La Sociedad Global del Conocimiento y sus adversarios

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Si vemos las noticias del día, experimentaremos un escalofrío fantasmal: ¡Miedo! Da la impresión que la realidad se ha teñido de violencia iracunda, atrocidades indecibles, crímenes impunes y líderes cerriles erigidos en redentores; en fin, desprecio por la vida, los valores y el ser humano. Aparentemente, tendrían razón aquellas voces apocalípticas que anuncian el fin de la civilización tal y como la conocemos.

Pese al entusiasmo agorero, parecería que, antes que un sepelio, asistimos al nacimiento, doloroso pero innegable, de un mundo nuevo: la Sociedad Global del Conocimiento (SGC). Las perversidades que nos estremecen confirmarían lo que la historia enseña: el empuje de las luces y el progreso encuentra resistencia en tendencias ancladas en el pasado.

El hecho que corrobora este parto es empíricamente demostrable: la sociedad en general, y la economía en particular, dejan de orbitar en torno al capital, el trabajo y los recursos naturales, para centrarse en el conocimiento y en su hacedor, el individuo libre. Sin lugar a dudas, en este instante, la fuente más importante de prosperidad y desarrollo humano es el conocimiento.

Para quienes se frotan las manos anunciando el fin de los tiempos, es bueno fijar la mirada en un hecho indudable. Si en 150 años -entre 1750 y 1900-, el capitalismo dio forma a una economía mundial y a una civilización global, en pocas décadas la revolución tecnológica que atestiguamos impulsa el avance de la economía y la cultura a límites insospechados. Sin duda, los países que experimentan mayores niveles de adelanto son aquellos que orientan sus economías hacia la producción y distribución de conocimiento, no así de objetos. Avanzamos en la edificación de la sociedad postindustrial.

Si bien la historia conoció varios períodos de acelerada invención técnica y tecnológica -muchos de los cuales produjeron cambios indelebles-, lo que hace única a la transformación actual es su velocidad y alcance. Estemos o no conscientes de ello, incluso a despecho de nuestros gustos y creencias, somos parte de la globalización que interconecta a seres humanos, economías y culturas.

Allí donde florece con mayor vigor, la SGC muestra que se nutre de condiciones indispensables:

Libertad y conectividad. Si el conocimiento es el insumo esencial, éste sólo puede germinar en un ámbito que fomente y preserve la libertad individual. La interconexión de individuos libres se constituye en la base de la innovación, punta de lanza del progreso y la realización de las naciones y de las personas. Este imprescindible ámbito de libertad que moldea a la SGC, es incompatible con toda forma de control y centralización, no sólo porque hizo y hace improductivo el capital, sino porque frena el impulso del conocimiento al negar la pluralidad y el pensamiento libre.

Democracia. La SGC requiere de un entorno institucional y axiológico que proteja al ser humano y que permita perfeccionar sus talentos y potencialidades. Por ello demanda el respeto riguroso a las instituciones y a los principios que inspiran la Democracia plena, como la pluralidad, gobierno limitado, libertad de expresión y los Derechos Humanos.

Sociedad educativa. La SGC exige que la sociedad asuma como prioridad la educación y la cultura. Tarea titánica y de largo aliento. Urge un profundo cambio en las conservadoras creencias y costumbres de la población, fuertemente afincadas en el apego a la incultura, la banalidad, la corrupción y el rentismo. Los actores educativos tienden a convertirse en los modelos del quehacer privado y público. La sociedad comienza a entender la importancia de relacionar el presente con el futuro y lo limitado y hasta ocioso que resulta hacerlo con el pasado.

Clase política. Si los partidos políticos son agrupaciones de ciudadanos con el objetivo de alcanzar y/o mantener el poder, hoy en día deben constituirse en organizaciones de educación, cuya labor central sea formar dirigencia política, militancia permanente y ciudadanía educada. Son el baluarte de la solidez institucional. Reducir su desempeño al marketing electoral, no sólo es una perversión de sí mismos, sino que convierte su misión en pirotecnia electoral que alimenta y promueve la ignorancia ciudadana, el caudillismo incivil y la inmoralidad política.

Instituciones educativas. La SGC necesita que los centros educativos promuevan una estructural metamorfosis: de museos –incluso cementerios- del conocimiento, a verdaderos núcleos de formación de seres humanos creativos e innovadores. Para ello deben impulsarse drásticos cambios administrativos, infraestructurales y, sobre todo, culturales, que prioricen identificar y desarrollar los talentos individuales. Sin duda, el paradigma es una educación humanista, personalizada (adaptativa) y orientada al desarrollo medible de competencias.

