La caída final

Por Jorge Olavarría 

@voxclama

 

 

 

Un ensayo escrito en 1976 anunció la caída de la Unión Soviética, el primer país comunista de la historia. Quizá fue un ejercicio académico, un divertimento intelectual, especulación ociosa que expuso lo que nadie se atrevía a anunciar. El sistema comunista, que progresivamente se había regado como una epidemia planetaria durante buena parte del siglo XX, (60% de mundo) estaba dando señales de acabamiento. Emanuel Todd, en su ensayo, analizaba la descomposición de la Unión Soviética y su inevitable colapso. Muchos otros autores habían descrito la podredumbre interna de la Unión Soviética y de los estados policiacos satélites. El bestseller “The Russians” de Hendrick Smith o “URSS The Corrupt Society” de Konstantin Simis, analizaban (con matices occidentales) la cotidianidad rusa o soviética donde se podía leer entre líneas que el derrumbe era posible. Pero no era inevitable. Atreverse a anunciar el desplome total de esta prevalente ideología, entonces, era osado. En la URSS, dado el patente desgaste y la decadencia reinante, lo probable es que surgiera algún nuevo demagogo extremista que barriera con los “moderados” y recomenzara nuevas purgas asesinas acusando a detractores y reformistas de todo tipo de crímenes contra la patria, contra la revolución y contra el pueblo.

 

Pero ya estaba gastado eso de culpar a agentes imperialistas, vende-patrias, contrarrevolucionarios, saboteadores, bachaquerovskis, y todo lo demás. Además, nadie podía refutar el hecho que luego de casi sesenta años cavando en búsqueda del oro de la igualdad comunista, lo que habían conseguido eran las letrinas de la hipocresía, la corrupción e inmunidad de los todopoderosos enchufados, o apparatchik.  Por suerte, el pragmatismo de Gorbachov se negó a  seguir aceptando el espejismo. Si esta hecatombe no se componía hoy, mañana ¡¿quién sabe qué clase de horrores le deparará a las futuras generaciones? La Unión Soviética estaba en quiebra, apenas con recursos suficientes para mantener a un estado policial y a otros estados marxistas parasitarios como Cuba. Era un enorme país, una potencia militar, con una población de esclavos desmotivados. El experimento comunista no estaba en crisis, ¡había fracasado! La fuerza motivacional original si acaso eran frases vacías y pancartas de comandantes camaradas devenidos cadáveres. Ya a nadie ni le importaban. Nadie creía en el evangelio de Marx ni en sus profetas.

 

De hecho, este fenómeno no solo se presentaba en la Unión Soviética. Todos los países –grandes y pequeños—que habían sido encaminados por la senda socialista, estaban en condiciones similares. En China, más temprano había irrumpido otro líder pragmático, Deng Xiaoping, quien asumió el reto explicándole a su pueblo que las reformas económicas eran una nueva manera en que los chinos veían al socialismo, el decir, reconocer y aceptar al dragón que tanto les había costado combatir—el capitalismo, libre mercado, libre competencia, ¡productividad! pero sin democracia, ni libertad de expresión,  ni multipartidismo. El poder seguiría centralizado aunque la economía se liberara. El comunismo, controladora de las libertades para que el hombre no explotara al hombre, habían fracasado totalmente. No es hipérbole. Los argumentos de Marx estaban demolidos. El capitalismo, vaticinado como en fase de autodestrucción inevitable, con todas sus perversidades inherentes, se había ajustado, modificado, auto regulado y seguía vivo. Si acaso, ninguna de las naciones desarrolladas capitalistas “evolucionó” hacia la ineludible amparo del comunismo, al contrario a lo predicho por Marx. De hecho, la nación y fuente más vigorosa del capitalismo, los EEUU, en los años 70 triplicaban porcentualmente a cualquier nación que se anunciaba “socialista” en la inversión (PIB) para el bienestar social—es decir, educación gratuita, viviendas para grupos de bajos recursos, auxilio de medicina social y toda índole de asistencias sociales, o socialistas.   

