La Tortura… ¿anormalidad aceptable?

 Por Jorge Olavarría H.

@voxclama

 

 

 

“Estamos de acuerdo con conceptos como la alterabilidad, el derecho electoral de UN hombre, UN voto… pero solo hasta que lleguemos al poder.”—lema Jihadista Argelino. 

 

En cualquier parte del mundo una sublevación popular, un disturbio callejero pudiera producir muertes, lesionados y destrucción de propiedad pública y/o privada.  Sea en Tegucigalpa, San Cristóbal o Baltimore. Sucede. Y se entiende. Hasta las detenciones excesivas y arbitrarias pudieran ser justificadas (y hasta llegar a ser justificables). Lo que no se  debe perimir ni condonar nunca, por nadie, por ningún ciudadano, bajo ningún concepto, es—la tortura y el asesinato de quien quiera haya sido detenido y esté bajo la custodia del Estado. 

 

            “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!” –Monseñor Óscar Romero (..Asesinado mientras celebraba misa.  … solo pasados 31 años del homicidio se supo que su asesino era un francotirador de la Guardia Nacional Salvadoreña a quien se le pagó $114 por realizar esa acción.)

 

Parten del mismo lugar. Miedo. Gobiernos que creen necesario activar la represión política  porque han perdido la capacidad de persuadir a sus pobladores a someterse. Bajo el precepto de “mantener la paz y el orden” a cualquier precio, se han cometido las peores atrocidades que, aunque sean acciones ruines y condenables, lo son a posteriori. Por lo general. Ningún gobierno está presto a condenar en otros países acciones que, algún día, si los vientos políticos, sociales o económicos cambian, tuvieran que efectuar ellos mismos para, de nuevo—mantener la ley y el orden.  No importa el color o sesgo del gobierno, aquí el Caracazo y la brutal represión contra la llamada guarimba y los campamentos de protesta (absolutamente pacíficos) en el este de Caracas, parten del mismo precepto.

 

Si hace un año el secuestro legalizado y el juicio de comiquitas de Leopoldo López produjeron (y producen) críticas internacionales, de poco sirven.  Si el asesinato del querido Monseñor Romero en 1980 produjo protestas internacionales, de poco sirvieron. Verdugo no pide clemencia. Meses más tarde del asesinato del Arzobispo, algunos de los principales dirigentes de oposición fueron secuestrados en San Salvador y asesinados.  En Venezuela, María Corina Machado era acusada de magnicidio y Antonio Ledesma, el Alcalde Mayor de Caracas, era secuestrado y confinado en una cárcel militar. En El Salvador, en medio del abuso y la represión algo sucedió que cambió la opinión pública dentro y fuera del convulsionado país. Cuatro mujeres al servicio de Cristo, es decir, misioneras, eran secuestradas, brutalmente violadas y asesinadas. Su camioneta fue hallada a apenas 30 kilómetros de la alcabala militar. Lo relevante de esta atrocidad es que parecía ser solo una más de miles de las miles de denuncias de asesinatos, salvajadas y hasta de genocidios pero, sin embargo, era una salvajada contra cuatro misioneras EXTRANJERAS, de hecho—gringas.  La brutalidad de la represión cambiaba de enfoque. Pasaba de lo especulativo a lo posible. De lo anecdótico a lo probable. La opinión pública internacional daba un giro. Esta atrocidad indicaba que todas las demás atrocidades, que no habían sido atendidas debidamente, eran, o por lo menos podían ser, ciertas. La opinión pública americana indignada pedía respuestas y el gobierno norteamericano tuvo que actuar. Eventualmente hasta las Naciones Unidas se involucraron.  Lo otro que se demostró era que los funcionarios, militares y todo nivel de esbirros del régimen salvadoreño hacían este tipo de barbaridad rutinariamente y con total impunidad. Lo hacían sabiendo que podían salirse con la suya porque a nadie le importaba o mantenían silencio por miedo. Como diría Aristóbulo hace unos años, “en este país no hace el que quiere sino el que puede.”

