El olor de la papaya

Por Glenda Morales

@glenda_morales

 

 

 

Hagan este ejercicio conmigo. Piensen en algo que puedan imaginar dos veces, cambiando el nombre del objeto principal por un sinónimo. Una fruta por ejemplo. Yo me voy a imaginar primero comiendo un trozo de papaya:

 

Veo en mi mente la imagen muda de una niña masticando algo, con manchas en la solapa del traje que parece ser de primera comunión. Las manchas son amarillas tendiendo más al limón que al color naranja. No veo lo que come, pero lo hace con movimientos lerdos y en el aire van quedando retazos de sus gestos como en un sueño, o como una película en cámara lenta. No se por qué veo también una vasija de barro gigante. No se mueven las flores del jazmín. No hay viento. Ni raudos zumbidos de motos; ni lavadoras encendidas sonando a lo lejos, a las tres de la tarde en la escalera principal de la calle de mi barrio, en Caracas.

 

Ahora voy a imaginarme comiendo un trozo de lechosa:

 

Hay una niña sentada en cuclillas en la misma escalinata. Detrás de ella, desde mucho mas arriba, se cuela un hilo de agua que se ha ido adelgazando en su caída, doblándose sobre los escalones. Si ella no se mueve, posiblemente le moje las nalgas. Allá en lo alto se observa la figura enana de una mujer lavando con una escoba la entrada de su casa, tarareando los acordes de una canción de Rocío Durcál que también llegan flacos a los oídos de la niña. Igual que la señora que limpia, ella comienza a canturrear: Me gustas mucho…me gustas mucho tú… Ya no lleva el vestido blanco que quizás fue el que debí usar yo en la primera comunión que nunca hice. En su lugar tiene puesta una camiseta manchada por el zumo mostaza que resbala de su quijada y que le embarra un poquito el cuello. Tiene un pedazo de la fruta, cortado en forma de ojal, tomado entre sus manos como si lo meciera. Una palma después de la otra, en continuidad para poder abarcar   todo su tamaño y ¡zuas!, arremete con los dientes desde abajo hasta el final, haciendo un surco largo que aplasta al mismo tiempo con la punta de su nariz larga; haciendo saltar pedacitos sobre su ropa y se ríe entonando otra vez “me gustas mucho tú” con la boca llena. Acaba con la pulpa del retazo en un santiamén, porque la suave brisa ha adherido en el borde de sus labios algunas hebras de cabello, que le molestan, junto a ese olor a lácteo rancio que es lo único que no le gusta de comer lechosa. Un olor tan poderoso que a veces oculta el aroma limpio que desprende el jazmín, como el ruido de las motos a la canción. Entra a su casa para lavarse, tomando con la punta de los dedos la débil película verde selva que ha sobrado de la escena.

 

En este caso, considerando que pudo haber sido otro el ejemplo, pudiera decir que la diferencia entre lo escueto de una imagen y lo prolifera de la otra, quizás se deba a que, más allá de la razón buscando información; ni en mi cerebro, ni en mi alma tengo una papaya a la mano, porque de acuerdo a lo aprendido en las clases de Escritura Creativa, ser venezolana me impide estar relacionada con ese término. Entonces el tiempo en el que debí haber estado sintiendo, lo pierdo procesando; para después de un lapso corto pero sustancial, lograr atinar con el significado de la palabra, y a partir de allí crear la imagen desde mi mente y no desde mi corazón; aprendiendo la lección de que, ya sea por esta razón o por cualquier otra, una palabra fuera de contexto bambolea el contenido de una idea o de una imagen, como si a una pirámide le quitáramos algún bloque de su base.

 

A lo largo de una hermosa comunión con la literatura, he conocido la magia reveladora del contacto que se tiene con la vida “entre dos tapas de cartón”, como diría mi profesor de Expresión Escrita, y he descubierto en ella el peso que tienen las palabras para hacerme conocer nuevos mundos, ya sea leyendo un libro o escribiendo mis propios cuentos. Mundos a los que hace diferentes el llegar a ellos girando la perilla de acero inoxidable de una puerta Multilock, o golpeando con una aldaba cubierta de herrumbre el portal de madera de una casa devastada. Agradezco a la profesora Moraima haber significado para mi otro de esos fantásticos umbrales.

 

He llegado a comprender lo irrevocable de que la princesa del cuento emerja de un carruaje tirado por elegantes caballos el día de su boda; que la dama de alcurnia de la trama policial descubra el ala de su pamela al salir del auto, tras abrirle la puerta un guardaespaldas en el cementerio; que al joven adolescente le crepite el estomago al ritmo del vaivén de los cilindros de su automóvil y que el oficinista del Banco “tal”, nunca encuentre donde estacionar su carro y por eso siempre llegue tarde al trabajo. A cada uno de estos personajes le corresponde un vehículo diferente o, por lo menos, la denominación.

 

También he aprendido que no es lo mismo escribir “te amo” sin que se haya mencionado la ausencia de la saliva en la boca del que lo dice, ni el sudor frío, ni el tiempo y su corazón detenidos al unísono, sin olvidar hablar de la mirada que se encoge como si se quisiera tomar al amante con los parpados, con el mayor pudor. Ni es lo mismo decirle “adiós” sin describir la forma de ataúd que adopta el tórax al hacerlo. Que no hay gesto sin acción ni acción sin descripción. Que existe un proceso mágico en el cual la palabra tiene la última palabra.

 

El que cada una de ellas tenga designado un sitio preciso en cada línea que se escribe, me hace suponer que existe el orden perfecto en el tiempo del Universo. Que saber discernir entre esa palabra puntual que provoca escalofríos en el estomago y la que deja inerte a un lector, habla de la personalidad de un autor que no divaga, que está seguro de lo que quiere decir y que sabe cuando callar. Y que así cueste un poco encontrarla, removiendo el piso duro de la conciencia, se descubre que, si no la verdad, lo que más se ajusta a la realidad esta detrás de lo que se observa a primera vista: allí esta la palabra.

 

Igualmente, así como la frase simple de “el día esta frío” no me traslada hasta esa niebla espesa donde debió llevarme, a una niebla donde reboten las hojas que caigan de los árboles como murciélagos muertos; así como observo la contradicción de un personaje que dice “estar bajo control”, moviendo incesantemente los dedos dentro del bolsillo de su saco, descarnándose el borde de las uñas; asimismo, con el paso del tiempo, se agudiza mi vista y mi intuición y entonces puedo descubrir que en la vida real, fuera de los textos, existe una Nazi sobreviviente disfrazada de filántropo; que la gente puede llorar leyendo una frase intensa y a la vez es capaz de repetirla en otro lugar con la frialdad que se ajuste a su conveniencia; que el que tiene muchos conocimientos y audaz manejo de la retórica puede que no sea sentimental, sino un mero intelectual que sufre de falta de poiesis y exceso de techné. Puedo descubrir muchas cosas que no me parecen correctas y viceversa, y con todo el sentido de la esencia misma de la literatura, puedo atreverme a observarlas sin la intención de juzgarlas, y sentirme mal porque no lo logro, pero permitiéndome siempre la esperanza de que en la rutina de mi existencia, me convierta en una persona que seguramente elevará el volumen de sus decisiones acertadas y que obtendrá experiencia de aquellas que no lo fueron tanto, sustituyendo a las palabras por mis pasos; haciendo de la literatura un patrón de vida para nada rígido, mas bien holgado, que me dará permiso para aprender probando.

 

A ver…ahora cuéntenme, ¿qué tal les fue con el ejercicio?

 

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Guayoyo en Letras