Nos estamos yendo sin querer queriendo…

Por Glenda Morales

@glenda_morales

 

 

 

Recordar al chavo es trasladarme a la salita que nos había cedido mi abuela materna para vivir allí. Mi infancia fue precaria pero muy alegre, y uno de los instantes de diversión iniciaba al final de la tarde, cuando sintonizaba el programa en un televisor de 5 pulgadas tacañas, al que se le cambiaba el canal del 8 al 2 subiendo una mínima palanca. Transmisión en gloriosos matices blanco y negro y algunos grises que yo agradecía en el alma porque eran lo más cercano al color.

 

En aquella época me sentaba frente a la minúscula pantalla, sobre un pipote de plástico de más o menos un metro de alto, donde guardábamos la ropa que sobraba de los armarios que nos faltaban. Cada cierto tiempo mi cuerpo superaba el volumen de las telas, y me hundía en el envase hasta que se cortaba la circulación en mis piernas que colgaban del borde; entonces salía corriendo a buscar más trapos para reponer el nivel. La dicha me atrapaba porque sentía que me estaba sumergiendo en un barril, como lo hacía mi personaje favorito; y además, habiendo yo nacido un 17 (mi cédula dice 18 por error) retorcidamente sumaba uno más siete y me convertía por arte de magia, en una forzada versión femenina del chavo del ocho.

 

También recuerdo que llegué a clases un día cuando en tercer grado, y todos hablaban de lo que para mí sería el primer programa a color en Venezuela en el año 1979 aproximadamente. Yo esperaba a que mis amiguitos dijeran el color de las medias de Kiko o el del sweater torcido de la chilindrina, para poder intervenir con mentiras, parafraseándolos, porque en mi casa no tuvimos ese artefacto moderno hasta después de una década.

 

 

Estábamos pisando entonces el umbral de la tecnología estética, y eso, para los soñadores como yo, no podía significar mas que más felicidad. Aunque con esos escasos 8 años, a veces yo prefería la melancolía monocromática atrapada en mi televisor arcaico y en las fotografías; y el hecho de que la realidad tuviera tonos diferentes, me daba rabia. Fui feliz, pero muy nostálgica.

 

Hasta esta fecha, muchas son las cosas que han cambiado. La evolución a veces serena y otras como un tsunami, hace su trabajo a pesar de que mostremos resistencia al adaptarnos, pues los cambios son innovación y generalmente lo desconocido nos causa pánico. Hoy la tecnología de punta apunta a ser el norte de la vida ordinaria. Estamos saturados de programas a través de la suscripción por cable y aun en las antípodas se puede cerrar un negocio importante. Los niños de ese tiempo somos padres, empresarios, o simple y llanamente ya somos personas grandes. También hay gente que ha muerto, y ese es uno de los tópicos más crueles de esta doctrina natural que nos convierte en rebeldes sin causa. Porque existen cientos de objetos que vamos relevando por otros mejores que aumentan nuestra euforia por momentos hasta que inventen otro aparato; pero el contenido de un ser humano hasta ahora, es irremplazable. Nos revelamos a eso.

 

El pasado 28 de noviembre nos abandonó Roberto Gómez Bolaños. Hombre gigante a quien recordaremos, entre muchas cosas, por ese montón de frases agudas que contrastaban siempre, fuera cual fuera el libreto, con la ternura culpable de una mirada que nos ponía de su parte, irremediablemente.

 

Pero este año, y el anterior, también nos abandonaron Simón, Cheo, Mayra Alejandra, Cerati, Mandela y el Gabo. Seres que llenaron nuestra vida a razón de aquellas escenas que desbordaron emociones por la pantalla; o a través de las canciones que nos provocaron el llanto y arritmias falsas recordando alguna traición; o por aquellas frases poderosas que resumen nuestra vida en dos trazos, escritas por algún Dios en algún libro que se tornó nuestro favorito después de leerlas. Yo con Cien años de soledad, aprendí que existían más palabras que las que incluye el diccionario; y que solo con pensarlo, puedes transformar una simple funda de cama, en las alas que te elevaran tan alto hasta que el cielo te trague. Con Simón Díaz quise saber a qué huele mastranto y escribir sobre lo sabroso de un primer beso en el campo: para nada anticuado ser protagonista de un amor enguayabado. Ambos formaron mi espíritu literario y no dudo que para cientos de personas fue igual.

 

Ellos a distancia, en una suerte de Olimpo, formaron parte nuestro desarrollo personal. Alejados de nuestra intimidad. Separados de un entorno privado donde los personajes, fuera de la pomposidad que implica hoy la fama en alta definición y double Surround, son más cotidianos. Un ámbito donde lo habitual y lo ordinario pero igual de grande y sin divorciarse de lo foráneo, complementa el resto de nuestro avance normal. Un espacio donde te encuentras de frente con el gesto de ese amigo que te da confianza; con el beso de alguien que te hace amante; donde el jefe te recompensa un excelente trabajo; y tu madre te espera con el mejor plato después de clases o donde simplemente tienes la fortuna de que la mirada de un niño que ríe te intercepte después de una jornada muy fuerte.

Todos los seres que nos generan emociones sanas y con quienes te vinculas ya sea por afinidad, consanguinidad, de cerca o a distancia, nos son necesarios.