 

Al igual que en el caso expuesto, (aunque de otro tiempo y contexto), en Venezuela hemos tenido atrocidades inimaginables no atendidas adecuadamente. Los secuestradores, torturadores y asesinos de los estudiantes en Venezuela, saben y sabían que sus abusos no les producirían  problemas. Los asistía el poder absoluto, centralizado, el aparataje de impunidad, complicidad, el monopolio estadal mediático/publicitario y por supuesto un porcentaje de la población resignada que siempre añora la normalidad a expensas de cualquier libertad o derecho que se les esté conculcando. Unos funcionarios y sus jefes que se comportan de ésta manera, no están debutando. Lo han hecho antes, y solo Dios sabe cuántas veces. Lo que hemos vivido en Venezuela no fue inadvertido, accidental o coyuntural. Demuestra ser un modus operandi rutinario de éste y de todos los regímenes despóticos, sean comunistas o militares. Lo curioso es que para que se produzcan este tipo de hechos brutales, generalmente se requiere que el personal militar-policial esté en un estado de tensión extraordinario, de alerta exacerbada que pudiera producir pánico o sobreactuación sea porque hay un estado de alta peligrosidad, como una amenaza o potencial ataque terrorista o militar.  ¿Es ese el caso de Venezuela? ¿Estamos en una guerra civil? ¿Hay grupos terroristas asechando? Finalmente, como este caso demuestra de lo que está hecho este régimen de corte militar, y eso no les conviene, en cuestión de horas, máxime días, el de nuevo calmará los ánimos y disipará las dudas. Pudiera que el régimen escoja mostrar y demostrar que estos funcionarios dispararon por error. Nos echarán un cuento chino de que confundieron el automóvil de estudiantes con un automóvil lleno de terroristas, etc, etc. Lo otro, que es lo más probable y lo que mejor hace este régimen, es asumir enteramente su responsabilidad. Quizás sean decapitados altos funcionarios y hasta algún ministro, públicamente, por TV. Veremos al principal responsable del estado indignado. Se volverán sus propios críticos, pedirán disculpas y luego, imputando al pasado subliminalmente, demostrarán que solo ellos han tratado y pueden cambiar viejos paradigmas. Pero, nos dirá que todo eso requiere tiempo. Y les daremos, de nuevo, un cheque en blanco. Les daremos tiempo para que día a día el ciudadano común tenga menos y el Estado tenga más.  “En este país no hace el que quiere sino el que puede.”—Aristóbulo.

 

Y digo esto con propiedad (y no anexo a este sentimiento la brutal represión del 2014 de la que fui testigo presencial en repetidas ocasiones) sino por el testimonio que paso a relatar, acaecido hace más de diez años, testimonio que desafortunadamente me vi, nos vimos, forzados a callar por razones que –espero—podrán seguidamente comprender.

 

 

Todos los eventos relatados, sucedieron. No hay ni hipérbole ni distorsión alguna. No ha sido modificada ni la narración, ni el contexto, ni los tiempos y aunque cada uno de los personajes existen, sus nombres han sido modificados para evitarles cualquier riesgo de nuevas repercusiones, venganzas u  horrores a manos del Estado fallido, totalitario y terrorista que, recordemos, originalmente intentó llegar al poder con un golpe de estado militar sangriento pero fallido en 1992… y finalmente en 1999 se apoderó  democráticamente de Venezuela para luego castrarla y acallarla y paseada con un bozal como mascota y trofeo.

 

Este es el CONTEXTO del relato de lo vivido:  

Eran las primeras “guarimbas” en el este de Carcas y se suponía que duraría poco se estaban radicalizando. Éstas perturbadoras trincheras urbanas era una reacción espontánea,  improvisada, desordenada, mayoritariamente juvenil y con tendencia a la anarquía. Todos estábamos conscientes que era una nueva erupción social ante la imposición personalista de una ideología ajena, hipócrita y falaz que prometía hacer mucho daño aunque entonces los precios petroleros lograban callar a muchos, dentro y fuera del país.  Venezuela en esta coyuntura histórica no se merecía el gobierno perverso que había elegido ni la pequeñez del liderazgo de oposición. Este circunspecto volcán de ira social,  no tenía muy claro el enfoque y los objetivos de la reactivada resistencia ciudadana por lo que suponíamos que en gran parte era la indignación de la ciudadanía haciendo efervescencia, especialmente de los estudiantes.  Lo cierto es que ya para esta fecha Hugo Chávez había sobrevivido los eventos del 2002 (la marcha y manifestación popular más cuantiosa de la historia y demostrado que la oposición era un potingue de filisteos idiotas con mucha ambición pero ninguna visión), y si acaso, este evento lo había aprovechado para terminar de depurar las instituciones del Estado y purgarlas de todo elemento provisto de conciencia propia particularmente en tres sectores de la vida nacional: la industria petrolera (ya depurada a partir del 2002 produciendo el mayor despido masivo en la historia de la humanidad), las FF.AA  (a punto de incorporar el juramento hitleriano bolivariano) y el Poder Judicial (sumado a las purgas y designaciones a dedo de jueces provisionales flotantes y adeptos, ya había una nueva ley para el TSJ y la eliminación de la Corte Primera de lo Contencioso) y por último el CNE (con un servil presidente Francisco Carrasquero quien luego de su rastrera permanencia en el CNE sería premiado con un sabroso cargo en el TSJ ascendiendo hasta vicepresidencia de la Sala Constitucional).  

