Terremoto rumbero

Por Carlota Martínez B.

@venecialeona

 

 

 

Quieto y vacio estaba el valle en la mañana de la anunciación, firme y alto el cielo azul, enhiesto y engrifado el prodigioso monte de los siete colores…”

Discurso de Arturo Uslar Pietri a propósito del cuatricentenario de Caracas, 1967.

 

Tras los chaparrones sofocantes de mayo, entre nubes de zancudos y moscas, y aroma de mangos,  julio va dibujando con trazos finos sus perfiles. Se vislumbra entre gritos de alegría de los niños escapando como frágiles mariposas de las aulas de clase hasta septiembre,  cuando se inicia el  nuevo año escolar. Y hoy, una vez más,  un  compromiso de trabajo me saca de la cama sin demoras. Apuro un vaso de agua con unas pocas gotas de limón y como no he tenido tiempo de comprar nada para hacerme algo de  desayuno, desfilo a paso de garzón soldado hasta el café de la esquina donde siempre consigo algo accesible y sabrosito para comer. La mañana está como para un croissant relleno de chocolate, no hay duda, y claro, el infaltable  marroncito.

 

A pesar del apuro, uno a uno paladeo cada sabor: el chocolate es una delicia diluyéndose lento desde el paladar, me encanta; el café cremoso es un regalo. De repente, una nota leída al azar en un diario capitalino abandonado en una mesa vecina reza: “la pitonisa Marisa Marotti pronosticó que una ciudad que festejaría en 1967 su aniversario sería víctima de un fuerte terremoto”. ¡Han pasado tantos años qué horror!  

 

Los recuerdos se precipitan como los peces que emergen del fondo de una cañada. Se engarzan unos a otros. Como las cuentas de un rosario se jalan, se empujan y revolotean en un intento por encontrar su lugar en un rompecabezas que año tras año se hace y se deshace, sin más, como en un eterno ritual. Un nuevo sorbo de café viene a calmar mis ansias. Creo que me he quedado mirando hacia ninguna parte; y entonces,  julio no es sólo calles, tráfico automotor, mera rutina.  Y pienso que seis meses antes de ese infausto día en ese lejano 1967 ciertamente  la revista Elite en su portada había entregado a los venezolanos para aquel entonces una fotografía que haría historia con una imagen premonitoria de las torres del Centro Simón Bolívar resquebrajadas,  y una pregunta ¿Un terremoto destruirá a Caracas?

 

 Ese  29 de julio,  yo era una muchacheja que no alcanzaba aún los veinte años. Me preparaba con una de esas emociones primerizas para una fiesta de graduación. Frente al espejo del baño ensayaba un afeite cuando el ruido de las placas de asbesto del techo de mi casa de La Pastora; confundido con el de arenillas que parecían desprenderse por todos los rincones, inauguraba en mi memoria el rugido vehemente de la tierra. Fue un sonido que jamás olvidaré.

 

Las agujas rotas del reloj de La Catedral se detenían a las 8:02 minutos. Fueron sólo 35 segundos, durante los cuales, imaginé gatos corriendo sobre el techo en su habitual paseo nocturno, y sin pensarlo, por puro instinto,  me precipité sin ropas fuera del baño y comencé a  correr haciendo círculos por el medio del patio. Inmediatamente, cerré filas con mamá que desde un principio supo de lo que se trataba y agarrada de la mano de mi hermanito menor describía en su angustia movimientos inciertos entre los cuartos y la sala como buscando una salida. Mi hermano mayor trataba de abrir la puerta de su cuarto con dificultad,  en su intento por ponerse a salvo. Acto seguido agarré mi perra Princesa, una bella pastor alemán que de puro miedo corría de un sitio a otro antes de echarse  una gran meada cerca de la puerta de la calle.

 

Cuatro días antes,  la ciudad de Caracas  celebraba en medio de múltiples festejos sus primeros cuatrocientos años. Entre discursos, música a granel y hasta la elección de una reina de belleza aquel sismo rumbero e inoportuno,  a manera de un monsalbete de barrio,  aunque no había sido invitado,  traspasó a la brava puerta y ventanas  para  arrebatarnos la alegría y cubrirnos de llanto.

 

Aquella noche, recuerdo que alineados en el medio de las vías los carros hicieron las veces de tiendas de campaña donde mujeres y niños, entre sueñitos y sobresaltos,   esperaban el flujo lento y angustioso de las noticias -para aquel entonces no existían celulares- que del boca a boca  a las primeras emitidas por la radio, la televisión o por los medios impresos (en ese orden) fueron develando la dimensión del desastre. Por eso ahora julio no es sólo un recuerdo, también es amenaza que  año tras año  cobra sentido a partir de  un abismo de piezas dispersas que se engarzan unas a otras sobre una calzada, al fondo de una taza de café, desde una  frase al azar, o  simplemente una palabra. 

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