Venezuela sadiqueada
El gran tratado de Sun Tzu, el Arte de la Guerra, comienza con una admonición: “La guerra es un asunto de importancia vital para el estado. La provincia de la vida o de la muerte. El camino a su supervivencia o a la ruina. Por eso se debe estudiar profundamente”. Por eso -añado yo- se debe asumir con sentido de realidad. Luego de acumular 300 mil muertes violentas en los últimos veinte años ya va siendo el tiempo de reconocer la época que nos ha tocado en suerte. Vivimos tiempos de conflictos intensos, de una violencia aguda, aplicada por quienes deberían cuidar el bienestar de todos, pero que ahora se han convertido en nuestra peor pesadilla. La verdad es que somos víctimas de unos malhechores que se apropiaron indebidamente del estado, una circunstancia que por más de dos milenios ha sido la peor pesadilla de los filósofos políticos: la traición de Leviatán.
Venezuela es un país maltratado por los que han jurado resguardar leyes, garantías y derechos. El peor de los mundos imaginables. Los que llegaron al gobierno bajo las premisas democráticas, se quedaron con el poder y se voltearon contra el pueblo con crueldad inusitada. Sun Tzu lo sabía. La guerra, o si se quiere, el conflicto, deja pocos espacios para los valores asociados a la humanidad. Por eso no hay que bajar la guardia, ni pasar por tontos. No es cosa de recitar poesías ni de repetir sentencias morales. Es algo terrible. Es la guerra.
Un régimen totalitario tiene un sistema de valores dentro del cual entienden la palabra “ganancia”. Para ellos significa quedarse con el poder, no ser responsables de lo que ocurra a los ciudadanos mientras ellos saquean los recursos del país, practican la corrupción, violan derechos, y se confabulan para asolar globalmente los valores de la libertad y la democracia. Ellos creen que ganar es eso. ¿Y nosotros? ¿Qué entendemos por ganar o perder? Ellos creen que tienen el derecho de defender sus espacios “vitales” usando cualquier fórmula. Su forma de encarar el conflicto es total, ilimitado, sin barreras morales, sin escrúpulos. ¿Y nosotros? ¿Cómo encaramos este tipo de amenaza?
Por eso bien vale la pena recordar el grito de advertencia de Sun Tzu. La guerra, y esto es una guerra, siempre se trata de ganarlo todo, o perderlo todo. En nuestro caso se trata de sobrevivir, por eso precisamente, todo vale, porque a Venezuela la están “sadiqueando”. Los indicadores están a la vista. El país está siendo destruido, devastado, vaciado de gente, talento, riquezas y oportunidades. Y se está haciendo sistemáticamente, sin importar los costos. Ellos han venido afinando su voracidad a costa de la ruina de los ciudadanos. Sin comida, medicinas, bienes esenciales, servicios públicos devastados, y ahora, sin gasolina, gas, gasoil, o cualquiera de los derivados, porque la industria petrolera en sus manos está despedazándose. Lo importante es atender a la lógica subyacente: Bien o servicio que se vaya destruyendo va abriendo espacio a racionamiento y exclusión. Carnet de la patria para mantener agonizando a los leales, y total indiferencia con la suerte del resto. Por eso a ellos les va muy bien con la iniciativa de los que deciden irse. Y con los que van muriendo. Para ellos ganar es tener un territorio despoblado de ciudadanos, tierra yerma para que allí surja el “hombre nuevo del socialismo”, sordo a las quejas, ciego ante las fechorías y mudo ante la corrupción. Para ellos ganar es desterrar al ciudadano y quedarse con unos pocos en condición de servidumbre.
Sun Tzu lo tenía claro y por eso con esa frase comienza su libro. No hay sino dos alternativas, la sobrevivencia o la ruina. Los venezolanos lo sabemos. Pero ¿también lo sabrá el régimen que con tanta ligereza pronuncia amenazas y juega a los prolegómenos de la guerra? No hay guerra que pueda tomarse a la ligera. No es cuestión de armas, uniformes, paradas militares, arengas y marchas. Es algo más serio, más rudo, menos elegante. La advertencia va contra todos aquellos que, sin pensarlo demasiado bien, asumen que de cualquier forma y por cualquier manera, pueden iniciar una campaña de exterminio. Los muertos no siempre guardan ese silencio cómplice al que aspiran los tiranos.
Pero la misma advertencia debe hacerse también a los que se deslindan de la obligación de asumir la realidad tal cual es, y por lo tanto pretenden encerrar a la bestia totalitaria usando buenas maneras y argumentos racionales. El tipo de conflicto que vivimos no da para eso. Algunos insisten con terquedad fanática sobre transiciones con elecciones, o negociaciones en las que los resultados son un buen apretón de manos y la superación del conflicto. Nada de eso es posible si asumimos como cierto que el sistema de valores de la tiranía para nada se interesa en las mutuas expectativas asociadas a la convivencia de los que son los diversos. De hecho, las tiranías totalitarias, esta mixtura que se da dentro del socialismo del siglo XXI, donde hay de todo, no son políticas. Son la quinta esencia de lo contrario, son la antipolítica primordial, el uso de la fuerza, la declaración de que los demás estorban, la aniquilación rondando por las mentes de sus líderes, la “solución final” a flor de labios. En eso consiste la Venezuela “sadiqueada”.