 

En breve… las cartas estaban echadas y concluyendo los preparativos para volvernos a todos parásitos sumisos del Estado socialista perpetuo que dejaba de ser y estar al servicio del ciudadano. Quienes para esta fecha, ignorado nuestro legado histórico, habían  pronosticado que el pueblo venezolano ya tenía la democracia y la libertad en el ADN, o que era demasiado rebelde, desordenado, independiente o ligero para permitir una nueva dictadura o un socialismo, se tenían que tragar sus palabras.  El Estado ya no estaba al servicio de la ciudadanía. Era la ciudadanía que pasaba a ser súbdito reducido del Estado. De ahora en adelante tendríamos que arrodillarnos ante una nueva dictadura tropical, un Estado que se adueñaba de todo (para desbaratarlo)… medios de producción, distribución, comercialización, ¡TODO! El Estado todo presente así sea solo para conseguir trabajo, estudiar, viajar o pedir cualquier servicio. Solos los más ingenuos y los idiotas en la oposición tenían alguna duda del objetivo vitalicio de esta dictadura.  

 

Muchos vecinos aturdidos y espantados,  mayoritariamente padres y madres de muchachos del Municipio, decidimos convocar a una asamblea vecinal. En ese entonces Leopoldo López era el Alcalde y no sé si fue él quien sugirió habláramos el asunto pero igual elegimos reunirnos en un parque local para tratar de esclarecer lo que estaba pasando. Nosotros los vecinos debíamos, en medio de la complicada confusión, coordinar acciones, analizar escenarios posibles y reacciones. Nuestros muchachos estaban enfrentándose a diario a tropa profesional, a una Guardia Nacional siniestra, reacondicionada, y no sabíamos cómo proceder…

 

¿..Qué si detienen a uno de nuestros hijos…si los amenazan…los imputan o los sentencian… qué hacemos si nos torturan a nuestros muchachos?!!—se preguntaban mortificados muchos de los padres de los muchachos -¿Qué podemos hacer?  Los abogados presentes, los sabelotodo y los charlatanes tenían propuestas, fórmulas y con cada argumento o respuesta sensata, surgían nuevos temores y nuevas preguntas. El ambiente pretendía ser de análisis pero era mayoritariamente de indefensión. El Presidente Comandante ya había culminado la etapa de descalificar, despreciar e insultar a la clase media y ahora los invitaba a la rendición, el sometimiento, o el auto exilio. Las tuercas del colectivismo impuesto se apretarían y las expropiaciones, invasiones, nacionalización arreciaría. La revolución “pacifica pero armada” instituía todo tipo de insensateces, de fundaciones populistas  y lo seguiría haciendo por las buenas o por las malas. Un cataclismo sistemático.

 

Durante los enunciados y las tertulias de los vecinos, que siempre se vuelven más anecdóticas que radiológicas, a cada rato surgía un cuento que estaba empezando a molestarme.  Con creciente melodrama se hablaba del caso de un joven que había sido arrestado por la Guardia Nacional en Altamira Norte a una cuadra de su casa, mientras caminaba con su joven esposa. Varias horas más tarde, el joven aparecía en la Clínica Ávila. Se decía que había sido brutalmente torturado, tan apaleado que tenía un riñón y parte del hígado desprendido. ¿Parte del hígado? Eso es lo que se contaba. Su vida colgaba de un hilo y los médicos, habiendo hecho todo lo posible, solo apostaban a que, gracias a Dios, era joven y fuerte.   

 

Lo espantoso de este quimérico relato es que este joven, supuestamente, había sido una víctima fortuita de la represión. Lo arrestaron y maltrataron sin fundamento alguno. No había ni flagrancia ni orden de captura. Cuando lo detuvieron, ni siquiera se encontraba cerca de las zonas de disturbios o “guarimbas”. Caminaba de regreso a su casa, (en realidad un anexo construido en la casa de sus padres), luego de una cena con sus suegros. Hace unas semanas se acababa de casar y apenas retornaba de su luna de miel.

 

Lo lamento, tuve que protestar. Todo esto sonaba demasiado rebuscado, de telenovela. Rechacé la veracidad de lo contado. Les dije al muchacho que narraba la anécdota que este era el tipo de “bola” que echan a andar los gobiernos para atemorizar. Viene directo de los laboratorios de matrices de opinión del Estado. Algunos muchachos insistían que los relatos no eran invención ni exageración. Yo presumía que si y los exhortaba diciendo que lo que más queríamos los vecinos era motivar a la ciudadanía a participar y defender la democracia en peligro.

