Venezuela ya no teme al tirano

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Los eventos acontecidos durante estos últimos días, particularmente eso de las manifestaciones públicas en su contra y las abiertas traiciones de algunos personajes de su confianza, constituyen otra prueba más del hecho que son muchos quienes están hastiados de su régimen y pocos aquellos que aún se atreven a defenderlo.

Es por ello que la madrugada del 15 de marzo de 1858, antes que canten los gallos, el General José Tadeo Monagas ordena a su secretario, General Luis Level de Goda, que convoque al Doctor Jesús María Blanco, Ministro del Interior, quien será el encargado de redactar el documento de su renuncia a la más alta Magistratura.

Las noticias que llegan desde Carabobo anuncian que las tropas de una revolución, liderada por el General Julián Castro, marcha sin resistencia en dirección a la Capital con el objetivo de derrocar su gobierno, ponerlo preso y juzgarlo por sus fechorías. Ya no hay nada que hacer pues la causa está perdida y dar la guerra no sería una opción sensata, finalmente ha llegado el momento de abandonar el Poder Ejecutivo si aspira salvar el pellejo.

Una vez terminado y revisado el escrito, no titubea el General en estampar su rúbrica en el papel y ordenar que su mensaje sea leído, lo más pronto posible, frente a los Senadores y Diputados del Congreso Nacional. Su última resolución al mando de la Presidencia de la República es delegar al General Castelli, Jefe del Ejército, la conservación del orden público en la ciudad de Santiago de León de Caracas.

Inmediatamente manda a ensillar su caballo y montar sus familiares y pertenencias en un carruaje, ejemplo que no tardan en seguir los funcionarios de su recién extinto gobierno. El plan consiste en dirigirse hasta la quinta de la Legación Francesa con el objetivo de solicitar asilo político y, desde allí, obtener salvo conducto hacia el exterior.

En estos instantes, el chisme de su renuncia ya circula de boca en boca por distintas calles y plazas caraqueñas. Hombres, mujeres y niños colman las ventanas y puertas de sus casas para ser testigos de cómo el General José Tadeo Monagas, cabalga cabiz bajo y con mirada sombría, liderando una caravana de carrozas llenas de funcionarios del “Monagato”que intentan abandonar el país para disfrutar en paz de sus fortunas mal habidas.

Entonces lo que pintaba ser un corto y tranquilo camino hacia la Legación Francesa se convierte en una prolongada, vergonzosa y acontecida procesión. La gente, que hasta hace poco le tenia pavor, comienza a mostrarle la antipatía que ha venido cocinándose durante diez años marcados por el nepotismo, los abusos de poder y actos de corrupción.

Murmullos inundan el ambiente y terminan por evolucionar en un escandalo en cual se pueden distinguir palabras poco dignas y cultas contra el caudillo y los suyos. El escarnio público se convierte en el látigo que apura la deshonrosa marcha cuando un borracho le atina un pedazo de estiércol en la espalda al jinete y grita a todo pulmón:

– ¡Infames! ¡Hijos de puta! ¡Los deberían fusilar a todos por ladrones y traidores a la patria!-

Un rugido de aplausos y gritos sigue al gesto del ebrio subversivo haciendo estallar una demostración de desprecio sin precedentes en nuestra historia republicana. En menos de un par de segundos comienza a caer una lluvia de excremento, piedras y cualquier tipo de improperios y amenazas sobre el Ex Presidente de Venezuela y la comitiva que lo acompaña.

-¡Muerte a los hermanos Monagas y a los ladrones!- corea la masa enardecida antes de empezar a corretear la caravana que, temiendo por la integridad física de sus integrantes, acelera su paso con el objetivo de escapar al despelote y evitar que ocurra una desgracia.

El General José Tadeo Monagas, sus familiares y algunos de sus ministros logran cruzar las puertas de la Legación Francesa, pero en las afueras del recinto se congrega la multitud y se planta una guardia de revolucionarios con la misión evitar su huida del territorio nacional, apresarlo y ponerlo a la orden de los tribunales para que se le siga un gran juicio nacional por una larga lista de crímenes y violaciones a la Constitución.

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Ni el General ni sus allegados osan acercarse a las ventanas para observar lo que afuera sucede. Por vez primera han saboreado el amargo trago del odio ciudadano y el temor a un desenlace adverso a sus pretensiones los consterna. La experiencia los mantiene en un estado de pánico imperturbable durante largas horas en las que no cesan los alaridos de la muchedumbre.

Ahora es el gavilán el que cacarea.

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Jimeno Hernández
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