Cuando nos hicimos magos

Por Ángel Arellano

@angelarellano

 

 

 

Breve relato sobre la escasez en la Venezuela bajo el signo del autoritarismo

*

Si los ojos de aquella mujer narraran todo lo que han visto, capaz ofrecieran un relato detallado de la vida del venezolano promedio, el que brinca charcos que crearon las tuberías rotas, invierte buena parte de su tiempo en la irritable espera del autobús de turno o guarda en las gavetas de la cocina algunas velas para iluminar la casa cada tanto, cuando el apagón visita y se queda a dormir.

 

Ella descendía del bulevar de comercios que hacen antesala al Hospital Luís Razetti de Barcelona. Caminaba apurada con un trío de bolsas en la mano derecha, el morral de madre a cuestas y la criatura entre sus hombros. Un pañuelo de una tela rosada y delgada, con el centro transparente, producto del uso y desgaste, protegía al bebé del sol anzoatiguense. El calor evaporaba cualquier atisbo de sonrisa en un rostro que parecía invadido por el estrés y la incertidumbre.

 

Cuando una de las bolsas que llevaba cayó al suelo, apresuré la marcha para ayudarla.

               

– ¡Epa! Espérate. Aquí está tu bolsa.

 

No era una mujer mayor, capaz tenía mi edad. Era exagerado pensar que superara los 25 años. La bolsa contenía un paquete de 32 pañales y en su mano llevaba otro idéntico. Recordé que aquella mañana la gente corría de un lado al otro, y a los pies del hospital, se observaba una fila de más de 400 personas, de acuerdo con mis estimaciones a vuelo de pájaro: esperaban comprar pañales en una farmacia, un producto atesorado en la Venezuela de la escasez y el hambre.

 

– ¡Coño! Gracias, creí que te la ibas a llevar –respondió luego de un sorbo de aire que la tranquilizó.

 

– ¿Y por qué me voy a llevar esos pañales? Eso no se hace.

 

– Carajo, si eso es lo normal. La vez pasada estaba en el (Abasto) Bicentenario cuando se armó un rollo ahí. La Guardia llegó justo después cuando iba saliendo con las bolsas y me quedé sin nada por culpa de aquél peo en medio del gentío. Menos mal que andaba sola.

 

Periodista al fin, no pude asfixiar una pregunta.

 

– Ah, pero no andabas con tu niña por ahí, que bueno.

 

– No es mi chama, es mi sobrina. La traje al hospital anoche porque no le bajaba la fiebre y no conseguía un remedio. Hoy temprano le dieron de alta porque no hay donde tenerla y le bajó la calentura. Me metí en esa cola a ver qué había y compré rápido porque me vieron con la niña, porque si no, bueno, estuviera llevando más sol que una teja.

 

La acompañé a cruzar la calle y se detuvo debajo de la sombra que brindaba una panadería justo enfrente de la parada de camionetas y camiones que hacen de transporte público.

 

– ¿Cómo haces para cargar todo eso? –volví, curioso.

 

– Así como voy, con todo encima. No has visto nada. Cuando se consiguen las cosas, la harina, la leche o el azúcar, a veces en los chinos o en el mercado, uno aprovecha, y como venden regulado, cargas con lo que te dejen llevar, si no ¿qué vas a comer?, ¿qué comen los carajitos? Uno aguanta hambre a veces, pero los niños no tienen la culpa de lo que está pasando –respondió.

 

Su aclaratoria fue un desahogo. Cuando agregaba líneas al diálogo, inhalaba aire con fuerza, dejando entrever alguna dificultad respiratoria de diagnóstico desconocido.

 

– A veces pareciera que fuéramos magos rindiendo la comida, estirando todo, pidiendo fia’o, de aquí para allá.

 

La criatura debajo del pañuelo contaba algunos meses desde su llegada al mundo. Su vida, tan frágil, dependía de aquella mujer que había dormido algunos minutos en los pasillos del hospital esperando la buena nueva del médico de guardia para retornar a casa. Nunca abrió los ojos, entregada a un profundo sueño en el sauna de los mediodías de barceloneses.