 

Y, al otro lado, al contrario, el socialismo predispuesto para naciones desarrolladas, habitualmente aparecía en naciones subdesarrolladas, pobres, abatidas por el legado colonialista, generalmente luego de revoluciones golpistas que parieron todo tipo de dictaduras atroces, medievales, feudales, expropiaciones, exilios, desapariciones, genocidios, todo dentro del evangelio marxista—en nombre del pueblo, la igualdad y toda esa paja, manteniendo a los individuos incapacitados de superarse en el lodazal del colectivismo asfixiante. En esos días, (años 60 y 70) no pasaba un mes sin que en algún rincón del mundo un nuevo demagogo formara un gobierno que solemnemente se declarara socialista o comunista, ergo, bajo parámetros Marxistas y sus anexos… (..sea Leninista, Estalinista, Maoista, Castrista, Trotskista y como si no bastara, por último, en el siglo XXI, ya con solo dos países auténticamente marxistas en el mundo; (Cuba y Corea del Norte, cuyos liderazgos se quedaron rezagados en la adición del poder feudal manteniendo a sus poblaciones hambreadas y en el retraso), es cuando de un país, Venezuela, que había logrado pero no perfeccionado la democracia, surgió una melcocha ideológica marxista titulada “del siglo XXI” o “Bolivariana” liderada por un militar golpista, de un poderoso verbo revanchista). El caso es que HOY ya los grandes ideales marxistas, colectivistas, de justicia social, de revoluciones, están extintos. No fueron vencidos o derrotados. Se extinguieron porque NO funcionan.

 

Aunque desprovistos de todo ideal marxista, los gobiernos comunistas de China y sus satélites siguen en pie. Gobiernos marxistas que paradójicamente, sin duda, sus economías híper-capitalistas delatan la costosa pifia de Marx …y uno se pregunta si los muchachos y niños chinos cuando sacan sus abundantes yuanes de sus bolsillos, saben quién era el genocida que aparece en todos los billetes multicolores (del 1, 5, 10, 20, 50 y el 100 en rojo) porque ciertamente no deben estar informados de la costosísima locura colectivista (la más alto en vidas humanas) que representó Mao, el exaltado padre de la República Popular, cuyo legado, en la praxis, también se evaporó.

 

De todas las colectividades a las que se les impuso alguna variable socialista en el siglo XX, quizá una logró hacerse autosustentable siendo que producían con poco esfuerzo y en abundancia algo que el mundo estaba dispuesto a pagar al precio que fuera. En este “paraíso socialista” se llegó efectivamente a, por ejemplo, erradicar la pobreza (teniendo que importar trabajadores pobres de países vecinos).  Combinaba el marxismo (economía centralizada, virtual eliminación de la propiedad privada, expropiación y redistribución de bienes, industria, tierras) con el clásico despotismo paternalismo oriental (que a menudo es místico).  Esta versión que puede definirse como paternalismo de estado (extremo) solo es posible en países con una población escasa, con exigua educación, y mucho de petróleo. A cambio de una fidelidad casi de animales domésticos, al leal ciudadano se le garantizaban todas sus necesidades y algunos lujos. Desde educación, casa, comida hasta vehículo y recreación. El libre mercado es reemplazado por el libre mendigo. Este vergel le duró a Gadafi desde su golpe de estado en 1969 hasta 2011. Terminó como se inició, con violencia y muerte.

 

Son muchas las diferencias y variadas las consecuencias de los múltiples colapsos de la ideología marxista en el mundo entero, pero casi siempre tienen dos aspectos en común. La iniciación y la etapa final. El evangelio del marxismo le da una energía tremenda a los inicios revolucionarios, que son producidos por una masa crítica de personas asediados por tanta desigualdad, es decir—que sienten que sus patrias y sociedades les han bloqueado el camino al ascenso económico, social, político y ya no tienen nada que perder. Y luego, el final, que no es necesariamente iniciado cuando las sociedades se dan cuenta que han sido conducidos a un aturdidor laberinto sin salida donde se les trata como pueblo, como masa, como proletariado, como tropa. Como ganado que es marcado para poder comprar comida. El final llega cuando algo sucede que hace que el individuo se canse de relegar su potencial, su individualidad, por una supuesta ideología de justicia e igualdad que nada tiene de justicia y la única igualdad conquistada es la del sometimiento y la melancolía. Cuando se llega a esa fase, es que se puede ver de qué están hechas las personas. Hay quienes prefieren huir. Hay quienes dejan de decir ¡basta! y pasan a actuar. Retiran de sus vidas las ideas (ajenas) que no funciona. O, como diría Deng Xiaoping, “No importa si el gato es negro o blanco con tal de que atrape ratones.”  

 

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