La trampa electoral

“Más nunca vamos a entregar el poder político”, declaró Delcy Rodríguez el viernes pasado. Súbito ataque de sinceridad o simple muestra de desprecio por la sensibilidad democrática de la inmensa mayoría de los ciudadanos, que causó estupor, a pesar de que su confesión no incluía nada nuevo. El proyecto político que inició Hugo Chávez con su fracasada intentona golpista del 4 de febrero y después por vía de una imprevista circunvalación electoral que lo condujo a Miraflores sin disparar un solo tiro, no ha contemplado jamás la opción de ceder el poder, por las malas, mucho menos por las buenas. Aunque algunos dirigentes de la oposición más complaciente y algunos de sus escribidores más serviles insisten todavía en eso de que solo a punta de votos saldremos de la dictadura.

Recordemos que la naturaleza antidemocrática del régimen se puso claramente de manifiesto desde la promulgación de los tristemente célebres 47 decretos leyes redactados a mediados de 2001 en el mayor de los secretos, al abrigo de aquella primera Ley Habilitante con que Chávez pretendió asumir todos los poderes. No lo logró entonces, porque su pretensión totalitaria quedó tan perfectamente expuesta en ese paquete legislativo, que el país se puso en marcha de inmediato y meses más tarde, el 11 de abril, estuvo a punto de darle un decisivo giro al proceso político venezolano.

Fracasado el multitudinario “vete ya Chávez” de aquellos días, Chávez recurrió a dos tenazas de una estrategia que hasta el año pasado le permitió al régimen imponer su dominio hegemónico en todas las esferas de la vida nacional sin romper abiertamente los hilos que sostenían el espejismo de su legitimad de origen y desempeño. Por una parte con la implementación sistemática de rondas de diálogo gobierno-oposición para “no matarnos”, cuya máxima expresión fue la Mesa de Negociación y Acuerdos armada por César Gaviria y Jimmy Carter, y por la otra con la celebración de elecciones a cada rato y para cualquier cosa con la participación de unos partidos de oposición que aceptaban las condiciones inadmisibles del régimen a cambio de ser tomados en cuenta y ser reconocidos como oposición oficial.

Esta maniobra le permitió a Chávez y a sus herederos políticos manejar a su antojo la vida política del país hasta que la desaparición física del líder del proceso y el rotundo y creciente fracaso de la gestión del régimen precipitó el estallido de una crisis global cuya devastadora consecuencia política fue la derrota histórica de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias del 5 de diciembre de 2015. Hasta ese punto duró la ilusión del régimen de conservar el poder sin darle una patada a la mesa. Y también hasta ahí duró la paciencia cubana. Como siempre sostuvo Fidel Castro, las revoluciones no se miden en ninguna urna electoral. De ahí su disgusto cuando Daniel Ortega aceptó someterse a los llamados acuerdos de Esquipulas y de ahí sus dudas ante el sinuoso modelo venezolano.

No hay necesidad de recordar los detalles de lo ocurrido a partir de enero de 2016, al asumir los partidos agrupados en la MUD dos terceras partes de los escaños de la nueva Asamblea Nacional. Acorralado por esa derrota histórica Maduro se dispuso en ese mismo instante a gobernar como un ramplón dictador latinoamericano. En primer lugar, desconoció la Asamblea, luego se burló groseramente de sus compromisos con Washington y el Vaticano, finalmente negó todas las opciones electorales dictadas por la Constitución y reprimió a sangre y fuego a los venezolanos durante aquellos memorables cuatro meses de protestas populares, impuso a dedo y al margen de la Constitución y las leyes una espuria asamblea nacional constituyente con poder sobre todos los poderes y utilizó la complicidad de algunos partidos presuntamente de oposición para desactivar la calle y llegar por ahora a esta falsa elección presidencial del 20 de mayo con un único posible candidato de “oposición”, el sargento Henri Falcón, en papel de muy vulgar telonero de Nicolás Maduro.

En el marco de esta realidad política, la declaración de Delcy Rodríguez carece de importancia. Es como llover sobre mojado, a no ser que la entendamos como lo que realmente es: un mensaje directo, “Aquí se acabó el pan de piquito”, dirigido a quienes le buscan al régimen una salida no estrictamente electoral.

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