El Picure: una vida dedicada a dar muerte (Parte II)

El siguiente trabajo es un relato recreado de manera imaginaria, que cuenta de forma cronológica los hechos de una noticia real a través de metáforas y narración periodística.


El picure

“Todo tiene su final, nada dura para siempre”

Hector Lavoe.

Primera parte de este relato

¡GO, GO, GO, GO!—

Las balas lo despertaron.  Levemente herido dio órdenes de contrarrestar el ataque —Con todo, con granadas, con balas, con la vida si así lo amerita, maten a esas brujas—. Miles de oficiales se habían desplegado  sistemáticamente por las calles de “El Sombrero” su misión, objetivo y sentido era dar muerte una vez por toda a José Antonio Molina.

 

—Cuidado con las casa, eviten los daños colaterales— Ordenó el mandamás de la operación. Los vestidos de verde oliva marchaban estratégicamente, habían estado esperando ese momento por cuatro años. — Disparen, disparen—.

El suegro y dos cuñados de “joseíto” comandaban el contra ataque. —José está un poco herido. Matemos a esos bastardos—  La guerra, como tildaron diversos medios a la operación madriguera, había comenzado.

Durante las primeras horas de combate, cayó mucha gente. Entre ellos, familiares de El Picure, unas cuantas novias de él y uno que otro elemento de la ley.

¡CABUM! Un potente ruido dejó  sordos a todos lo que se encontraban alrededor de la casa central de El Picure,  “el estallar de una granada es lo peor” comenta un joven policía.

***

 

RING, RING. El celular sonó. Está llamando señor—, —Atienda soldado

 

—Los voy a matar a todos. A cada uno de ustedes, primero por mi hermano y segundo por mis novias— Decía una voz al otro lado del auricular.  —  los voy a matar se los juro— recalcaba.

 

—Señor Molina, es mejor que se entregue, mire como quedó su hermano— Le respondió un alto mando militar.

 

—Tengo el poder para matarlos a todos. Ya verán lo que les haré. Esto es una guerra y a muerte. —

 

—Iremos a todo entonces— Colgó. 

***

Horas más tardes

En las paredes de la casa de aquel viejo barrio de El Sombrero se escribía a punta de balas la historia del desenlace de José Antonio Molina. Los proyectiles perforaban las paredes de cemento. Entraban en una casa y salían en otras. Los vecinos se echaban al piso.

 

—Padre nuestro que estas en los cielos— Rezaba doña Esperanza al lado de sus hijos y sus nietos. —Calle mamá, calle—En otra casa de la misma cuadra un joven se desangraba producto de una bala sin destino —Mijo, mijo, resista. ¡AYUDAAA!, no, no te lo lleves, Dios —decía una señora de edad avanzada.

 

—Párate de ahí mano. Vamos por ellos— le decían al hijo del pescadero, al que cariñosamente le habían puesto “El Picure” —Párete mano. Vamos a matar a esas brujas— le recordaban a José Antonio Molina.

 

Como si fuera guerrero, el picure se colocó su armadura acolchonada,  en vez de usar su excalibur  uso un rifle perteneciente a algún elemento de la Fuerza Armada Nacional.

El sol comenzaba a salir.  El sudor se deslizaba por el rostro de los gladiadores. Ninguno de los dos se detendría.  Un coro de detonaciones se elevaba desde lo alto. ¡Pla,pla, pla! ; ¡CAMBUN!; ¡PRA, PRA, PRAA,! Cantaban las armas.

En este plan se hicieron las 12 del mediodía. José se percataba de que cada vez quedaban menos de sus hombres.  —Me voy, me largo de aquí. Nadie me va a matar — pensó El Picure, a eso de las 3 de la tarde. Cuando al igual que un mono se trepó por las paredes de su fortaleza. —Capitán se nos va, se nos va— dijo un militar. —Tras de él— Ordenó un hombre.

Las balas comenzaron a rozar. El cuerpo de José Cayo en un gallinero. Mientras estaba ahí vio a una pareja  y a un niño —Si hablan mato al manquito catira. Me importa un carajo, así que calladita, ok— le dijo a una mujer señalando a su hijo en silla de ruedas.

 

—¡ADENTRO, ADENTRO! — gritó rápido un guardia quien se dio cuenta que El Picure había entrado en un casa vecina a la de él.

El Picure se puso de pie por un momento,  y un momento basto. Todo fue negro, oscuridad, silencio. —Mierda, no— fue lo único que alcanzó a decir, antes de desplomarse como un puente en el piso de tierra.

 

—Está muerto, está muerto, detenga el fuego, aquí está mi hijo, está muerto, está muerto—  Decía una  no tan particular rubia. —Al piso mujer, al piso o disparo— decía un militar. —Pero está muerto, está muerto, repetía la dama muy alterada—

 

—Comando cayó, que El Picure cayó—Dijo por radio un  militar a un grupo que esperaba afuera,  mientras tanto,  apuntaba a la chica que solo tenía una bata puesta. 

— Entremos a mi señal, comando. Recuerda, a mi señal—

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Sangre, fotos y muerte

Adentro todo era sangre. Apesta a metal en el patio, el piso estaba resbaladizo, la tierra se teñía de un extraño negro. Los elementos de la ley se acercaron velozmente al cuerpo de José Antonio Molina. Un joven lo patio, sin quitarle el arma de encima.  Se agacho para tomarle el pulso y acertó — Sí mi general. Está muerto—

Cantaron victoria. Se abrazaron. Se dieron las manos. Dispararon al aire. Gritaron. Festejaron, eso y muchos más hicieron los funcionarios, una extraña felicidad se apoderó de todos ellos. Habían acabado por fin con un capitulo en su vida, un capitulo que había durado muchos años y había costado muchas vidas.

Rápidamente y sin temer nada desalojaron la casa. Se quedaron solo ellos, poco a poco entraron todos los elementos de la ley que quedaron afuera, iban a comprobar la noticia.

 

—Sí, sí, esta vez lo hicimos mano— Dijo eufórico y excitado un policía. Que sin temor a Dios, ni al diablo, comenzó a fotografiar el asqueroso cuerpo de El Picure. Uno que estaba cerca de él, se acercó  se tomó un popular selfie con José.

 

—Ahora me toca  a mí, cabo, cabo, ven para que me tomes la foto— Ordenó un militar que luego adoptó una pose burlona, como para retar a la muerte.

 

Todo tiene su final, nada dura para siempre

 

Ramsés Rosero B.
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