El niño y la espada

Cuenta el escritor Carlos Siso, en su libro “Castro y Gómez: Importancia de la hegemonía andina”, una curiosa anécdota sobre la juventud del General Joaquín Crespo y sus inicios como soldado en tiempos de la Guerra Federal.  

Según relata el autor de la mencionada obra, la tarde del 17 de noviembre de 1943, el Dr. y General Roberto Vargas, le refirió en la intimidad de su residencia en la urbanización “Los Chorros” el siguiente testimonio:

-Fui muy amigo del General Manuel Borrego, Jefe Liberal que tenía mucha influencia en la región de Ortiz y había militado en la Guerra Federal por el bando de los Liberales.

El General Borrego era un hombre bueno y muy correcto en sus procederes, por lo tanto bien apreciado en Ortiz en donde fue Jefe Civil durante mucho tiempo. Con frecuencia me convocaba a su despacho y allí solíamos conversar sobre los tiempos de la Guerra Federal y la vida política del país. Lo hacíamos con libertad, pues aún cuando éramos contrarios en modo de pensar, coincidíamos en nuestro credo republicano.

Como yo había nacido en el pueblo de Ortiz, en donde mi padre tenía un hato llamado “Paya”, era muy natural que el tema principal de nuestras conversaciones fuera el General Joaquín Crespo, coterráneo nuestro y hombre a quien ambos admirábamos mucho por sus condiciones personales, especialmente yo por la conducta que tuvo con mi padre después de la guerra del 70.

En una de nuestras reuniones me refirió el General Borrego, en repetidas ocasiones, sobre como había sido él quien reconoció a temprana edad las cualidades del joven Joaquín Crespo y se lo llevó a la guerra para hacerlo hombre.-

Testimonio del General Manuel Borrego según cuenta el Dr. y General Roberto Vargas:

-En los primeros tiempos de la Guerra Federal tuve que abandonar mi hogar en Parapara. El General Regino del Nogales, Jefe militar que comandaba los ejércitos del gobierno en esta región me perseguía y yo tenía miedo de caer en sus manos, porque como él era muy cruel sabía que eso me costaría la vida.

Me interné por las galeras hasta llegar a la población de San Francisco de Tiznados, allí me oculté y pasé algún tiempo hasta aplacada la guerra. Atraído por los afectos de la familia y el terruño regresé al pueblo de Parapara, tomando todas las precauciones posibles.

La primera casa en la que toqué la puerta fue la de mi amigo Leandro Crespo, hombre bueno y querido en el pueblo, curandero de plantas, especializado en hacer remedios a base de una hierba llamada “Tecamajaca”.

Su señora, Aquilina Torres de Crespo, estaba sentada en una mecedora frente a la puerta de la casa y remendaba un trapo. Inmediatamente después de saludarla y desmontar le pregunté si sabía sobre las andanzas del General del Nogales pues en casa de los Crespo Torres siempre estaban bien informados.

La mujer se santiguó en el acto y me dijo que uno de los arrieros le había comentado que le escuchó a un hombre decir en San Sebastián, de donde venía, que el General Regino de Nogales se encontraba en aquel pueblo y se preparaba para marchar en dirección a San Casimiro.

Confiado en la información de Doña Aquilina, entré a la sala, coloqué la espada en la mesa y me senté en una silla a descansar. Momentos después entró un muchachito, uno de los hijos de Ño Leandro y Ña Aquilina. Tenía como nueve años de edad y llevaba sobre la cabeza una camaza quebrada llena de rabuchas de batatas.

Avanzó lentamente hacia la cocina pero se quedó mirándome y al pasarme por al lado se tropezó con el marco de la puerta, se le cayó la camaza y se le regaron las batatas. Después de recoger el desastre y poner las batatas en el pilón, se devolvió a la sala emocionado y no se fijó más en mi, sus ojos se posaron en la espada que estaba sobre la mesa.

Dio varias vueltas admirándola antes de tocarla y pasar sus dedos por el filo de la hoja desde la punta hasta la empuñadura, luego la cogió en sus manos ensimismado, abstraído de todo lo que lo rodeaba, entonces dejó escapar un profundo suspiro. Con mucha calma, se la llevó a la boca, mordió el acero y con solemnidad la volvió a colocar sobre la mesa.

Me emocionó su actitud y agradecido por el interés que mi persona le había despertado, por el culto instintivo que le había rendido a la espada y al mismo tiempo por la seriedad y simpatía de aquel muchachito, convencí a sus padres para que el pequeño Joaquín se fuera conmigo y se hiciese hombre en la guerra.

Me despedí de Ño Leandro y Ña Aquilina, monté al niño en el anca de mi yegua y eché a andar para la casa. Aún no habíamos recorrido unos metros cuando el crio me preguntó:

-¿Usted no tendrá en su casa un chopito para mi?- Yo le contesté que si para no desilusionarlo.

Al llegar a la casa me volvió a reclamar por el chopito y entonces le pregunté a uno de los presentes si tenía una escopeta para recortarla y hacerle un chopito a mi nuevo asistente. Le hice recortar la escopeta y le mandé a hacer doce cartuchos. Al entregarle el arma y las municiones le dije:

-Esto no es para que pelee, sino para que usted esté a mi lado cuidándome. ¿Me oyó?-

Pasado algún tiempo de aquello unas guerrillas enemigas me atacaron. Yo lo dejé escondido con su chopito ordenándole que no se moviera por ningún motivo y me fui a dirigir la lucha.

Al poco rato, enfrascado en pleno combate y bajo de municiones, sentí a mi lado unos tiros, volteé la vista y vi al niño Joaquín Crespo disparando su chopito.

-¿Y qué diablos hace usted aquí?… ¿Por qué ha desobedecido mis ordenes y abandonado la retaguardia donde yo lo dejé?- le pregunté.

El me simplemente me respondió: – No hago nada mi General, yo solo lo estoy cuidando a usted- y continuó disparando hasta gastar sus doce cartuchos.  

Jimeno Hernández
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