Competencias de base. La sociedad que nace necesita que los ciudadanos adquieran ciertas aptitudes que faciliten su desempeño en el nuevo mundo. Las más importantes: 1. Aprender a ser, se refiere a la Inteligencia Emocional, base para el ejercicio consciente de la libertad individual. 2. Aprender a conectar, referida a la Inteligencia Social, fundamental para cultivar la empatía, la solidaridad y la interacción. 3. Aprender a aprender, esencial en una época signada por la impetuosa floración del conocimiento. 4. Aprender a crear, implica una transformación del proceso de enseñanza-aprendiza que haga de la labor educativa una acción altamente productiva y enriquecedora, asentada en la premisa de “aprender haciendo”; esta última competencia supone el acceso y uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y su transformación en Tecnologías del Aprendizaje y el Conocimiento (TAC).

Los adversarios

Al momento, es posible identificar a las fuerzas reaccionarias que se esmeran por frenar el esfuerzo de quienes rasgan el velo de la ignorancia y enarbolan el estandarte del conocimiento y de la luz. Alimentadas por diversas fachadas ideológicas, todas ellas provienen de una misma matriz: el nacionalismo, ideología que desempeñó un papel revolucionario entre los siglos XVII y XIX, al servir de ariete para acabar con el viejo régimen. A partir de entonces, y luego de la constitución de la economía mundial (fines del siglo XIX), sólo ha causado penurias y vilezas.

En sus inicios, el nacionalismo se mostró teñido de postulados liberales. Su objetivo era terminar con el régimen monárquico a través de la creación de estados nacionales soberanos, en los cuales se harían efectivas las aspiraciones libertarias. Sin embargo, la marcha de la modernidad y su constitución en economía mundial entró en contradicción con su sustrato premoderno, expresado en la definición de la comunidad como único referente identitario.

De esta forma, el nacionalismo no es sólo una ideología reaccionaria en tiempos de la economía mundial, sino que se constituye en el adversario más beligerante de la SGC debido, principalmente, a su afán por impedir la autodeterminación individual –pilar de la modernidad y de la nueva realidad-, esforzándose en diluir al individuo en masas amorfas y dúctiles para luego someterlo, usando como coartada conceptos como clase, raza, religión, patria o nación.

Sin duda, se trata de una ideología regresiva porque aspira retornar a épocas en las que el individuo vivía bajo la égida de la comunidad. Para el nacionalismo, somos lo que fuimos. Su objetivo no consiste en edificar el porvenir, sino en regresar al origen, generalmente en su versión edulcorada y romántica. Tiene el retrovisor más grande que el parabrisas.

En los países atrasados es una constante. Su presencia pesa como una lápida que impide su bienestar. En las naciones desarrolladas revive en períodos de crisis, cuando asola la incertidumbre. Mucho más que sus objetivos políticos y económicos, su enorme atractivo recae en la promesa religiosa de “redención”, en momentos en los que las sociedades padecen los efectos desoladores de crisis coyunturales o estructurales. Es, en rigor, una religión secular.

Ahí está, aleteando en aquellos rincones donde cunde la desesperanza, para anunciar la reconquista de la gloria perdida o el arribo del destino añorado, mientras repite su letanía de promesas de castigo para los autores de todas sus desventuras.

Y es que para el nacionalismo, el hecho fortuito de haber nacido en un determinado lugar, de pertenecer a una nación, raza, clase, partido, o de profesar una religión, es razón suficiente para insuflar un sentimiento irracional que otorga cierto privilegio frente al resto de los mortales y que permite, incluso, arrebatar la vida o los bienes de aquellos quienes se rehúsan a compartir su primitiva visión de la realidad. Una versión laica de las cruzadas medievales.

De forma invariable, por donde asoma anuncia el “cambio”, cuyo significado no es otro que afincarse en un pasado redecorado. Parece ser un reloj nuevo; camina, pero marca siempre la misma hora. Es una ideología arcaica, excluyente e intolerante, que cobija prejuicios racistas y xenófobos, y que se alimenta de exacerbar temores colectivos y agravios vividos (reales o inventados), todo ello con el objetivo de mantener un orden tradicional y sectores privilegiados, aunque se asegure lo contrario.

