La maravilla de la hora pico

Por Andrea D’Marco

@andreadmarco

 

 

 

Caracas, a las cinco de la tarde, el agotamiento del día se siente en el aire. En la parada del autobús se ven muchos rostros, gente cansada, inconforme con la vida, muchas conversaciones, testimonios de saqueos, comentan que a dos cuadras de allí se pelean por un televisor, probablemente quieran ver Sábado Sensacional y ver a las mismas estrellas de hace diez años, o mejor aún, disfrutar de la publicidad venezolana que auspicia la ignorancia y el uso de poca ropa en las mujeres.

 

“Vámonos caminando anda.” Le dice una señora a otra, ambas vestidas con el uniforme de algún banco, la otra hace un gesto de que calle. Se acerca el Metrobus, con movimientos de esperanza la fila se ordena un poco, solo para ver pasar de largo la unidad llena de gente. Todos indignados se resignan, otros 40 minutos de espera. Cada vez son más personas, la acera se achica.

 

Por fin pasa el autobús, me acerco apresuradamente, también soy parte de esta competencia del transporte, llego a la puerta, la gente de pie llega a los escalones de la unidad, los que logran subir lo hacen a empujones. Me retiro, no pude entrar, ni aunque tuviera la fuerza física. Las señoras del banco son las últimas, la que quería caminar queda con la mitad del cuerpo colgando por la puerta, con risas acepta empujones para poder encajar.

 

Con tristeza acepté mi destino peatonal, no podía esperar más. Cruzando por el rayado trazaba mi camino, tenía 30 minutos para llegar antes de que la luz solar se fuera.

 

Decidí ir en sentido contrario a los carros para no tener que cruzar la calle, y desafiar a los motorizados, dueños de la vía. La gente en los vehículos me veía como alguien enfermo de la mente, pudé ver en sus rostros diferentes emociones: lástima, indiferencia, burla, incertidumbre y la pregunta “¿no le da miedo caminar por aquí?” Si hay aceras se puede, pensé, son ellos los que se han dejado encarcelar por cuatro ruedas.

 

Un motorizado me gritó “¡mami!” junto con una mirada lasciva. Comencé a asustarme, la ruta es más larga y solitaria de lo que calculé. Llegué a la zona industrial. Finalmente había gente que caminaba conmigo, ya nadie me veía como una mochilera loca. Apuré el paso. Por más seria que este la gente siempre inspiraran algo de confianza. Aunque algunos ven en todos un agresor, la amabilidad no es el factor principal.

 

Me encontré con mi mamá, como todas las tardes, para terminar el recorrido juntas, me recibe con la frase “es demasiado tarde”.

 

La luz cada vez más tenue nos recuerda que nuestra ciudad anfitriona se vuelve la boca del lobo. Después de cruzar una calle, que acompañada no cuesta tanto, nos topamos con la más pura esencia de la realidad.

 

Por el rabillo del ojo vi como un hombre grueso con chemisse y gorra azul, estaba tratando de abrir la puerta de un vehículo, pensé que era un taxi, hasta que noté que era un carro gris, reluciente, con aspecto de nuevo, seguramente fruto del trabajo de algún emprendedor venezolano. Los vidrios claros mostraban un señor canoso, pero no anciano, vestido del color del carro, o así lo veo en mis recuerdos. Le hacía señas al hombre de la chemisse que se fuera, fue entonces, después de la alarma de mi mamá que vi como el hombre deslizaba de su cintura hacía la cara del conductor tras el vidrio, larga, delicada, y de color negro perfecto una pistola al tiempo que le decía, “mira lo que tengo aquí”.

 

Nos habíamos acercado tanto que un disparo errante sin duda nos dejaría sin aliento. Caminamos rápido sin poder hacer nada, si corríamos llamaríamos su atención, con la culpa en el cuello de no poder ayudar pensé, “si grito nos mata”, volteaba constantemente y verificaba que siguieran allí. El seguía amenazando una vida a la luz de las seis de la tarde de un jueves en plena principal de Los Ruíces. Alertamos a los que caminaban frente a nosotras, y nos cambiamos de acera.

 

Ya del otro lado nos encontramos, a un mar azul de liceístas que, aumentó nuestro pavor, su actitud y miradas eran amenazantes. Logramos superarlos. La adrenalina que teníamos era tal que decidimos no agarrar el autobús. Todos estaban llenos, la maravilla de la hora pico, caminaríamos hasta donde pudiésemos, no podíamos aguantar el tráfico. La avenida Rómulo Gallegos llena de personas se convirtió en un refugio. Pero habían pedazos solitarios donde nos sentíamos de nuevo en peligro.

 

La luz del día ya había desaparecido, no aguantaríamos enfrentarnos a más sustos. Fue entonces cuando en el siguiente semáforo vimos una camionetica semi vacía en la que nos montamos. Apenas nos sentamos nos abrazamos y calmamos.

 

Llegamos a nuestra calle oscura como siempre, el último de los obstáculos, donde han robado y secuestrado. Abrimos la reja de nuestro edificio, con el susto todavía alterándonos pero con la tranquilidad de haber sobrevivido un día más en nuestra hermosa ciudad.

 

(Visited 70 times, 1 visits today)

Guayoyo en Letras