 

Lamento profundamente las muertes de los míos o la de los ajenos; porque aun tratándose de un ciclo natural donde nacer y morir es parte de lo mismo, no estamos listos para ello; sin embargo sabemos que en un tiempo prudencial, inconscientemente nos recuperamos. Menos preparados estamos cuando se van por razones diferentes a una enfermedad, a un accidente o simplemente por antigüedad: cuando son asesinados.

 

De esta forma sorpresiva y caprichosa, perdimos en enero a Mónica Spear y a su esposo, y a un grupo de estudiantes en febrero. También me voy a referir a los más de 15.000 venezolanos ejecutados al año por un hampa que opera infinidad de veces desde la cárcel con una laptop.

 

En estas situaciones, observo que nuestro cuerpo para asimilar el impacto, adopta un modo de supervivencia donde el umbral del dolor disminuye mucho y la capacidad de aceptar el drama aumenta más. Por lo tanto, los eventos que son cada vez más trágicos se nos hacen ordinarios, y pareciera que sentimos en menor cantidad. Sin embargo, pienso que no estamos dejando de sentir, sino que apartar la sensibilidad, es la forma de no estancarnos en un sufrimiento de magnitudes tan altas que rompe el ritmo normal de existencia individual, y que continua en ascenso hasta hacer olvidar también el dolor de los demás. Entonces, sin darnos cuenta, nuestra atención termina sujeta a un bucle de frivolidades que generan el medio perfecto para que se reproduzcan nuevas especies cada vez más adaptadas a este sistema nefasto, y así sucesivamente. Según la física, las emociones que estamos discriminando para sobrevivir, no han desaparecido. Se están transformando. Y requerirá una dosis importante de una emoción más fuerte pero a la vez contraria para restablecer el equilibrio.

 

Nuestro comportamiento se ha alterado tanto, que además de los asesinatos como los antes mencionados, a esta espiral hay que agregarle cientos y cientos de emigrantes. Lo hacemos, porque aun sin haber perecido, cuando un ser querido se va lejos y en condiciones de regreso improbables por lo menos para el momento, los síntomas son idénticos a los del duelo.

 

El 9 de agosto se me fue al extranjero un familiar, luego de decidir que había que alejarlo de esta inseguridad repugnante. Se trata de un ser al que amo profundamente y que, de mi entorno íntimo, es mi personaje inolvidable. Es un chamo que iba creciendo a mi lado, y yo a la vez creciendo por dentro. Con él aprendí a escoger ropa con flow, a comprarle gorras finas, a componer canciones con rimas locas, a sacar dibujos de los garabatos, a comer panquecas con azúcar y canela, a comprar camisetas rastas en vez de franelas y a que la sinceridad duele más que un pelotazo. Me faltaba abrazarlo tanto. Quería oírle cambiar su tono de voz a capela, sin artilugios sónicos de intermediario; seguir ayudándolo en los cuestionarios y comprarle como siempre a última hora la lámina de anime para su maqueta. No puedo olerlo ni besarlo por Skype. Y saco cuentas y el día 9 más 8 del mes de agosto suman 17 y 1+7 son 8. Que cábala tan irónica.

 

Admito que desde que se fue, no soy tan feliz como cuando disfrutaba esas tardes viendo el chavo, por ejemplo. Creo que muchos no lo somos. Aun me cuesta trabajo ver sus fotos sin llorar, pero por lo menos ya me atrevo.

En este momento precario del país que no se parece en nada a la austeridad de mi infancia y saturado de tanto desarrollo con mañas, he tenido que aceptar que nuestra vida en vez de llenarse, está desolada, porque las ausencias nos van superando. Porque ya irse no constituye el total de la agonía. Porque quedarse aquí, sin un ser que te complementa, te deja inerte. Y si bien permaneces, en algún lugar dentro de ti te ausentas, como designio de una epifanía siniestra. De forma que, también vamos a ir aceptando como pérdidas, a una población flotante, residuo de estas despedidas forzadas, que pulula en los consultorios entre terapias y electrocardiogramas, buscando remedios para la añoranza.

 

Por instantes creo que la realidad sí es negra y que los colores son una trampa de la vanguardia. Pero después, ajustándome al modo superviviente, pienso que aunque abundan las fechas feas y cada vez queda menos gente que nos embellezca el calendario; no tenemos opción. A pesar de no poder cambiar el canal para no ver la dureza de lo que pasa; o de entender que el technicolor solo nos ayuda a suavizar el impacto sensorial; igualmente debemos recapitular que evolucionar no es mejorar precisamente. De acuerdo a eso, asumir que somos la generación responsable de hacer que los cambios que ocurran no sean los que nos llenen de tristeza sino de amor. Para eso hay que detenerse obligatoriamente a prestar atención a lo que en realidad nos despierta ese sentimiento. Ya basta de cosas superficiales, de las que sobran ejemplos para otro texto. Tenemos que aprender a enfrentar el sufrimiento como parte crecer. Transformarlo en lo que queramos nosotros y evitar que su trayectoria regular lo siga convirtiendo en esa masa de odio deforme que se hincha cada vez más. Esa es la acción que inyectará la energía necesaria para revertir el proceso.

 

 

Mientras, lo hagamos o no, tengamos paciencia; porque existe la convicción absoluta de que en la naturaleza, los ciclos orgánicamente superan el caos y se organizan nuevamente bajo su mandato original, y nuestra esencia es Superior: eso es irrevocable.

 

Ojalá queramos querer quedarnos.

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