Es cuestión de actitud
La realidad no tiene atenuantes. Es como es, así no nos guste. Tampoco las personas son susceptibles de maquillajes. En la medida que van siendo, tomando posiciones, afrontando riesgos, argumentando y justificando lo que han decidido, también van demostrando sus quilates y sus puntos oscuros. Los líderes son lo que vemos y ya sabemos de ellos. Demasiado tiempo han pasado en el escenario como para esperar un nuevo performance. Nada diferente cabe esperar de lo que hasta la fecha han sido. En eso consiste el conocimiento, en saber de qué somos capaces nosotros y los otros. Y lo que podemos hacer entre todos. Tal vez por eso dijo Abraham Lincoln que casi todos podemos resistir la adversidad, pero para conocer a un hombre basta darle poder.
Pero a veces el conocimiento es vencido por esa predisposición tan humana a desear lo mejor. También por eso el hombre es el único animal que se puede tropezar con la misma piedra varias veces. Pongamos un ejemplo. Hemos vivido veinte años de trampas, farsas y calles ciegas. Para que eso haya ocurrido hemos debido dejarnos llevar por una corriente intelectual con expresiones políticas, económicas, morales e incluso estéticas que les han permitido al régimen dominante mantenerte invicto. Por veinte años hemos creído que combatimos dentro de las reglas propias de la democracia, donde negociaciones, acuerdos y elecciones son los mecanismos de solución. Cuando dudábamos, salían los nuestros a decir que confiáramos, que el sistema electoral estaba blindado contra fraudes. Compramos esa afirmación, así como muchas otras, con fe de carbonero, no solo sin preguntar o exigir precisiones, sino mostrando odio e indisposición contra todos aquellos que se atrevían a dudar. Los radicales eran precisamente los que nunca le dieron al régimen el beneficio de la duda. Ahora todos estamos convencidos de que el sistema electoral es una gran trampa, que el régimen lo manipula desde el ventajismo, que nadie puede pretender que las máquinas no van a estar intervenidas por un grupo de rectores que obedecen a ciegas una línea política. Pero hay tal recalcitrancia que los equivocados por vocación siguen señalando a los esclarecidos como radicales irreductibles. Esa costra donde confluyen todos ellos se niega a morir o a rectificar.
Lo mismo se puede decir de las negociaciones. El régimen muy temprano aprendió a ganar tiempo. Al fin y al cabo, sabe que tiene más ventaja quien tiene la oportunidad de enfriar el juego. Lo cierto es que cada vez que las tensiones alcanzan un punto de quiebre peligroso, el régimen aplica una jugada a dos bandas, reprimiendo intensamente y convocando a la oposición a una ronda de negociaciones en favor de la paz. La domesticación política tiene su método, se llama apaciguamiento, y basta con leer el libro de Miguel Martinez Meucci para comprender que no es la primera vez que la usan cuando se ven contra la pared. Sin embargo, a pesar de lo que muchos piensan, el problema no es tanto lo que intenta el régimen sino a lo que se presta esa oposición dúctil que lleva tanto tiempo diciendo que nos va a sacar de esta trama. Y lo han probado todo. Han ido a negociar, y saben lo que allí se gana y se pierde. Se han reunido decenas de veces con los “intermediarios” del régimen, han recibido y tolerado amenazas de Zapatero (así lo confesó Julio Borges), han caído presos, han debido tomar el amargo camino del exilio, se han enajenado la confianza del país, y sin embargo insisten.
Las preguntas que se hace Rodriguez Meucci es crucial para comprender esta trama: ¿cómo tratamos a una tiranía que ha tomado el poder por medios democráticos? ¿cómo combatimos a una tiranía que ha envilecido todo lo que a nosotros nos parece apropiado, valioso o conducente a la paz y al progreso? La respuesta no es la obvia. Hay que comenzar diciendo que efectivamente sufrimos una oprobiosa tiranía. Pero que más allá de lo que ella pretenda, realmente somos víctimas de un sistema en el que confluyen la tiranía y una contraparte que se ha hecho a la medida. En eso consiste el apaciguamiento. En montar un espectáculo hegemónico en el que no tengan cabida sino esta especie de lucha libre falseada, carente de golpes reales, que emula una violencia que realmente no existe, entre dos que realmente son uno: el régimen y sus colaboradores domesticados, apaciguados, eternos en el rol de perdedores, calentadores de oficio, pero en ningún caso patrocinadores del fuego.
Hannah Arendt siempre se aturdió con los judíos que colaboraron con su propio holocausto. Algunos pretendieron que ellos no serían aniquilados si colaboraban, y si lo hacían con fervor. Ninguno de ellos se salvó, pero obviamente retardaron el momento. Quien sabe si eso fue bueno o si lo que vivieron fue incluso peor, ese pasar de los días sin estar seguros de nada, sin comprender qué otra cosa podían hacer, ellos que habían llegado incluso a la traición de su propio pueblo. De las reflexiones de Arendt entendemos la banalidad del mal, que nos impide incluso invocar la mala fe -aunque ella exista- sino que termina explicando que, todo el horror al que se someten millones de ciudadanos es el resultado de simples errores de cálculo.
Porque volvamos a la esencia de la presente reflexión: Es fútil tratar como demócrata a quien es un tirano. Es inútil insistir en derrotar a la tiranía participando activamente en su agenda. Es un crimen seguir perdiendo el tiempo de los demás. Ayn Rand hablaba de la terrible bancarrota moral de quienes no quieren asumir la realidad tal como es. Hannah Arendt invitaba a diferenciar entre la subjetividad de los hombres y la objetividad del mundo hecho por el hombre, que se levanta contra el hombre para defraudar sus ilusiones y esperanzas. El gran crimen es ese: querer tratar como demócrata a quien no lo es; tratar al contrincante como si tuviera honor y respeto por las reglas cuando es un malandro.
