Crónica fatídica: cuando la muerte te toca la puerta

La tarde de aquel miércoles 12 abril transcurría con normalidad. Arcadio se encontraba viviendo temporalmente en la casa de su suegra, porque un grupo delictivo del oeste de Caracas lo había amenazado de muerte luego de haber asesinado a su hermano Leonard 15 días atrás.

Arcadio estaba sentado en la sala de la humilde vivienda, ubicada en el barrio Los Eucaliptos de la parroquia San Juan, en Caracas. Hablaba por teléfono con una hija que tenía de una antigua relación, y que desde hace días no sabía nada de él. La infante le preguntó cómo estaba y si pronto lo volvería a ver.

  • ¡Todo está bien!, te prometo que pronto estaremos juntos. le respondió el hombre con convicción, mientras se amarraba los zapatos que su fallecido hermano nunca se pudo estrenar.

La conversación seguía en línea cuando de pronto alguien tocó la puerta bruscamente. En un segundo el ambiente pasó de familiar a tenso, pues los habitantes de ese barrio conocen ese tipo de visitas.

Para el momento Arcadio estaba en compañía de su suegra, su esposa y dos hijos de cuatro años y ocho meses. De inmediato el hombre intuyó que lo estaban buscando a él. Nunca trancó el teléfono, su hija escuchaba cada segundo con intriga.

  • ¡No abra por favor!, le suplicó Arcadio a la dueña de la casa.

Los golpes de los foráneos hacían vibrar la improvisada puerta de metal.

  • ¡Abre maldito! ¡Te vas a morir!, decían desde afuera los hombres sedientos de muerte.

Su suegra entraba en pánico. De alguna manera sabía que era una venganza contra Arcadio y ella no quería sufrir la misma suerte. La presión la impulsaba hacia la entrada.

El hombre le seguía implorando que no les abriera la puerta.

Su esposa desconcertada no entendía lo que ocurría. Con sus brazos trataba de proteger a los pequeños en una esquina de la sala.

Mientras tanto su otra hija, con la llamada abierta, seguía escuchando todo.

Las fuertes amenazas de los antisociales hicieron mella en la cordura de la señora, quien viendo a los ojos a Arcadio, como quien pide perdón, decidió abrir.

Alrededor de 30 azotes de barrio entraron a la vivienda. Entre sus manos llevaban fusiles de asalto Ak-47 y pistolas automáticas. Eran como herramientas de carnicería en manos de jovencitos que no sobrepasaban los 25 años de edad.

Al ingresar reconocieron al hombre que no tuvo más escudo que los muebles que se encontraban en la sala. Los pistoleros sometieron a las mujeres mientras hacían “justicia” con sus manos.

Arcadio suplicó por tercera vez, en esta ocasión por su vida.

  • No me mates, no soy yo a quien buscas, le dijo al malandro que con firmeza ponía su ojo en la mira del Ak, una máquina de fabricación rusa que escupe 10 balas de alto calibre por segundo.

Su hija consternada seguía escuchando el fatídico momento.

Arcadio Alzó la cara, y en ese instante, frente a los niños y las mujeres, el delincuente jugó a ser Dios.

Le propinó 70 disparos en el rostro. Luego de los siete segundos que mantuvo apretado el gatillo no quedó nada de la cabeza del infortunado hombre.

Como si no fuese suficiente el dantesco crimen, el asesino le propinó 13 disparos en el torso, para luego huir de la escena con los zapatos de la víctima, los cuales, como una especie de maldición, ya cargaban con la muerte de dos hombres de la misma sangre.

Los testigos quedaron físicamente ilesos. Su hija en el teléfono sabía que nunca más volvería a estar con él, pues 30 antisociales, en cuestiones de segundos, le rompieron la promesa.

Esta historia fue contada el 14 de abril, desde la medicatura forense de Bello Monte por la madre de la víctima, quien expresó cada detalle con la misma fortaleza con la que contó 15 días antes el asesinato de su otro hijo.

No tiene claro ninguno de los crímenes, no sabe ni quien, ni por qué mataron a sus hijos. Tampoco confía en la justicia venezolana. Solo dejó las cosas en manos de Dios.

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Guayoyo en Letras