 

“Repito, queremos ideas nuevas que nos motiven para la acción cívica, no cuentos diseñados para acobardarnos. Queremos que cada vez más gente se atreva a expresarse y a protestar, no que se intimiden y se queden en sus casas.”  ¡Ciudadanos en acción cívica defendiendo sus derechos! …

 

Uno de los muchachos me interrumpió y dijo conocer a un chamo quien era amigo de la presunta víctima.  Si claro, un amigo de un amigo. Insistí que este tipo de cuento lo que hace es atemorizar. Desmotivar. Deprimir los ánimos. Que de ser cierto, además, lo correcto sería declarar los hechos abiertamente con valor y furia. No con cuentos terroríficos que se inflan de boca en boca. Al poco tiempo, el presunto amigo del amigo estaba reiterando la anécdota. ¿tú lo vistes en la clínica…hablaste con él? Claro que no, hable con su esposa. Por Dios. Y acto seguido, me pasaron un celular. Era el muchacho. La víctima. Asombrado por la eficiencia pero dudando todavía, hablamos un rato. Ratificó que había sido secuestrado y torturado por la Guardia Nacional. Sí, claro. Le pregunté si estaría dispuesto a hacer una entrevista, que filmáramos sus experiencias, para que los medios de comunicación tuvieran su testimonio. ¿Cuáles medios? En ese entonces Venevision y Televen no se habían prostituido del todo y Globovision seguía desafiante, parecía un perrito luchando contra corriente. Spash, splash, splash.

 

Para mi sorpresa, accedió. Está bien, dijo, ¿Cómo hacemos esto? Gestualmente, mi esposa dejó en claro que estaba de acuerdo. De inmediato le informé al joven que mi esposa se encargaría de los detalles de producción y le pasé el teléfono.

 

 Siempre resolviendo todo, siempre eficiente, mi esposa tomó su nombre y teléfono. Colgó el celular prestado y se lo devolvió al dueño quien sonreía triunfante. A los pocos minutos mi esposa utilizaba su propio celular para hablar con el muchacho pero ya que yo le había delegado la producción a mi esposa, él hacía lo mismo. Teníamos que, a partir de este momento, negociar,  ponernos de acuerdo con su esposa. No fue fácil pero finalmente acordaron hacer la entrevista al día siguiente. Por la mañana se llamó al joven (a quien llamaré Darío)  para quedar de acuerdo en los detalles. Darío entonces puso a su esposa, (a quien llamaré Doris), a negociar los detalles. Ella estaba aterrada con el proyecto. Pronto aprenderíamos porque.

 

Doris comenzó a encontrar inconvenientes. Se negaba a dejar que se hiciera la entrevista en la oficina de la productora. Le ofrecimos nuestra casa y tampoco le agradó la idea. Alegaba que los estaban siguiendo. Espías por doquier. Debía ser un lugar neutro, nada conspicuo y nada público. Solo necesitábamos una habitación que no dejara entrar demasiado ruido de la calle, un par de sillas, buena iluminación y la cámara.  Mi esposa contactó a un amigo que nos ofreció una casa de poco uso. Finalmente aceptaron. Quedamos en vernos a una hora determinada en el lugar determinado.

 

El equipo de producción, también negociado con Doris, seríamos el operador de la cámara, mi esposa y yo. Nadie más. Llegamos a la casa prestada temprano para adecuar un estudio improvisado. Y esperamos. Los recién casados llegaron puntualmente.

 

Mi primera impresión fue de suspicacia. El joven, de unos veintiséis años, alto, de piel muy blanca, pelo castaño a rojizo, se veía perfectamente saludable. Cierto, habían pasado algunas semanas del incidente, pero se veía demasiado bien. En perfecto estado. De hecho, si acaso, estaba un poco pasado de peso aunque se notaba que su perfil no era y nunca había sido la de un deportista. No cojeaba ni era torpe al caminar. Hablaba con claridad y confianza. Su apretón de mano era vigoroso. Luego de los saludos, las instrucciones.

 

Háblame tranquil como si se lo estuvieses contando esto a un viejo amigo. Listo. Se sentó en la silla ofrecida sin manifestar la típica cautela de alguien que ha sufrido un traumatismo corporal.

 

Y la entrevista comenzó.

 “¿Es cierto que cuando te detuvieron acababas de regresar de tu  luna de miel?—pregunté como para ir entrando en el tema. Sonrió, y nos contó todo el amorío. Novios desde el bachillerato, la pareja había esperado hasta graduarse para casarse y todo lo demás. Se ratificaban varios de los testimonios ya expuestos. En la noche del secuestro y ataque de los funcionarios del Estado, en efecto, regresaban de visitar a los suegros. No consiguieron puesto para estacionar su carro cerca de la casa por lo que tuvieron que caminar unas cuantas cuadras. Ya llegando a la casa, los pasó de largo un camión de la Guardia Nacional. No concibieron nada extraño ya que a en la calle paralela queda un destacamento, precisamente, de la Guardia Nacional.