Allí donde habita o resurge, el nacionalismo ostenta un estilo histriónico de hacer política, apocalíptico y mesiánico: el populismo. Ante la debilidad institucional que provoca desazón y el debilitamiento de la individualidad que se expresa en la necesidad de amparo y certitud, el líder nacionalista deviene en caudillo paternal y providencial, infantil y licencioso; feroz, pero no iluso. Su secreto: estimular las pulsiones irracionales para nublar la razón. Sus armas arrojadizas: la demagogia (decir lo que la gente quiere escuchar), el discurso maniqueo (amigo–enemigo) y el temor. Sus seguidores -fanáticos feligreses con una sola fe y un solo señor-, representan un insólito maridaje entre el monasterio y el cuartel. No es un gobierno popular, es el gobierno de la popularidad.

No importa si empuñan ideologías dispares e incluso disparatadas, las corrientes nacionalistas ostentan los mismos rasgos. Según hacia dónde soplan los vientos, son marxistas y demócratas (de por sí, una relación contranatura), además de católicos, protestantes, revolucionarios, conservadores…, al mismo tiempo, y todo lo contrario. Ahí están, generalmente en las portadas. Desde los caudillos del socialismo del siglo XXI, pasando por políticos como Trump o Sanders, las tendencias centrífugas que hieren la unidad europea, hasta el cruento yihadismo, entre muchísimos otros ejemplos.

Actualmente, es posible identificar tres tendencias nacionalistas que se constituyen en tenaces adversarias de la SGC. La retrasan, pero no la impiden.

Totalitarismo

Sin duda, la máxima excreción del nacionalismo. Quienes alzan con ardor las banderas totalitarias, esconden, olvidan o desconocen que el totalitarismo –comunista, fascista y ahora yihadista, da lo mismo- es un régimen de dominación sin límites ni derechos. Se estima que, hasta el momento, es responsable de la muerte de por lo menos 200 millones de seres humanos (no son estadística, son personas asesinadas). No importante de qué color sea su bandera, es la apoteosis de la inhumanidad.

Sus rasgos principales:

Reducción de la individualidad a la colectividad.

Exacerbación de la nación y dentro de ella de un sector predestinado (clase, raza, creyente, militante, etc.).

Concentración de todos los poderes en un partido único y éste en manos de un líder atrabiliario y omnímodo.

Desconocimiento de todo resquicio de Libertad y Derechos Humanos.

Sometimiento del ciudadano al poder discrecional del Estado, quedando conculcada toda distinción entre sociedad civil y sociedad política.

Abolición de la propiedad privada (comunismo).

Grandes potencias

Si bien se constituyen en abanderadas del desarrollo científico y tecnológico, son criaturas del nacionalismo expansionista.

La crítica que hacía el escritor mexicano Octavio Paz a Estados Unidos, le calza a la perfección también a Rusia y a otras naciones con vanidades imperiales: no se puede ser una democracia al tiempo que se es un imperio. Si la democracia fue fundada para proteger la libertad individual, resulta una contradicción y un despropósito “sembrar libertad” a punta de cañonazos. Sobre China, la situación es mucho más cruda: libertinaje económico y terror político.

No debe olvidarse que la Sociedad Global del Conocimiento camina sólo en un ámbito de plena libertad; es decir, libertad económica y libertad política. La primera sin la segunda, es mera piratería; la segunda sin la primera, es prácticamente imposible.

No hay duda que, en un proceso dilatado, las grandes potencias se verán debilitadas por la tendencia inevitable e irreversible hacia la creación de bloques económicos regionales, el fortalecimiento de instituciones intergubernamentales e incluso la creación de organismos supranacionales, cuya misión será preservar la libertad y la democracia a través de disposiciones vinculantes y de acciones de hecho.

Sin embargo, el antídoto más efectivo es el nacimiento de una ciudadanía global interconectada y educada, la misma que, de forma enmarañada, perfila una cultura que es mucho más que la suma de los rasgos culturales nacionales: una cultura global afincada en principios democráticos.

Si la democracia es un régimen que pone bajo control al poder, tal control es mucho más necesario si se trata de poderes con anhelos imperiales.

Nacionalismo tribal

Propio de los países atrasados, expresa la descomposición del nacionalismo; es el límite que anuncia la barbarie. En general, sirve de biombo detrás del cual se camuflan atroces dictaduras e incluso regímenes autoritarios que usan a la democracia para ascender al poder, para luego maniatarla en un frenesí de lujurioso desenfreno autocrático, etapa necesaria -según se afirma- para edificar el paraíso totalitario (socialismo del siglo XXI).

