No somos colonia

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Se viven tiempos convulsos, en los que los trazos que dibujan nuestra nación se tornan difusos, propensos a la pérdida del horizonte y el porvenir. Por contradictorio que parezca, es en esta época, en la cual Venezuela parece desdibujarse más y más, que se incrementa nuestra pasión por la nación y nuestra inclinación por conocer con mayor profundidad las premisas sobre las cuales se asienta nuestra realidad.

Es dentro de este contexto que hemos venido estudiando algunos trabajos del profesor Germán Carrera Damas. En especial, uno de sus textos más recientes: Continuidad y Ruptura en la Historia Moderna de Venezuela. El argumento principal de este libro puede sintetizarse en la premisa según la cual todo el proceso histórico que ha sufrido Venezuela se entreteje sin cesar, con lo que pudiéramos afirmar, por ejemplo, que no es posible entender el 6 de diciembre de 2015 sin encontrar sus raíces, su razón de ser, en el espíritu plasmado en el Reglamento para la elección y reunión de diputados que preparó Juan Germán Roscio en 1810 para constituir el “Cuerpo Conservador” de los Derechos de Fernando VII, o en los lineamientos plasmados en la Constitución venezolana de 1947.

La visión que ofrece Carrera Damas nos recuerda que en los tiempos aciagos que vive la República, se hace menester no olvidar las causas últimas de nuestra problemática y, al mismo tiempo, las herramientas y el poder que detentan los venezolanos para salir del atolladero en el que nos encontramos.

Entre tantos elementos de los que uno pudiera asirse, queremos destacar un aspecto que a menudo se pasa por alto por la historiografía y nuestra conciencia ciudadana. Es indiscutible que el período previo al bienio de 1810 y 1811, a los venezolanos se nos enseña que el país fue una colonia de España y, por arte de magia, el 19 de abril de 1810 se da un cambio de consciencia en los venezolanos de aquel tiempo y la capitanía general resuelve liberarse del yugo ibérico.

Lo cierto del caso, sin embargo, es que ni siquiera las propias autoridades españolas y los venezolanos de aquel tiempo se consideraban como “colonias o factorías” del país europeo. Por el contrario, los territorios venezolanos, así como sus ciudadanos –con las características propias del sistema de clases de la época– eran parte integrante de la monarquía española, garantizando, al menos en la teoría, una igualdad política entre los peninsulares y americanos.

Si bien es cierto que la práctica desdijo esta afirmación, conviene rescatar para los propósitos de este escrito que la noción de la Venezuela “colonial” no tuvo cabida sino después de la independencia, en una suerte de justificación para explicar cualquier fracaso, debilidad, o imposibilidad para lograr cualquier meta como nación.

De este modo, por el solo hecho de haber sido colonia adoptamos un irredento complejo de minusvalía, gracias al cual, producto de nuestra condición de antiguos colonos y la malvada herencia de nuestros antepasados, se nos imposibilita la consecución de nuestro proyecto nacional. Sin embargo, a nuestro entender, fue precisamente el reconocimiento espiritual de nuestra condición de igualdad frente a los peninsulares lo que permitió gestar las bases de la cultura cívica de lo que hoy es Venezuela. Una cultura cívica echada al trasto por el propio proceso independentista, en virtud de lo cual, se hace manifiestamente obligatorio diferenciar, por una parte, las ideas sobres las cuales se fundamentó la independencia, y por otra, el proceso bélico que condujo a ella.

Ante el proceso de orfandad política que vive la Venezuela de nuestros días, es preciso echar raíces sobre estas premisas olvidadas, y recordar, que el ejercicio de nuestros derechos ciudadanos radica en nuestra propia convicción de que los detentamos de forma inherente e inalienable, y que ningún señorío colonial podrá despojarnos de ellos.

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