                “Yo me crié en esta parte y ver Guardias ir o venir es normal.”—explicaba Darío, “Todo normal, hasta que el camión abruptamente clavó los frenos.”  Antes que la pareja pudiera reaccionar, cuatro Guardias Nacionales vestidos de “ROBOCOP” con pesados atuendos antidisturbios, se bajaron del camión y corrieron en su dirección.

“En segundos nos rodearon y empezaron a acusarme de haber estado en la guarimba. Decían que me reconocían.” Doris trató de intervenir, rogando, explicando que estaban llegando de una cena y no tenían nada que ver con los disturbios. No sirvió de nada. Estaba arrestado”.

 

Viéndose subyugado, Dario no opuso resistencia.

“Apenas tuve tiempo de tratar de calmar a mi esposa diciéndole que era un malentendido que se aclararía. Que todo estaría bien.” Dario fue esposado, manos detrás de las espaldas, y llevado a trote unos veinte o treinta metros hasta el camión. Dos Guardias se asomaron y lo alzaron como si fuera un muñeco. Lo tiraron en medio del piso del camión como un coleto sucio al tiempo que el camión arrancaba. Afortunadamente, Darío pudo evitar golpearse el rostro porque aterrizó de barriga. Pero se quedó sin aire.

 

Darío no sabía cuántos Guardia Nacionales habían sentados en los dos bancos laterales dentro del camión. No tuvo tiempo de contarlos ¿seis.. o diez? Lo que si supo de inmediato es que estaban muy molestos con él. Comenzaron a insultarlo, luego una patada, una cascazo.. un peinillazo en las nalgas, un culatazo de chopo en la espalda. La ira de estos funcionarios comenzó como un peñasco que se libera al tope de una colina, adquiriendo incontrolable velocidad en pocos segundos.

                “..Era como que si yo, al ser subido a ese camión, no era nadie para ellos y me tenían que convertir en algo.. En  alguien a quien pudieran detestar, alguien contra quien pudieran vengarse.. y los que me pegaban más duro, con mayor saña, eran los que más rápido se convencieron de que me podían culpar por todos sus royos mentales, sus envidias, sus complejos, sus prejuicios..”

 

Sus miedos.

Los insultos eran desde los clásicos— hijo de puta, malparido, coño de madre, a terminología más de resentimiento social, de lucha de clases:  burguesito, sifrinito, niño de papá.. para pasar a utilizar el léxico oficialista: oligarca.. imperialista, pitiyanqui, escuálido… golpista.. guarimbero.. vendepatria..  Añadido que entre insulto e insulto, Darío entendió que de alguna manera había ofendido la majestad del glorioso líder, del Presidente Hugo Chávez, el Comandante Supremo.. y era para estos Guardias Nacionales una obligación, un deber patrio, revolucionario y socialista hacerlo entender a él y a toda su generación el precio a pagar por ese grave error.

 

La golpiza duró poco tiempo. Feroz, cruel, bestial, perversa, inmoral y completamente ilegal pero breve. Fascismo exprés.

 

Le golpearon por todas partes evitando darle en la cara, brazos y manos.. Recibió golpes con los cascos, culetazos de los chopos, peinillas, palazos, e incontables puños y patadas.

 

De repente, uno de los Guardias gritó algo, una sola palabra que Darío no comprendió. La golpiza se detuvo. Jadeando adolorido, levantó la cabeza y notó que el interior del vehículo se ensombrecía. El dolor era tan intenso y en tantos lugares de su cuerpo al mismo tiempo  que pensó que se desmallaba lánguidamente. Era preferible perder el conocimiento. Darío se entregó a la fatalidad. Anheló perder conciencia para que el dolor dejase de sonar como una trompeta. Pero el instinto de supervivencia lo sacudió para que no se desmallara y fuese testigo presencial de su propia muerte. Una vez satisfechas las necesidades sádicas de estos funcionarios, seguramente lo ejecutarían y tirarían su cadáver en algún barranco. De eso estaba casi seguro. Pero la palabra “casi” en situaciones de supervencia, tiene un peso abrumador. Resolvió que debía mantenerse despierto y asechar una oportunidad para hacer algo, lo que sea, negociar, chantajear, rogar, huir. Para avisarle a alguien afuera. No podía morir como un perro y dejar viuda a Doris a una semana de casados.

