Los que se van y los que se quedan

Por Alfredo Yánez Mondragón

@incisos

 

 

 

Está muy claro que el fango, independientemente de que en algún momento pueda servir para que cada quien descubra las posibilidades desconocidas que tiene para salir de él; no es más que una mezcla asquerosa, que en ningún caso causa bienestar ni inspira sentimientos de ánimo.

 

Hoy, por más frases hechas, por más declaraciones de optimismo, y más ilusionismo respecto al amanecer que se nos viene; quienes estamos en Venezuela, lo estamos en el fango. No hay día en que la dignidad no se nos mancille, en que las oportunidades se pierdan, en que la esperanza se frustre.

 

Incluso quienes insistimos en el optimismo militante, sabemos que cada minuto se convierte en una nueva razón para explorar nuevos horizontes; para voltear la mirada y explorar las ventajas de ver los toros desde la barrera.

 

Es verdad que treinta millones de venezolanos no pueden tomar la frontera y abandonar su historia de vida para comenzar a escribir otra; pero también es verdad que treinta millones de venezolanos no pueden quedarse a ver cómo se desmoronan los escombros de lo que pudo ser un país.

 

Imposible juzgar, culpar o castigar a quienes la situación coyuntural bota a patadas del país. Imposible juzgar, culpar o castigar, a quienes la circunstancias obligan a permanecer –activos o inertes- en esta sinrazón.

 

Es lógico, por no decir de Perogrullo, que quien se va, asume otros problemas. Claro, así como asume otros beneficios; lo mismo que deja afectos. En eso va la decisión; en asumir unas acciones y en renunciar a otras.

 

Cuando lo que está en juego es la vida; y en ella la calidad de vida; resulta de muy mal gusto salir alegremente a criticar a quienes toman la dura decisión de emigrar; sobre todo, después de que esa decisión esté precedida por una de esas razones estadísticas que se cuentan en robos, asesinatos, quiebras de empresas, expropiaciones, cárcel; y tantas otras propuestas efectivas de esta impunidad institucionalizada.

 

Ahora, quedarse aquí tampoco es pecado. En algún momento quedarse y luchar, o quedar a esperar, debe tener su recompensa. El castigo que hoy se vive no puede ser en vano. Quienes profesan alguna fe deben advertir alguna causalidad a este suplicio; y seguramente deben entender que nada dura para siempre.

 

Las circunstancias, son solo eso; momentos –largos o cortos- entenderlas y aprender de ellas es clave a la hora de decidir qué hacer.

 

Irse o quedarse; no es el dilema de esta vida coyuntural. Es simplemente una valoración respecto a lo que cada quien se propone como objetivo en su vida; y de ahí en la incidencia que pueda tener en la vida del colectivo; de la sociedad.

 

Valdría, eso si; que quien decida irse o quedarse; lo haga desde una perspectiva de crecimiento, de voluntad de sumar, de esperanza –con certeza en la espera- en avanzar. Si la decisión que se tome implica la indiferencia propia de quien se sienta a ver qué ocurre; pues esa decisión que hoy pareciera trascendental no servirá de nada; y la discusión; más allá de la catarsis del momento no habrá valido la pena.

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