2021, el año de la distopía

 

A David Morán, el amigo

A veces nuestra oración no alcanza los oídos de Dios. Los venezolanos estamos inmersos en la terrible circunstancia de no poder alcanzar la salida a una trampa laberíntica, llena de falsas salidas y consignas fraudulentas. La gente tiene razón en sus dudas, porque lleva veinte años de lucha inútil, en los cuales se ha intentado casi todo, y sin embargo, todavía nos resulta imposible deshacernos de esta pesadilla, de este castigo similar al absurdo de hacer sin sentido alguno, tal y como Mercurio decidió castigar a Sísifo, amante de la vida por la vida misma, a quien condenó a llevar una piedra hasta la cima, simplemente para verla caer hasta la llanura. Y esto, una y otra vez. 

Los totalitarismos son sistemas institucionalizados de represión. No tiene rostro aprehensible, tiene vocación de omnisciente, omnipresente, supuestamente capaz de estar en todos lados, de saberlo todo, de construir un gran expediente de cada uno, que le permite golpear allí donde duele más. Para ellos su ocupación primordial consiste en practicar el juego del gato con el ratón. Sus garras encajan allí donde se asoma la disidencia. Se trata de reducirlo todo a una incidencia estadística con el fin de reducir al individuo a una categoría superflua, inhabilitado para construir e imaginar proyectos de vida. Los totalitarismos niegan el derecho elemental de soñar, tratando de que nuestra vivencia sea un fatal e indoblegable insomnio.

A diferencia de la tiranía, que se personaliza en el tirano, o de las dictaduras convencionales, con su junta de comandantes y el estamento militar como titular del poder ejercido, el totalitarismo es un intento de copar toda la trama, ser a la vez protagonista, antagonista, y todos los personajes secundarios. No acepta desvío alguno de una narrativa predeterminada. Tampoco tolera improvisaciones en el libreto. Todo, absolutamente está pautado, incluso esos brotes de rebeldía que al final se disuelven entre la frustración y el desasosiego. Y también las esporádicas huidas. 

Hannah Arendt, la creadora del término, señaló preocupada que en las fauces del totalitarismo la política deja de tener su sentido original como “búsqueda afanosa de la libertad del hombre”. Todo lo contrario, en este tipo de regímenes la política se convierte en su antítesis, porque el poder se practica para tratar de esquilmar a los ciudadanos toda posibilidad de actuar como gestores del propio progreso, pero todavía peor, evita por todos los medios que el ser humano pueda compartir una visión del mundo, dinamita los consensos y nos coloca a todos en la infeliz circunstancia de intentar la mera supervivencia, donde el otro se vuelve fatalmente irrelevante. 

El totalitarismo nos somete a la agonía política, al jadeo constante, a la inaccesibilidad del otro, reducidos a lo mismo, la mirada nublada por una oscuridad que se cierne sobre el todo, que pesa y abruma. Se pierde interés por la vida con propósito, que parece un esfuerzo imposible. Se pierde interés en el otro, no hay fuerza suficiente. Nos incapacita para luchar contra la imposición de un paisaje de hambre, enfermedad, violencia, cárcel y muerte. Lo vemos y nos parece normal. Nos castra la indignación y nos transforma en impertérritos espectadores de nuestro propio exterminio. Por eso es obvia la respuesta al porqué muchos se reducen a la servidumbre más abyecta sin poder resolver a favor el conflicto. Sin dar la pelea. 

La gente tiene derecho a sentir esta frustración generalizada. Está permanentemente bombardeada por los sinsentidos y las paradojas que tienen como propósito el horadar el sentido de realidad de la mayoría, que no logra entender la escasez de relaciones causales cuando se trata de buscar fórmulas para intentar la liberación. No entienden por qué nunca se logra salir del laberinto, y cuales son las razones que les tocó en suerte el ser parte de esta devastación. Los totalitarismos transforman a los países en campos de concentración donde la única conducta valiosa es la huida, o el encaramiento de los costos crecientes del colapso. 

Vivimos la verdadera antipolítica, engendro natural de la violencia, que a su vez provoca tantos desencuentros. Porque ellos se encargan de descuartizar la disposición a la convivencia entre los que son diversos. Porque ellos son los verdaderos inventores del unanimismo impracticable, una versión especular del mismo totalitarismo excluyente que se paga y se da el vuelto, perfectamente pautado para que nada extraordinario ocurra, y siempre el régimen termine siendo el que rige, mientras que los que gravitan a su alrededor deban conformarse con el rol de oposición apaciguada. La antipolítica se mueve dentro de los confines del mal. Benedicto XVI afirma que  “la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad”. Pero hay que pedir su ayuda. ¡No podemos solos!

Para que el régimen no termina engullido por el final de la historia, se provee a si mismo de una narrativa novelesca donde las cosas ni son ni ocurren como parecen. Pero allí están, con la provisión de estímulos intermitentes, para que sigamos jugando una partida trucada por anticipado. Ellos solo quieren un buen espectáculo. Solo los muy esclarecidos aprecian la trampa y renuncian a seguir jugando. 

Por eso, por su dimensión sistémica y su vocación de control total, no tiene ningún sentido creer que sea posible una negociación para su desalojo ni un esquema de convivencia entre propuestas tan antitéticas. Una significa la total anulación de la otra, tal y como ocurre entre la libertad y la servidumbre. Tampoco se puede esperar que una forma arbitraria de regir tenga la disposición de cumplir sus compromisos. Y finalmente, es imposible que coexistan la lógica del saqueo y la devastación con una que propenda a la reconstrucción productiva y del sistema de mercado. Dicho de manera más clara. Una rotación del presidente del ejecutivo, dejando indemne el resto del sistema, no perturba el carácter totalitario de lo que vivimos. No tenerlo claro nos hace perdedores perpetuos. Ya llevamos veinte años. 