 

Al tiempo que el camión se ensombrecía porque eran bajadas las cortinas plásticas laterales, los Guardias se colocaron sus máscaras antigás apresuradamente.  Darío no entendía. ¿Sería que se cubrían los rostros porque estaban por salir a reprimir a otros manifestantes inocentes y llevarse más detenidos?  Un solo detenido era poco botín.

 

Nada de eso. Estaban en Avenida Boyacá  (Cota Mil) y la autopista estaba prácticamente desierta. Acto seguido, uno de ellos activaba y dejaba caer al piso una bomba lacrimógena. A escasos centímetros de su rostro, el envase chillaba como un animal herido. En segundos el humo tóxico lo invadió todo. El camión debía parecer que estaba en llamas. Pero no había otros vehículos circulando para presenciar la representación de esta brutal iniquidad. El terror era indescriptible.

 

El terrible dolor en todo su cuerpo quedó en un segundo plano. Fue postergado por el horror de la asfixia, de quemarse vivo desde adentro. O peor. Era como tener garganta, pulmones, nariz, boca y ojos llenos de ácido sulfúrico.

 

Abandonó la esperanza. La perversidad humana es siempre sorprendente y neutraliza la esperanza. Unos funcionarios dispuestos de hacer esto, ya lo han hecho antes. O peor. La arbitrariedad renovada, apoyada, amparada vuelta deporte. Estos funcionarios serían capaces de hacer lo que sea porque aunque los acusaran con pruebas, quedarían absueltos. Una revolución de la impunidad.

 

El infierno químico no duró mucho porque el camión se dirigía a toda velocidad en dirección oeste en la autopista sin obstáculos y las cortinas, aunque bajadas, dejaban circular bastante aire. Luego de pocos minutos los Guardias se retiraban las mascaras y sus carcajadas se hacían más sonoras.

“¡Párate.. párate aquí!” –gritó la misma voz que había dado la orden anterior. El camión se detuvo casi al instante. Darío trataba pero no podía abrir los ojos. Se convulsionaba mientras tosía y esputaba como un volcán. Uno de los torturadores lo tomó por el cuello de la camisa, lo enderezó y le retiró las esposas metálicas. Apenas liberado, dos funcionarios lo tomaron de los antebrazos y lo arrastraron hasta el posadero del vehículo. Posicionaron su cuerpo colgándolo por el borde, cara al camión con la espalda a la autopista. Darío pudo abrir los ojos pero fue incapaz de enfocar. Parpadear le dolía como si tuviera arena dentro de los ojos. Sintiendo que lo dejaban caer, extendió las piernas y aterrizó de pie pero sus rodillas cedieron de inmediato. Quedó arrodillado como un penitente rezando. Escuchó el clásico click-clack seco de una escopeta siendo cargada.

  “¡Quématelo!”—Gritó un Guardia Nacional.

Darío agachó la cabeza esperando el tiro de gracia.  

                “¡Quiébratelo!”—repitió otro, con un tono algo burlesco, como conteniendo la risa.

 “Mira sifrinito..”—dijo uno con tono  arrogante, característico de la autoridad. Era quien daba las órdenes, “Escúchame bien… tenemos tu cartera, sabemos quién eres y dónde vives. Si abres la boca, te venimos a buscar…a ti y a tu familia!”

                “¡Quiébratelo!”— grito uno y enseguida se escuchó detonar el chopo.  El cuerpo de Darío se estremeció con el estallido pero no sintió ningún impacto.

“¡Dále.. Quiébratelo! Dále!..dále!”—gritaban los otros Guardias mientras el camión arrancaba. Dispararon nuevamente pero Darío sabía que disparaban al aire porque no sentía  las balas repercutiendo a su entorno. Ya con el camión a cierta distancia, Darío todavía escuchaban las carcajadas de los Guardias como si se tratara de un autobús escolar lleno de mocosos malcriados.

Darío dejó de narrar como si se hubiese acordado de algo importante.  O como si la mente se le hubiera puesto en blanco.

                “¿Y qué pasó luego?”

                “Me restregué la cara con la parte interior de la camisa. Recuperé la vista y escupiendo todo el tiempo, pude parar de vomitar. Miré donde estaba y de repente entré en pánico pensando que quizá cambiarían de opinión y regresarían a matarme.”  Dario cruzó la autopista y empezó a correr lo más rápido que pudo en el sentido este. A los pocos minutos escuchó la sirena de una patrulla de policía y les pidió ayuda.