Pero la teoría de los juegos hace una advertencia que unos y otros deberían comprender. No siempre querer es poder, porque la propia condición depende de lo que los otros intenten para defenderse de una amenaza, o para intentar la intimidación del otro que es visto como adversario. Amenazas e intimidaciones se cruzan de un flanco al otro, generando una diversidad de opciones que definirá los resultados. Me comentaba recientemente J.J. Rendón que estos resultados no solo tienen que ver con el que se equivoque menos, también va a ser definitorio quien ha concebido la mejor estrategia. Recordemos solamente un caso harto conocido. Israelitas y Filisteos estaban enfrentados en una guerra de asedio que ya duraba más de cuarenta días. Los enemigos de Israel tenían un arma secreta, un poderoso gigante que salía en las mañanas y al atardecer a retar a sus enemigos para que se decidiera la guerra en un combate cuerpo a cuerpo. Nadie se atrevía. Goliat, así se llamaba el gigante, no parecía tener contendor. Se sentía seguro. Un audaz joven se atrevió a aceptar el duelo. Un gigante, guerrero experimentado, debió sentirse seguro. Lo que se le enfrentaba no era motivo de preocupación. Llegado el momento -pensó- lo aplastaría y daría a su gente la victoria. Pero David, lanzó una piedra con su honda, se la clavó en la frente y lo mató. Luego le cortó la cabeza. Así terminó el desafío. Las moralejas son obvias. En este sentido, ya sabemos que no hay enemigo pequeño, ni conflicto que podamos calificar de trivial. La paz es siempre una aspiración trascendental, pero muy difícil de realizar sin pasar antes por la terrible prueba del enfrentamiento de unos contra otros. El conflicto es inevitable. A los venezolanos les cuesta comprender el camino y la trama.
La teoría de los juegos plantea que hay, por lo menos, dos tipos de conflictos. En el primero de ellos, lo que gana una parte lo pierde la otra. O gana Goliat, o gana David. No hay puntos medios. El que gana se lo lleva todo y reduce al adversario a la irrelevancia. A estos conflictos se les llama “de suma cero”. El segundo tipo de conflictos asume que entre los adversarios existe un interés común en llegar a soluciones que sean mutuamente ventajosas. Dicho en el lenguaje de la teoría de los juegos “la suma de las ganancias de cada uno de los participantes implicados en ellos no se hallan fijadas de tal modo que el más de uno signifique inexorablemente menos para el otro”. A estos se les llama “juegos de suma variable”. Claro está que uno no puede imaginar a Goliat y a David, o a Aqueos y Troyanos transándose en una negociación para limitar los daños y concediéndose mutuas ventajas. Cada juego tiene su propia dinámica, y eso es esencial comprenderlo, por lo menos para no errar el curso estratégico. No es que no haya juegos estratégicos donde sea concebible la existencia de un interés común en llegar a soluciones que sean mutuamente ventajosas. Pero eso dependerá de varios aspectos que se deben inventariar:
- De lo que cada uno entienda por “ganancia” dentro de su sistema de valores. Ya sabemos que, en nuestro caso particular, las concepciones de “ganancias” son mutuamente irreconciliables porque el régimen ha planteado un juego de suma cero, y a nosotros no nos queda otro remedio que plantearnos una estrategia de sobrevivencia que depende del total desplazamiento del régimen del poder.
- De la trayectoria del juego, o sea, de si en el transcurso vas ganando o vas perdiendo. Y si con el correr del tiempo se han cometido violaciones imperdonables a las reglas del juego, a la ley y a los derechos humanos. Si en el camino se hace imposible una negociación porque la conducta de una de las partes es moral o políticamente inaceptable. Podría ir ganando una de las partes, pero a un costo tan alto que todas sus ganancias se netean con los costos políticos o económicos. Incluso, de si piensas que vas ganando o que vas perdiendo, independientemente de la realidad, donde el cálculo es mucho más complejo.
- De la percepción que mutuamente tengan de que los objetivos propios tengan una relación de dependencia con las medidas o decisiones que tome el otro. O sea, si el adversario te considera un jugador, o simplemente cree que está jugando solo. En nuestro caso, el régimen cree que puede prescindir de cualquier adversario. Ellos se creen Goliat, y no se saben el cuento de David.
- De la capacidad de cada una de las partes para intimidar al contrincante. Para que una amenaza sea eficaz ha de ser verosímil, susceptible de ser creída, y que su credibilidad puede depender de los trabajos y riesgos que implicaría su cumplimiento por la parte amenazante. En la Venezuela sadiqueada el violador sistemático ha conseguido la forma de tener ventajas en esta instancia. No solo por la crueldad y el uso indiscriminado de la fuerza, también porque las sanciones tienen un desempeño más lento que la violencia que ellos aplican.
- De la firmeza e integridad del liderazgo que está a cargo de dirigir el conflicto.
Los trabajos antropológicos sobre el malandro venezolano dan cuenta de cómo opera el “sadiqueo” contra el país. Pero también echa el cuento sobre cómo termina. Lo asumen como una forma de vida. No es un rol temporal. No es un mandato. No tiene cotas institucionales. Es actitud expresada en conducta irreversible, violenta, sin asunción de responsabilidad, y expuesta permanentemente a riesgos extremos, de vida o muerte, de sobrevivencia o ruina. Venezuela está siendo sadiqueada por el arquetipo del malandro cuyo gran mérito fue haberse robado el estado para aplicar sus propias reglas, un presente continuo de malos manejos, donde no existe ningún otro pasado ni futuro que el que ellos inventan para darle piso a sus alucinadas hazañas grandilocuentes. Tal y como ellos dicen, “vivir viviendo” mientras administran el socialismo de muerte a todos sus adversarios.
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