Entonces, ¿Cómo nosotros logramos combatir la desolación generalizada? 

Si al régimen le conviene la desolación, a nosotros nos debería convenir la moralización del país. Solamente un país devastado en su autoestima se conforma con la escasez de resultados genuinos y la falta de impacto político para lograr su liberación. Tener la moral en alto significa mantener el sentido de realidad para hacer lo que se deba hacer con el fin de destruir un sistema perverso y sustituirlo por otro que garantice derechos y libertades. 

Necesitamos tener una versión de lo que significa liberar al país. Que no es solamente cambiar al presidente sino derrotar un sistema de opresión y servidumbre que se ha instaurado desde el poder arbitrario y que niega garantías, derechos, seguridad y justicia. Liberar al país significa entonces instaurar una república civil que resguarde al ciudadano y le permita vivir y progresar en libertad, sin miedo a la violencia, y sin temor al regreso del totalitarismo.  

Necesitamos un discurso de ruptura. No podemos seguir cohonestando un juego perverso que nos condena a la servidumbre mientras vemos como saquean al país y lo convierten en tierra agreste y violenta. No podemos seguir participando en una relación arbitraria que nos quiere reducir a ser las fichas desechables de un actor que presume de ser todopoderoso. No podemos seguir sosteniendo, ni siquiera con nuestra indiferencia, un orden social y político que nos condena al exterminio. No podemos jugar a ser los sumisos miembros de un campo de concentración, pero tampoco aspirar a seguir siendo los que colaboran con el régimen que nos tiene en condición de reclusos. 

Necesitamos comunicar mejor que si es posible la liberación del país. Y que por lo tanto es irrelevante pensar en una imposible connivencia con un régimen que no puede sobrevivir con injertos de democracia. Los sistemas totalitarios se especializan en comunicar sus mentiras. Son expertos en propaganda, y en comprar voceros formalmente independientes que amplifican y le dan credibilidad a lo que ellos quieren “informar”. 

Necesitamos mantener el foco en la realidad. Un país que ha visto arruinar sus empresas públicas, que vive las consecuencias del saqueo más brutal y que ha sido sometido a la devastación de su economía no puede creer en la eficacia de un régimen tan incapaz. Ellos viven la crisis de los rendimientos decrecientes. Ellos han quebrado su sistema simbólico. Nosotros no podemos mantenerlo vigente, ni con el beneficio de la duda, ni con esa práctica de la evasión que se niega a tratar el presente tal y como es. 

Necesitamos articular medios y fines. El cómo es importante. Implica calibrar las fuerzas y pedir ayuda de ser necesario. Lo hemos dicho anteriormente, pero vale la pena repetirlo. Si encaramos un régimen totalitario, solos nunca vamos a poder, por nuestra condición de víctimas civiles, que no pueden enfrentar con éxito un régimen armado y sin pudor a la hora de usar la fuerza pura y dura. Necesitamos pedir ayuda hasta que consigamos los mejores medios para nuestro rescate. Y concentrarnos en ese curso estratégico sin caer en la tentación de volver a desempeñar el rol de actores de reparto en el guión totalitario. 

Necesitamos transformar el enfado y el desinterés fatalista en capacidad para actuar a favor de la liberación del país. Implica arrebatar al régimen totalitario el resentimiento y el odio funcional y volverlo contra ellos. Eso solo es posible mediante contraste radical, sin concesiones, sin la impostura de la falsa compasión política. Mientras la gente considere que no hay cambio real entre las alternativas disponibles, no será posible el cese de la usurpación. Hay que habilitar los significantes de integridad versus corrupción, libertad versus represión, mercado versus estatismo, propiedad versus colectivismo, estado de derecho versus arbitrariedad, soberanía del ciudadano versus autoritarismo del funcionario, sobriedad republicana versus prepotencia caudillista, visión de libre desarrollo versus servidumbre totalitaria. Hay que vivir y difundir el contraste. No se puede vivir como corrupto y proponer honestidad. 

Necesitamos desmontar el engranaje totalitario que acumula poder sin otro fin que concentrar todo el poder. Ese esfuerzo está íntimamente relacionado con la trampa, el ventajismo, la corrupción y el saqueo. No se puede negociar la liberación del país teniendo como socios a los que han condenado al país a un proceso tan brutal de devastación. La política alternativa debe comprometerse a un proceso radical de multiplicación de los poderes a través de esquemas de delegación, descentralización y ampliación de los procesos genuinos y autónomos de participación, para garantizar diversidad, pluralidad y respeto. Este es el objetivo de la libertad.

Si el régimen sobrevive aún es porque su narrativa y sus procesos de comunicación y retroalimentación están intactos. Y lo están porque la oposición es funcional, piensa de la misma manera y tiene los mismos fines. Esa relación simbiótica no está concebida para liberar al país sino para sobrevivir, independientemente de las condiciones ecológicas. De mantenerse, el 2021 será nuestro 1984, porque tal y como lo decía Orwell, los que desean libertad “hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Ese es el problema”. 

No olvidemos que por todas estas razones, la liberación del pueblo venezolano es una cruzada espiritual. Hemos sufrido los embates del mal. Necesitamos restaurar el bien. A veces nuestra oración no parece ser escuchada. Por eso la desolación de sentirnos abandonados. Ojalá podamos decir con Benedicto XVI que, llegado el momento  “el Señor acudió en nuestra ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzan en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza”. Que así sea. 

Víctor Maldonado
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