 

“Eran PTJ. Pensé en mentirles pero yo sé que estos son policías de verdad, expertos, no militares, no animales como la Guardia Nacional.” Los policías lo escucharon con la actitud de incredulidad típica de alguien que ha experimentado lo perversa que puede llegar a ser la naturaleza humana pero cuando Dario se levantó la camisa, entendieron que tenían a un ciudadano que se podía morir de un hemorragia interna en la próxima media hora. Fuera cual fuera la veracidad en este peculiar caso, les debe haber olido muy mal.  Si funcionarios del Estado venezolano eran capaces de hacerle esto a un joven, ellos también eran funcionarios sin ninguna vocación se santos o de quijotes. Lo condujeron hasta la Clínica Ávila pidiéndole que mantuviera el secreto.

 

Los camilleros lo asistieron y los médicos y enfermeras le salvaron la vida. De haberse tardado media hora más, hubiese sido humanamente imposible. Luego de casi un mes hospitalizado, lo daban de alta. 

 

A pesar de la indisoluble rabia que sentía con su narración, aún no podía creerle del todo. Algo no cuadraba. Es como si estás cenando en un restaurante con tu esposa y alguien se acerca a tu mesa, y con una sonrisa te pide ayuda porque está teniendo un infarto. Un hombre teniendo un infarto no sonríe. Se agarra el pecho adolorido, aterrado, desolado. Alguien que ha sido torturado de la manera relatada, no habla, se mueve y se comporta como si le acabaran de cortar el pelo.

“Y después de todos esos golpes…¿Tienes..Puedes..?—pregunté y me interrumpió.

 

“Claro”, dijo y poniéndose de pie comenzó a desabotonarse la camisa y antes de retinársela, se deshizo la hebilla del cinturón, el botón del pantalón y bajo la bragueta. Y volteándose, se retiró la camisa, la colocó sobre el lomo de la silla y luego se bajó los pantalones, quedando en interiores. No vi ni rastro de sangrado, ni una sola herida. Ni una sola fractura. Enteramente hematomas. La piel de su cuerpo vuelto un mapamundi de toda la violencia y la perversidad de la humanidad. Allí, pintadas en su piel en resonancias de todos los matices posibles de rojo, azul, morado y amarillo. No sabía que el cuerpo humano era capaz de producir tantos tonos, y los tonos tantas impresiones. Los brochazos de púrpura, morado y los azules eran una enciclopedia como recordando a quienes han quedado aplastados por un gran peso, un dolor intenso que sofoca pero no tan intenso como los rojos. Los rojos dolían y ardían. Los rojos chillaban con rabia. Eran hemorragias sin erupción. Señales de dolor real proporcionados por sables y lanzas fantasmales.  

 

Volteé buscando algún nivel de consuelo, o de entendimiento en alguien y noté el rostro de mi esposa. Con la mano derecha se cubría la boca queriendo no emitir sonidos, mientras sus ojos brotados gritaban, me gritaban a mí. Me decían esos ojos pelados—tenemos que irnos, no podemos. No es por el horror que siento sino porque tenemos hijos. Vámonos a mendigar derechos ciudadanos a otro país, donde sea, porque el diablo anda suelto. Lo dejamos entrar y anda asechando. Lo dejamos entrar.   

 

Pero ese era el objetivo, ¿no lo ves? La tortura no fue para sacarle información, o para que delatara a alguien, o para que confesara algo. Tampoco fue para castigarlo. Todo esto era un mensaje. Un recado que vemos ha tenido gran éxito entre nosotros. Los Guardias Nacionales se lo repetían una y otra vez mientras lo pateaban y apaleaban: éstas son las consecuencias para quien se atreva a meterse con el Comandante Chávez. Y su revolución.  No se equivoquen.

 

¿Puede haber un terror peor que llegar a tu calle en camino a tu casa para ser secuestrado y atacado sin clemencia por quienes debían protegerte de los delincuentes quienes han saqueado al país de su trayectoria republicana y desplazado la decencia cívica  en nombre de la igualdad y la justicia social?  Nada más asquerosa que la cabeza de la dignidad decapitada. Nada más infranqueable que la mentira crecida al tamaño de montañas. Que terror ver todo lo que valorabas y respetabas, ha sido reemplazado por imitaciones baratas, más sucias que las originales y apestando mil veces más a mentiras y perversidad. Y después de todo el camino andado, de todo lo construido y reconstruido, de todo lo ofrecido y prometido, cuando volteas, luego de todo este tiempo pasado, lo que ves es destrucción y desolación.  Revolución.

 

                “Sabes…”—le dije a Darío, ligeramente ajenamente avergonzado, “que el único abuelo que yo conocí, el único abuelo al que le pedí la bendición, fue al Eleazar López Contreras. General en Jefe, Presidente, responsable de la transición del absolutismo a la democracia plural… y creador de las Fuerzas Armadas de Cooperación, la Guardia Nacional.” 