Algunos quisieran un guión perfecto, casi un acto de magia. La realidad para quienes han vivido el totalitarismo tiene una tesitura diferente. Rand y Arendt vivieron la terrible experiencia del comunismo y el nazismo. Por eso ellas no se hacen ilusiones. Pero aquí hay todavía quienes piensan lo contrario. Recientemente pude leer lo que puso en su cuenta de Twitter un amigo: “En una elección convocada por una dictadura se puede participar no para ganar limpiamente sino para desencadenar una crisis política terminal. Para esto es necesario: participación masiva, presión internacional y acuerdos con sectores militares”. La buena fe no es suficiente para justificarlo, aunque estoy seguro de que es un hombre de buena fe. Pero hay que responderle con firmeza: ¿Otra vez? ¿Por qué no ocurrió esa crisis terminal en el 2012 cuando trampeó Chávez, el 2013 cuando la trampa la hizo Maduro, el 2014 cuando los ciudadanos salieron a las calles y fueron brutalmente reprimidos, mientras un sector de la oposición denunciaba esa salida como un “juego adelantado”, el 2015, cuando la Asamblea Nacional extinta sacó entre gallos y medianoche un Tribunal Supremo totalmente sesgado y servil, el 2016 cuando se intentó un referendo revocatorio, el 2017 cuando volvimos a salir a la calle, se dio el acto multitudinario de repudio el 16 de julio, se fueron al juego de la negociación, se impuso una constituyente espuria y algunos fueron a elecciones para no perder espacios? ¿Por qué ahora si y en todas aquellas oportunidades no?
La respuesta es obvia: porque nunca ha habido interés. Porque las crisis terminales hay que diseñarlas, construirlas, motorizarlas, instrumentarlas. Porque para eso hay que comprometerse con un curso estratégico y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Cosa que nunca han hecho los que salen por la tangente electoral. De ellos solo sabemos que si ganan reconocen su derrota, y si pierden también reconocen su derrota. De ellos solo sabemos que se rajan, se doblan para no partirse, se inclinan ante cualquiera para mantener su cargo, y que se sirven de una costra de hegemonías para silenciar cualquier radicalismo incómodo.
Y nadie me va a convencer que ahora esos mismos tienen otra actitud frente a la política. Hay una falsa decencia que se hace presente en todo esto. Los que se declaran demócratas, pacifistas, constitucionalistas y comprometidos con soluciones electorales, en el fondo tienen otros compromisos que si son los reales: Quieren mantener en el poder al régimen, se lucran de desempeñar en esta trama un papel secundario, saben que corren peligro pero que es un peligro que pueden calcular, y no tienen preocupación alguna por la suerte del país. Porque digan ustedes, si se trata de desencadenar una crisis política terminal, ¿a cuenta de qué debemos pasar por el trámite de otra elección fraudulenta, de otra negociación espuria, de otra lavada de cara a la tiranía? Muy sencillo, es cuestión de actitud.
Porque, a decir verdad, tal y como lo denuncia Arendt “el camino hacia la dominación totalitaria pasa por muchas fases intermedias, para las cuales podemos hallar numerosos precedentes y analogías. El terror extraordinariamente sangriento de la fase inicial de la dominación totalitaria sirve, desde luego, al propósito exclusivo de derrotar a los adversarios y de hacer imposible toda oposición ulterior; pero el terror total comienza sólo después de haber sido superada esta fase inicial y cuando el régimen ya no tiene nada que temer de la oposición”. El gato totalitario juega tranquilo su juego porque cree que tiene ese flanco asegurado. El régimen necesita esa oposición de calistenia, ostentosa en “agárrenme que lo mato”, pero que al final se debate entre las presiones de los tenedores de bonos, el pescueceo cotidiano, el emolumento, las giras y viajes, y la fatal supervivencia, creyendo que al final serán los únicos que queden de pie. El régimen sabe que son mucha bulla y poca cabuya. El régimen sabe de esas pequeñas transacciones que hacen la diferencia.
Pero la realidad es intensamente recalcitrante. Los bufones no se convierten en héroes. Las comparsas nunca llegan al protagonismo. Y los que lucen desprovistos de claridad y coraje no van a sufrir esa conversión súbita que algunos de ellos prometen. Nada más falso que ese “ahora si” que gritan en medio del desierto de adhesiones que ocurre porque ya les descubrieron el juego.
Mientras ellos centellean viejas tentaciones hay otra oposición que ni quiere perder el tiempo de los demás, ni está presta a colaborar con la agenda del régimen, ni mueve un dedo para legitimarlo. Esa oposición cree que efectivamente hay que provocar el quiebre (eso que mi amigo llama crisis política terminal) pero que para eso no hay que buscar excusas ni intentar retardantes. Porque el momento es ahora, el régimen luce descompuesto, los ciudadanos hartos, la comunidad internacional decidida y el objetivo de la transición totalmente consensuada en sus bases. No es tiempo de mirar al cielo a ver si ocurre algún milagro. Son tiempos de emprender con coraje, resolución y mucho compromiso con los ciudadanos. Son tiempos de diferenciar la paja del trigo, de pesar las actitudes y desechar las que lucen fallas. Son tiempos propicios para vomitar a los tibios y quedarnos con los que toman partido sin excusas.
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