedad. Sin embargo, hace poco más de tres años, comprendí que la cruz de su esquizofrenia la cargamos todos en la familia.

 

Los altibajos en su humor y comportamiento eran comunes, había semanas en las que estaba muy bien, sosteníamos conversaciones amenas, pasábamos ratos agradables, y todo transcurría de manera normal –tan normal como puede transcurrir en la vida de un esquizofrénico–, había otras en las que cada día era una lucha y el sinsentido reinaba sobre su vida y la de nosotros. Pero no recuerdo haberlo visto nunca como estuvo el mes antes de la hospitalización. Los episodios de crisis se hacían cada vez más intensos y ocurrían con más frecuencia. Las crisis no duraban sólo algunas horas sino días enteros. Dos, tres días de incoherencias, gritos, desesperación y muy poco descanso.

 

Me asustaba bastante esta situación, no sabía cómo debía actuar ni cómo podía ayudar, recordaba algunos momentos de crisis de años atrás, pero generalmente mamá evitaba que estuviéramos presentes. Me llenaba de nervios pensando que podía tornarse violento y agredir a mi abuela, que la tasa de suicidio en pacientes esquizofrénicos es altísima, que tal vez yo portaba el gen de la enfermedad. Mi hermano tampoco sabía qué hacer, nos era inevitable sentir un nudo en la garganta y una impotencia abrazadora. Quedaba entonces sólo mamá para apagar el incendio.

 

El casi siempre infalible modus operandi para estos casos es, en primer lugar, escucharlo –muchas veces por mas de tres horas– sin tratar de hacer que entre en razón y sin tratar de hacer mucho sentido de las cosas que dice, logrando así que bajen los humos un poco, y luego convencerlo de que no hay mayor causa de preocupación y que la mejor manera de resolver sus inquietudes es, muy naturalmente, llamar al Dr. Campos –su psiquiatra–. Lamentablemente, la última semana de octubre de 2011 el eficaz método falló. No hubo manera de que cediera, finalmente, después de siete días extenuantes, mamá empezó a ponderar la opción de internarlo dos o tres días en la Clínica el Cedral.

 

Para tomar la decisión de internarlo era necesario considerar varias cosas. Estaba la cuestión del dinero, pues el seguro médico no cubre tratamientos para trastornos psiquiátricos crónicos, y cada noche de hospitalización era realmente muy costosa. También entraba a colación un debate moral con nosotros mismos, pues sabíamos que le haría bien y que, francamente, a esas alturas ya no había más nada que podíamos hacer, pero de igual manera sabíamos que probablemente iba a ser sometido a terapia de electroshock, algo que nos inquietaba sobremanera. Tras haber discutido durante varias horas, llegamos a la conclusión de que lo mejor era ir a la clínica. Mi tío estaba realmente aliviado.

 

El cinco de noviembre de 2011 llegamos a Altamira a media mañana, él estaba en la puerta de la casa esperando, con su maleta lista y sus lentes de sol Ray-Ban, como quien espera el avión para ir a alguna isla exótica. Sabía que tendría paz después de la tempestad que había sido el ultimo mes. El día estaba hermoso, soleado y fresco, como debían ser todos los días.

 

El camino a la clínica fue algo extraño, en el aire se sentían los nervios y la ansiedad enmascarada de todos, pero también tratábamos de mantenernos relajados y hacer que fuera lo más tranquilo posible para él, como si se tratara de un paseo familiar. Miraba a mamá una y otra vez, tratando de imitar su comportamiento y de ayudarlo como pudiera. Llegamos a la clínica en poco tiempo. Al entrar al estacionamiento me sorprendieron tres cosas, lo que parecía un muro de contención, reforzado con un cerco eléctrico y alambre de púas, los árboles y plantas gigantes detrás y al rededor del muro, y la clínica donde el Dr. Chirinos había cometido sus tan conocidas atrocidades, que se encontraba del otro lado de la calle.

 

Estaba preparada para encontrarme con un lugar gris, oscuro, triste, deprimente, putrefacto, horrible, como los que muestran en las películas. Una suposición normal para alguien que jamás se había acercado a una clínica psiquiátrica. No podía haber estado más equivocada. La clínica estaba en lo que hace tiempo atrás había sido un conjunto de casas, muy bonitas, muy antiguas también. Entramos al área de recepción de pacientes y nos sentamos todos en el pequeño sofá mientras esperábamos a ser atendidos. Me sorprendió una sola cosa al entrar allí, la calma y la compostura con la que mi tío estaba manejando la situación. Era algo realmente admirable.

 

Inmediatamente después nos dirigimos al área de consultorios y habitaciones. Tenía la noción de que los pacientes gozaban de la libertad de caminar por cualquier área de la clínica, y estaba un poco nerviosa por no saber cómo reaccionaría al verlos. Claramente los pacientes no caminan por donde les place, las habitaciones y el área de hospitalización está separada por una pared y una puerta eléctrica, vigilada por cámaras de seguridad y personal del establecimiento. Aún más nervios, pues entendí lo serio de la situación y de los casos que trataban en un sitio como ese.

 

Nos sentamos en el vestíbulo del consultorio del Dr. Campos, de techos altos y vigas de madera, con una chimenea cuya función aún no entiendo, butacas de cuero extremadamente cómodas y, como en cualquier sala de espera, revistas de hace cuatro años. Veía de reojo a las personas que esperaban su consulta, tratando de imaginarme por qué razón se encontraban allí y agradeciendo de que no era yo una de ellas. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el doctor hizo su aparición. Pidió que pasaran con él mamá y mi tío. Conversaron durante algo más de una hora y salieron a pedir que pasara el resto de la familia.