 

Luego de finalizada la narración de este terrible incidente (que es una fotografía del país que éramos entonces), le pregunté a Darío si, por casualidad, dominaba el inglés.  En efecto, había hecho un curso en los EE.UU. y lo hablaba bastante bien.

“Would you mind if we do this all over again? So we can have it in both languages..” 

“Yes, not problem.” –me contestó y repetimos la entrevista en inglés.

 

Sobre el escritorio estaban los sobres amarillos ensanchados, cada uno con una copia en VHS.  Cada uno con su planilla engrapadas al en la punta, para ser firmadas por los mensajeros. Se leía claramente las televisoras, Globovision, Venevision.. Televen y la persona que en cada canal recibiría este material. Ya mi esposa había hablado con quien se tenía hablar y en el transcurso de la mañana los motorizados estarían llegando para llevarse esto.  Éramos nosotros quienes estábamos pagando por esto. Las copias VHS, recuerdo, “habilitadas” apuradamente nos costaron el almuerzo. Pero esta era una inversión en la verdad, la justicia y la decencia. Con este cometido, mi esposa y yo poníamos en riesgo más que la caja chica.  Arriesgábamos nuestra seguridad, nuestros nombres y nuestra pequeña empresa. Y ¿quién sabe qué más? Mejor hacerse Quijote y ni pensar en eso.

 

Este “material” era importante porque ponía en evidencia no solo las acciones de un grupo de militares sino la tendencia fascista, represiva de un régimen que se perfilaba para una dictadura vitalicia.  Quizá con este gesto de coraje de Darío, la brutalidad de la represión cambiaría de enfoque. Quizá la opinión pública internacional hubiese podido comenzar a girar entonces y no se hubiera tardado diez años ver el régimen despótico que se nos estaba implantando. Quizá la blandengue oposición hubiera entendido cosas como que—las elecciones las ganarían el régimen siempre –con un margen pequeño o como fuera necesaria para no despertar demasiadas suspicacias, pero ¡siempre! Quizá los economistas hubieran calculado mejor la trayectoria al caos al que nos estaban llevando este colectivismo trasnochado. Quizá muchos no se hubieran dejado sobornar tan fácilmente con bonos petroleros, becas para sus hijos, viajes gratis por cuenta de CADIVI y tantas otras locuras que nos corrompieron hasta el alma.  Quizá los periodistas…quizás, ¡quizás! Quizás llueva cerveza.

 

No hubo “quizás”.  Estaba llegando el primer motorizado y yo tenía uno de los sobres en las manos cuando mi esposa se me acercó con el celular pegado a la mejilla. Con la mano que le quedaba libre extendió la palma de la mano, en un gesto de “para”. Stop.

                “..ya te lo paso..”—me dijo con una actitud entre lacrimosa  y rabiosa. Me dio su celular. Era Darío. El héroe de esta historia me pedía con la voz quebrada que parara el envío del “material”.  Su esposa estaba en crisis, histérica, aterrada, no había podido dormir… unos “agentes” los estaban siguiendo, habían consultado con el primo quien era abogado… la familia estaba en contra…  caos personal, familiar, universal.  Le pedí me dejara hablar con Doris. Escuché sus gemidos. No pude darle razones, explicarle que nosotros también estábamos asumiendo el mismo riesgo. No pude, no me dejó. Quería decirle que estábamos haciendo lo correcto, lo decente.. Dando un ejemplo. Los argumentos de Dorios eran circulares, como una rueda fuera de control que cada vez que perdía un poquito de inercia, se animaba y volvía a empezar. Pensé en apropiar la cita de Marianne Williamson. No pude.

                “Está bien. Entiendo. Cancelamos esto.” –le dije y enseguida me pasó a Darío.

                “¿Me das tu palabra de honor?”

                “Te doy mi palabra.”

 

“Nuestro más profundo temor no es que somos inadecuados. Nuestro más profundo temor es que somos más poderosos de lo que puede ser medido. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta. Nos preguntamos—¿quién soy yo para ser brillante, espectacular, talentoso, fabuloso?  En realidad—¿quién eres tú para no serlo?  Eres un hijo de Dios. Pretender ser menos no ayuda al mundo. No hay nada brillante en disminuirse para que otros no se sientan menos delante de ti. Estamos hechos para brillar, como lo hacen los niños. Nacimos para hacer manifiesta la gloria de Dios que está dentro de nosotros. No está solo en algunos de nosotros sino en todos nosotros. Y—cuando dejamos brillar esa luz interna, inconscientemente les estamos dando permiso a los demás para hacer lo mismo. Al tiempo que nos liberamos de nuestros miedos particulares, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.”  -Marianne Williamson.

(Visited 233 times, 1 visits today)

Guayoyo en Letras