 

**

 

El relato de aquella mujer resultaba la encarnación de todos los titulares de la prensa: crisis, escasez, caos, sufrimiento. Como si las noticias se hubiesen consumido en un solo parlamento.

 

– Espéreme un segundo aquí, por favor –notifiqué para desplazarme hacia el mostrador y pedir dos botellas de agua. Había visto que un hombre salía del establecimiento con un par de cajas de agua mineral, cosa sumamente extraviada de las neveras de los comercios.

 

Pagué ambas botellas con 30 bolívares. Cuando se la acerqué a la mujer, noté en su mano izquierda la áspera textura de quien las usa para trabajos arduos. La escoba, la esponja, el cepillo, la ropa, los niños, el martillo, el alambre, el destornillador, el machete y todos los implementos que pasan a diario por esas manos, develando más sacrificio y esfuerzo que detalles de manicura y cuidados delicados.

 

Aproveché para repetir algo que por lo general había escuchado en muchos lugares.

 

– ¿Cómo no vamos a estar viviendo las miserias de esta crisis si con lo que vale un dólar yo compro por lo menos 46 botellas de agua como esta? Las dos me costaron 30 bolívares y el dólar está en más de 700 bolívares. Me pregunto si solo la etiqueta puede tener ese valor. Este desbarajuste nos tiene a todos así como anda usted, con una mano en el sustento y con otra cargando la vida.

 

– Gracias por el agua, chamo. Allá arriba en el hospital no hay nada. En toda la noche tomé un jugo que me dio una señora que estaba conmigo, durmiendo sentada en un pasillo, porque no hay sillas, no hay algodón, no hay jeringas…

 

Su voz era el canal por el que se expresaba la tristeza y la indignación. Un segundo bastó para que el quebranto inundara los ojos de aquella mujer y rompiera a llorar.

 

Supe que se llamaba Luisa porque un motorizado que la reconoció gritó el nombre antes de levantar la mano para saludarla. Contó dos o tres detalles de su pernocta entre zancudos, calor y rezos de los parientes que esperaban la mejoría de sus familiares en el hospital. Fueron 10 ó 15 minutos de conversación y a mí me parecía que conocí toda su vida. Lo que salía de su boca era una imagen de lo que se veía en todas partes. Nunca fue tan difícil vivir en un país en el que todo había parecido ser siempre fácil.

 

Persistí en mejorar la radiografía que ya tenía sobre ella y lancé otra interrogante.

 

– ¿Y tus niños estudian?

 

– Bueno, los dos grandecitos sí. El otro está muy pequeño todavía. El mayor tiene ocho años y vive con mi mamá en Guanta, allá está yendo a la escuela. Ella me ayuda porque no podemos tenerlos a todos en la casa.

 

La calculadora que montaba guardia en mi cabeza comenzó a hacer estimaciones de la edad de la mujer con respecto a la edad del hijo mayor. –Si efectivamente tenía 25 años, como yo creía, dio a luz por primera vez a los 17 años –pensé, una edad por lo demás precoz, común denominador en la mujer venezolana que reproduce a nuestra raza.

 

No había tiempo para digresiones. Ella continuaba su cuento.

 

– Nada más con los útiles uno se vuelve como loca –prosiguió. –La escuela pide y pide pero ¿cómo se hace si no alcanza? Aquí los únicos que tienen dinero son los que están metidos en mafias o los que andan por ahí revendiendo carísimo. En el barrio los que tienen bastante dinero son los malandritos que después que el gobierno les dio de todo, porque por allá incluso fue una vez un concejal con una gente de la alcaldía y hasta motos rifaban en unas bebederas de cerveza y anís que montaban, ahora no hayan qué hacer con ellos porque andan robando a todo el mundo pistola en mano.

 

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