 

Al entrar a la habitación pude darme cuenta de lo apenado que estaba mi tío conmigo y mi hermano, sabía que jamás lo habíamos visto bajo esas circunstancias, y no quería que pensáramos menos de él o le tuviéramos lástima. Uno de los efectos más duros de su enfermedad es que cuando está lúcido se da cuenta de la situación en la que se encuentra, y le es inevitable sentir que es menos que los demás. Le dimos el afecto que, por saber que a raíz de la esquizofrenia era una persona emocionalmente aislada, siempre nos habíamos retraído de darle. Allí el doctor nos explicó a todos brevemente qué ocurriría, cuándo y bajo qué condiciones podríamos visitarlo, muy naturalmente le quitó las trenzas a sus zapatos, su máquina de afeitar, sus Ray Ban y cualquier cosa que pudiera utilizar para infligirse algún daño. Quedé estupefacta. Le dimos un fuerte abrazo, prometimos visitarlo todos los días que estuviera allí, y volvimos a casa.

 

Esa noche a penas dormí pensando en que al día siguiente iríamos a visitarlo y que, a pesar de que quería hacerlo, también quería quedarme en casa. Me daba miedo ver cómo era la clínica por dentro, ver a los pacientes trepándose de las paredes, halándose los cabellos, gritando, sabía que era mezquino de mi parte imaginarme todas esas cosas, pero no podía evitarlo. Al llegar, tal vez por no tener alternativa, me cargué de valor y entré –de última, pues por la puerta eléctrica se pasa de uno en uno–. A mi izquierda vi varios corredores con puertas de habitaciones, los de arriba cercados por rejas con candados, los de abajo, imaginé que para los pacientes que no eran considerados peligrosos, no. A mi derecha un patio gigantesco, un comedor al aire libre, un gimnasio sin pesas ni objetos contundentes que pudieran ser utilizados para hacer daño, una sala de terapia ocupacional, una fuente, árboles, plantas, flores y mesas. No había pacientes trepándose por las paredes, sólo había personas que sufrían y sobre las cuales caía el peso de las críticas de quienes –como yo hasta ese día– no entendían.

 

Mi tío se encontraba sentando en el mesón del comedor, bañado, vestido y perfumado, un poco ansioso pero extremadamente feliz de vernos. Fue difícil contener las lágrimas, yo también estaba inmensamente feliz de verlo, sobre todo porque lo veía mucho mejor, tanto así que supuse que uno o dos días después podría irse a casa. Nos contó todo lo que había hecho desde que llegó, la disciplina que aplicaban las enfermeras, el horario estricto, desayuno a las 8, almuerzo a las 12, terapia ocupacional. Hablaba como si nos estuviera contando de unas vacaciones. Sin dudas para él y su torturada mente, estas eran efectivamente unas vacaciones.

 

Esos dos o tres días que pasaría hospitalizado se convirtieron en 15, el Cedral se convirtió en una especie de segundo hogar, había dejado de ser un sitio como en las películas, en el que los pacientes desaparecían misteriosamente y los que eran considerados un peligro eran encerrados en celdas sin luz. Seguía siendo impactante el muro de contención, la puerta eléctrica, las miradas vacías de muchos de los pacientes, la muchacha de la misma edad que yo que tenía varios meses hospitalizada por adicción a las drogas y varios intentos de suicidio, el tétrico consultorio del Dr. Chirinos; pero el miedo que antes me producía todo esto, incluyendo la enfermedad de mi tío, había desaparecido.

 

La noche del día que volvió a casa me acosté en la cama y traté de dormir, al día siguiente debía volver a la Universidad, a la normalidad, pero no pude. Pasé toda la noche pensando. A ratos pensaba en las personas que aún seguían allí, que tal vez nunca se irían, también pensaba en Chirinos y sus crímenes, pero sobre todo pensaba en mi tío y en nosotros, en la gente que juzgamos sin motivos y sin saber, en que la esquizofrenia de mi tío no era sólo de él, sino de toda la familia.

 

Aún no me gustaba pensar que era a mí a quién afectaba el trastorno de mi tío, pero entendí que inevitablemente me afectaba, era una pieza fundamental en el rompecabezas que es mi vida y no sería quien soy si mi tío estuviera sano. Entendí que el peso de su enfermedad lo cargamos todos, aliviando un poco sus hombros. Durante esos 15 días y después de la experiencia de vida que, hasta ahora, más me ha marcado, conocí a mi tío. Me di cuenta de lo inmensamente afectivo que es y de la gran necesidad de cariño que tiene, comprendí que una parte fundamental en el tratamiento del trastorno esquizoafectivo es la devoción de su familia y la apertura de la sociedad hacia quienes lo padecen.

 

Todos los problemas que tenía, o que creía que tenía, desaparecieron, dejaron de tener el peso y la importancia para ser considerados o tomados en cuenta. Nada nada supone un verdadero problema o un motivo de preocupación desde la hospitalización de mi tío. Su padecimiento dejo de ser un mito para mí y pasó a ser una condición con la que vive él y también nosotros, su vida mejoró –tanto como puede mejorar la vida de un esquizofrénico– cuando nos involucramos un poco más, cuando me deshice del tabú que suponen los trastornos psiquiátricos, cuando me permití dejar de codearme con su esquizofrenia para agarrarla por los hombros, verla de frente y hacerle saber que el miedo del que se alimenta ya no estaba. Mi vida mejoró cuando concebí la idea de que éramos todos, por extensión, una familia esquizofrénica, y no había ningún problema con eso.

 

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