Frente a un nuevo mundo que salta por encima de creencias y valores locales y destaca la individualidad, el nacionalismo tribal responde exacerbando las diferencias, al tiempo que subraya el valor de unas sobre otras (multiculturalismo). De ahí su empecinado esfuerzo en sembrar la idea de que el individuo sólo es posible a la sombra de la colectividad (raza, clase, nación, religión, partido político).

Curiosamente, entre las grandes potencias y los nacionalismos tribales existe un entrevero carnal. Mientras la prepotencia de las primeras exacerba a los segundos, estos últimos, ahogados por su propio desahucio, terminan sirviendo a poderosos intereses, incluso inconfesables (otra vez, el socialismo del siglo XXI es un buen ejemplo). Por si fuera poco, no deja de causar sorpresa escuchar el griterío antiimperialista que censura las iniquidades de EEUU, al tiempo que ampara –incluso aplaude- los atropellos de Rusia o China. Vergonzante.

Lo que en verdad une a los nacionalistas de hoy, no son únicamente sus artificiales arrebatos antiimperialistas, sino también su talante autoritario y antidemocrático, fenómenos propios de la premodernidad. Sobre las grandes potencias, la arrogancia con la que pisan y pasan, y su tendencia a mantener devaneos con los más viles regímenes del planeta (todos de aliento nacionalista), envilecen sus promesas de libertad.

Desahuciado por su inviabilidad ante una sociedad global, el nacionalismo tribal deviene en descomposición moral. No avanza, se repite, y al hacerlo, se corrompe. A su sombra, no sólo nacen y se devoran inútiles élites económicas y políticas que viven a expensas del Estado y que disfrutan de insolentes privilegios, sino que se fomenta la corrupción ciudadana mediante la prebenda y el clientelismo, fenómenos que despiertan apetitos insaciables que terminan por morder con furia la mano de quien los ceba.

Con sus estandartes guerreros, sus líderes predestinados, su séquito de cruzados tribales y su aliento a patrioterismo atávico, allá donde gobierna, el nacionalismo usa y abusa de las arcas públicas, no sólo para mantener el aplauso -a fuerza de corromper a la sociedad y sus dirigencias-, sino para entregarse a un lascivo disfrute. La corrupción es el altar en el que glorifica su obsceno apetito de poder. Como culto, su mayor pecado es la incapacidad de presentar un solo santo.

En su afán de angurria y derroche, no sólo sustituye la institucionalidad democrática por la voluntad omnímoda del jefe y su corte, sino que promueve, perpetra y encubre cruentos hechos, cercanos al salvajismo. No hay que dudarlo: si flamean banderas nacionalistas, la vida no vale nada.

No es todo. Su acción atrabiliaria no conoce límites: obras megalómanas, grotesca misoginia, persecución del pensamiento libre (no tiene opositores, sino fugitivos), condena del mérito, premio a la obsecuencia y castigo con encono para quien ose abandonar la manada.

“Sólo os pido perdón por mi sorpresa. Es la primera vez que oigo hablar de actos tan lúbricos” (Marqués de Sade).

Conclusión

La Sociedad Global del Conocimiento es un hecho. Su avance, ineluctable. Sin embargo, será más fácil sacudirnos el lastre del pasado a condición de reflexionar y asumir conciencia de la nueva era que se abre paso impetuosa.

Para ello, es importante que las organizaciones intergubernamentales, las clases políticas y la intelectualidad, abandonen su actitud pusilánime ante los desenfrenos y el relativismo moral de las tendencias nacionalistas, para constituirse en voceros de la nueva realidad global, no sólo de palabra, sino de hecho. Voluntariamente escogieron ver sin mirar, incluso solaparon y aplaudieron a escondidas el nacimiento de los tambores guerreros. Hasta ahora, sus mezquinos cálculos, su condescendencia, e incluso sus críticas tardías, sólo han servido para alimentar los estériles pero feroces esfuerzos por detener el progreso. Hay mucho por hacer; la nueva realidad exige que, unidos, le abramos paso.

Pese a sus horrores, las tendencias nacionalistas se hallan condenadas. La Sociedad Global del Conocimiento avanza, se expande e interconecta todo, a todos y todo el tiempo. Por donde se mire, se sienten los latidos del mundo que renace. La libertad, el conocimiento y la innovación iluminan un planeta que sitúa a la razón por encima de las ideologías y sus desmanes. El presente anuncia el arribo de un futuro de seres humanos libres y creadores.

“La oscuridad acabará en un nuevo siglo de luz. Nos deslumbrará el amanecer, después de haber estado algún tiempo en las tinieblas” (Jean le Rondd’Alembert).

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