A un año

Por Silvia Mendoza

@Dark_swan

 

 

 

Hará un año esta semana y las siguientes de uno de los episodios más oscuros y desgarradores de nuestra historia reciente. Un año, el 2014, en el que Venezuela se detuvo completamente; en el que nos vimos envueltos aún más en las desesperantes tinieblas de un régimen opresor y autoritario que no descansa ni vacila en hacer lo que sea para quedarse en el poder. Un año cuyo olor aún siento al cerrar los ojos y ver atrás, al mirar los cartuchos de bala, de bombas lacrimógenas y demás armas de ataque que fui recogiendo día a día de las calles del municipio Chacao, donde trabajo, y que aún tengo colocadas en una mesa de mi casa: el olor a gas pimienta, a pólvora, a comida podrida, a plástico quemado. A sangre seca en la calle. Ese es el olor del 2014.

 

Hace un año no podías transitar libremente por Caracas u otras zonas del país debido a las “guarimbas”, término antiguamente jocoso tomado de un juego que muchos jugábamos en nuestra infancia. Las guarimbas, o barricadas, que poblaban las ciudades y pueblos de Venezuela tenían su razón de ser. Según los vecinos que las construían: protegerse de ataques de los mal llamados “colectivos” que no eran más que escuadrones de asesinos que iban repartiendo muerte y destrucción doquiera que pasaban, todos azuzados, pagados, cual mercenarios, por el gobierno de Nicolás Maduro. En más de una ocasión presencié la “utilidad” de dichas barricadas en Chacao; en más de una ocasión presencié lo absurdo e inútil de las mismas, inutilidad que incluso llegó a causar heridas graves y hasta la muerte a varias personas. Dos caras de la moneda, lo que usamos para protegernos terminó haciéndonos más daño. Desde el 2014 una guarimba ya no hace reír, ahora una guarimba saca gruñidos y hasta insultos, y el término “guarimbero” dejó de significar el guardián del lugar donde cuando niño llegabas a salvarte para comenzar a significar “conspirador”.

 

Hace un año, en Venezuela fue oficialmente criminalizada la protesta de cualquier tipo en cualquier parte del territorio nacional. El sólo hecho de disentir es un crimen, el sólo hecho de dudar es un crimen que se paga con la peor de las torturas en la cárcel, o con la muerte. El sólo hecho de enarbolar un banderín o de llevar una pancarta o de cantar una canción donde se exprese el descontento es un crimen en Venezuela, un “crimen” por el cual pagó Sairam, paga Inesita, pagan Lorent y los otros chicos, pagaron Adriana, José Ernesto, Wilmer, Jimmy, Génesis, Bassil, Roberto, Geraldine y tantos, tantos otros jóvenes y ya no tan jóvenes venezolanos. Es un crimen igualmente auxiliar aquellos heridos en los ataques que la Guardia Nacional Bolivariana, la Policía Nacional o cualquier otro cuerpo armado oficial haga contra la masa de ciudadanos descontentos que pacíficamente y sin armas marchan por la calle. Es un crimen dar agua al sediento luego de estar horas en una cola tratando de comprar comida, es un crimen dar comida al hambriento. Pensar, es igualmente criminal.

 

Hace un año viví en carne propia lo mejor y lo peor de la gente. Perdía la fe por momentos y luego ahí estaba alguien que hacía que la ganase de nuevo. En mi trayecto a casa caminaba diariamente hasta dos kilómetros de barricadas en subida, en bajada, en trechos planos. Tuve que trepar muros de 5 metros, atravesar intrincadas redes de alambre liso o de púas, pasar por encima de cauchos y demás desechos humeantes a riesgo de quemarme, correr algunos trechos, caminar en otros. Tuve que bajarme del transporte público porque mis mismos vecinos se atravesaban en la calle y no dejaban continuar el autobús. Tuve que alejarme horrorizada de las asambleas de ciudadanos donde se llegaba a plantear de la manera más absolutista el cómo nadie entraba ni salía de las zonas, donde aplastaban con insultos a aquellos vecinos (de la misma corriente de pensamiento) que sugerían un poco de raciocinio, que se pensase en los enfermos, en los ancianos que no podían atravesar las barricadas. Vi como caíamos en los extremos que queríamos combatir. Vi cómo nos debatíamos entre lo correcto y lo incorrecto; vi cómo muchas veces ganaba lo incorrecto.

 

Hace un año varios moto taxistas que conocí en las barricadas de las diversas partes de Caracas me daban las carreras gratis hasta mi casa, o cerca de ella, cuando me veían llegar casi arrastrándome del cansancio después de un largo y extenuante día de trabajo entre bombas lacrimógenas y gritos de vecinos, y la presión de que no pasara nada a mis estudiantes. Julio, Ramón, “La Mami”, una joven que tenía su moto y disponía a taxear en las guarimbas “porque ahí estaban los reales seguros, ahí no me iban a robar”. “La Mami” me cobró dos carreras de las 7 que me hizo; Julio y Ramón sólo 2 de las tantas, y una vez me cobraron la mitad “porque nena, este es el trabajo”. Hace un año mucha gente anónima me llevó a mi casa por solidaridad, “porque estamos todos en esto, amiga mía”. Igualmente ayudé a mucha gente sin nombre, viejitas, jóvenes perdidos en las marchas, ahogados por los gases. Brindé, y me brindaron, varios cafés en varios sitios pequeños de Chacao donde hablábamos del día a día, del “parte de guerra”, como me dijo el dueño de uno de esos cafés. Tomaba café con completos extraños hace un año, gente que nunca más vi en algunos casos, gente que estaba en el mismo barco que yo.

 

Unas señoras me salvaron la vida una tarde. Me dieron cobijo en su edificio cuando nos perseguía la policía de la manera más brutal posible. Muchos igual que yo salíamos del trabajo y nos encontramos con la batalla campal en la avenida Francisco de Miranda; no había donde meterse, los gases lo llenaban todo y me sentía como en una película sobre la guerra de Vietnam, en medio de un ataque con napalm. Los policías y los GNB golpeaban y apresaban a los que corrían, no importaba si eran niños con o sin uniforme escolar, viejos, o mujeres de cualquier edad. Todos éramos enemigos que había que aplastar. Y ellas me acogieron junto a otro grupo de personas, y de no ser por ellas no sé si habría vivido porque la represión esa tarde fue implacable.

 

“La bondad de los extraños”, como decía Blanche Du Bois en “Un Tranvía Llamado Deseo”, nos salvó la vida esa tarde.

 

Me pregunto a diario si seguiremos en el camino de los unos contra los otros. Me pregunto si después de este año habremos aprendido algo de lo que vivimos en el 2014; me pregunto si cometeremos los mismos errores o si por el contrario, los enmendaremos. Me pregunto si de verdad no habrá salida a este infierno en que vivimos diariamente en Venezuela, ahora sin comida, sin productos de higiene, sin pañales para los bebés, sin moral ni orgullo. Me pregunto si este es en verdad el “Apocalipsis Zombie”, como me dijo uno de mis pequeños alumnos el otro día. Me pregunto si de verdad hay una luz al final de este largo y oscuro túnel donde está Venezuela desde hace ya tanto tiempo.

 

A un año de febrero de 2014, sinceramente, eso espero.

 

FOTOS:

Todas las fotos fueron tomadas por mí entre febrero y marzo del 2014 en los municipios Chacao y Baruta.

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