Revelando y liberando el malestar

Por María Teresa Urreiztieta V.

  @mturreiztieta

 

 

Notas psicopolíticas

“Tantas cosas graves que están pasando, y aquí nadie hace nada”

(Señora haciendo cola en una farmacia). 

 

“No hay”.  “Nadie hace nada”

Este par de expresiones las estamos registrando con mucha frecuencia en las diversas entrevistas que estamos realizando en Caracas, como parte del estudio sobre los malestares culturales venezolanos en la actual coyuntura de crisis generalizada. Visto desde una perspectiva psicosocial, en la historia reciente del conflicto político se evidencia un salto cualitativo en la complejidad de los significados de los malestares que estamos experimentando los venezolanos. Es decir, se está constatando cómo se ha ido ahondando la experiencia del malestar, del mal vivir en la Venezuela del siglo XXI a través de expresiones que van significando el descontento, y sobre todo, el profundo desconcierto ante las dramáticas realidades que nos rodean.

 

Por ejemplo, podríamos hacer un rastreo de los malestares de estos tiempos comenzando por la frase “No hay” como expresión predominante durante el comienzo y recrudecimiento  del desabastecimiento y la escasez  entre los años 2013 y 2014,  hasta el  “Nadie hace nada” de la crisis generalizada del 2015.

El “no hay” de aquellos momentos -y de ahora- constata la crisis, confirma las sospechas de la mala gestión, de la corrupción y el despilfarro; confirma la existencia de los equivocados, o de la supuesta “guerra económica” que vence entonces al gobierno. Con ello, comienza la aparición de los nuevos miedos asociados a la posibilidad de quedarse sin alimentos, sin medicinas, sin repuestos… sin derechos. El fantasma del hambre apresura, no solo la urgencia de tener que abastecerse con lo necesario para vivir, sino también, el despertar del hambre de justicia.

 

El “nadie hace nada” revela impotencia, mucha impotencia. También desesperanza y  resignación. Pero por sobre todo, denuncia la parálisis social y política e interpela a todos los venezolanos: a los gobernantes y dirigentes políticos,  quienes tienen las mayores responsabilidades en la conducción del país-; a los otros, al resto de la sociedad, por paralizados. El “nadie hace nada” asoma también la incipiente conciencia (al fin) de estar compartiendo una experiencia común,  un destino común como colectivo: “Si nadie hace nada, aquí todos nos vamos a hundir” expresa un señor en la infinita cola para pagar en un abasto. Arremete pues la sospecha de estar dirigiéndonos, todos, a un no sé dónde, a la deriva.  “-¿Por qué lo cree así?, le pregunto a la señora que estoy entrevistando: -“Porque cada vez hay más miedos y nadie responde hacia dónde vamos”. Incertidumbre, angustia, miedo y desasosiego son otros nombres del malestar venezolano.

 

Concretando, desde el “no hay” de los años 2013-2014 al “nadie hace nada” del 2015 -lo que hay detrás de esta ruta-, es solo constatación primero,  luego denuncia,  e interpelación después. Pero no es la conciencia ciudadana la que nos moviliza, si no los miedos al progresivo desmantelamiento de las certezas que teníamos, de las instituciones democráticas; de la calidad de vida; de las confianzas agraviadas, del proceso de desfundamentación del ser, como le gustaba calificarlo a Ulrich Beck. Todo esto nos abunda, trazándonos un destino incierto.

 

La impunidad

Algunos estudiosos de este fenómeno nos dicen que la impunidad es la ausencia o insuficiencia de investigación, enjuiciamiento y castigo a los responsables de la violación de las leyes, de las violaciones de los derechos humanos,  lo cual revela que la impunidad es, por sí misma, una violación a éstos y no solamente una coraza de protección a las violaciones de dichas leyes y derechos. Es, por lo general, producto de políticas deliberadas que actúan como complementos, como refuerzo necesario para las políticas de violación de los derechos humanos.

 

En Venezuela, la impunidad se ha convertido en una negra sombra que va avanzando desde la trama institucional del país hasta la cultura cotidiana, amenazando nuestras posibilidades de vida plena de manera feroz, haciéndose estructural y estructurante de las dinámicas de injusticia, desigualdad y exclusión.

 

Sus objetivos: Inmovilizar, silenciar, someter.

 

La impunidad paraliza, desmoviliza porque, usada como arma política, logra uno de sus objetivos primordiales: desmoralizar,  hacer creer que por mucho que luchemos para cambiar las cosas, la situación seguirá con la violencia y la anomia que la caracterizan, pues las leyes se manejan de manera discrecional buscando que el ciudadano concluya que es inútil cualquier esfuerzo por responder o contraponerse a lo que ocurre. Lo que se busca, más allá del sometimiento individual, es generar y afianzar un estado de postración y resignación social, de silencio social que va en contra de las dinámicas democráticas.

 

La impunidad da inmunidad a lo que sirve para dominar

Una de sus manifestaciones más peligrosas en Venezuela es el aliento que, desde medios de comunicación del Estado-gobierno, recibe la abyecta delación, es decir, la legitimación del sapeo, que acusa  y criminaliza, detiene y encarcela sin pruebas ni el debido proceso a vecinos, a dueños de pequeños negocios en los barrios o empresas; a líderes comunitarios, a estudiantes contrarios al gobierno;  a políticos adversarios, usando la siniestra figura anónima de lo que la revolución bolivariana ha dado por llamar “patriota cooperante”. Esta forma de impunidad, legitimada por el poder -aplaudida a los cuatro vientos con el silencio de intelectuales, líderes políticos y sociales, profesores universitarios, quienes se autocalifican como “revolucionarios y humanistas”-, ha sido el origen de atroces episodios de persecución y exterminio social en la historia. Es el odio social hecho política.

 

La impunidad atraviesa la columna vertebral del ejercicio ciudadano pretendiendo herirlo de muerte al dejar de garantizarle los derechos civiles,  políticos, económicos, sociales contemplados en la Constitución Nacional. Por ello hablamos de crisis del Estado de Derecho en Venezuela.

 

La inercia

La inercia es cómplice de la impunidad. Esta sociedad está intoxicada de inercias que le hacen el juego. ¿Cómo cambiar este orden de cosas, estas dinámicas sociopolíticas que nos atoran en la tentación autoritaria y su aspiración al logro de una sociedad obediente?

 

La rebelión

Camus nos dice: “Me rebelo luego existo”.  

 

Y la más trascendente de todas las rebeliones ante este clima de opresión es la rebelión ciudadana, organizada, pacífica, demandando en cada espacio en los que incidimos respeto a las instituciones democráticas, respeto al voto y al derecho a elegir a otros que puedan gobernar de manera diferente; respeto a pensar distinto, a no estar de acuerdo con cómo se conduce la nación; respeto a la dignidad de todos y cada uno de los venezolanos, respeto a la inteligencia  del pueblo; respeto a los derechos civiles, sociales, económicos, políticos en esta hora aciaga del país. Respeto a la vida.

 

Esta rebelión es lo que va quedando, cuando la asfixia del poder se va robando el oxígeno de la democracia.

 

Este llamado a la rebelión de Camus nos convoca a apelar a prácticas de libertad como respuesta a las prácticas de opresión. Saciados y estragados ya de patria (Herta Müller dixit), debemos optar y luchar por un país pleno de libertades democráticas para todos, hasta lograrlo.  

 

No por nada, Octavio Paz nos señaló que “la libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”.                                                                                        

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