No debí asistir a su boda
Un día antes de casarse civilmente con un joven al que conoció en el campus de la universidad de Berkeley, estudiando una maestría de negocios, Valentina invita a Sofía, su mejor amiga de toda la vida, su amiga desde los primeros años del colegio, a visitar el spa del mejor hotel de la ciudad y tomar unos masajes para relajarse y aplacar la ansiedad que la devora. Valentina está enamorada de George, el estudiante californiano. No por eso consigue refrenar el desasosiego que la invade, en vísperas de la boda. Siente que está por emprender un viaje que no sabe adónde la llevará. Se pregunta si no fue una precipitación aceptar la propuesta de casarse, habiéndose conocido hace pocos meses. Está feliz y, al mismo tiempo, angustiada, si tal cosa es posible. Por eso decide darse unos masajes, acompañada de Sofía. Ya es tarde para abortar el gran evento. Es mejor cerrar los ojos y dejar de pensar. Será lo que tenga que ser.
Sofía ha viajado desde Nueva York, la ciudad en la que vive, para asistir al casamiento en Lima. Su padre, un hombre rico, que vive en Miami, le ha pagado el viaje. Es un padre ausente, egoísta, aunque disfruta pagando las cuentas de su hija, quizás porque así se redime de sus culpas. Ella no le guarda rencor. Prefiere que sea un padre distante. Lo quiere, pero no tiene ganas de verlo a menudo ni de viajar con él. Se aburre con él. La última vez que viajaron juntos fue hace doce años, a Buenos Aires, a pasar el Año Nuevo en una casona de San Isidro con vistas al río, y Sofía se arrepintió de no estar en una fiesta desenfrenada con sus amigas, disfrutando a tope, y así se lo dijo a su padre, le dijo que nunca más viajaría con él, porque era una cosa tediosa, insufrible. Cumplió su promesa o su amenaza. Solo ve a su padre una o dos veces al año, cuando él viaja a Nueva York.
Aunque no tanto como su amiga Valentina, Sofía también está nerviosa. Valentina le ha pedido que diga unas palabras en la ceremonia y oficie de madrina. Sofía ha pasado semanas preparando el discurso que pronunciará en inglés, para que el novio y su familia puedan entenderlo. Se sabe el discurso de memoria, se ha obsesionado con él. Quiere que sea conmovedor, pero no cursi; risueño, pero no indiscreto; elegante, pero no envanecido. Piensa: si consigo hacerlos reír, será un éxito. No tiene dificultades en escribir ni hablar en inglés. Lleva ocho años viviendo en Nueva York. Habla más frecuentemente en inglés que en español. Piensa en inglés. Sueña en inglés. Se enamora en inglés. Habla en inglés con su padre, que a veces le responde en español.
Después de desnudarse y cubrirse con unas batas blancas de algodón, Valentina y Sofía se despiden y pasan a sus sesiones individuales de masaje. Ambas han elegido a masajistas mujeres. Valentina ha pedido un masaje de apenas treinta minutos, el más breve de la carta de opciones. A Sofía, tendida en la camilla, le preguntan si desea tomar un masaje de una hora, y no duda en decir que sí, pues media hora le parece demasiado corto y aspira a quedarse dormida. Está exhausta, ha llegado esa mañana desde Nueva York, ha dormido poco y mal en el avión. Valentina está orgullosa de su cuerpo. Ha sido gorda o gordita toda su vida escolar. Era la gordita simpática de la clase. Siempre tenía hambre, siempre estaba haciendo bromas. Nadie adivinó que, cuando se enamorase, ya en la universidad, bajaría tanto de peso que se convertiría en una mujer delgada, enjuta, incluso más flaca que Sofía. Por eso Valentina se hace fotos todo el tiempo en bikini y las sube a Instagram: no puede creer que, habiendo sido la gordita de la promoción, ahora se vea como una diosa, o así se ve ella y, a no dudarlo, la ve también su novio.
Terminado el masaje de media hora, Valentina se da una ducha en agua fría, se viste, paga con su tarjeta de crédito y espera a que Sofía aparezca. Pero Sofía no aparece. Están haciéndole un masaje de sesenta minutos. Se queda dormida. La masajista le respeta el sueño. Terminada su rutina, se retira con sigilo, pues no quiere despertarla. Entretanto, Valentina se impacienta. Mira el reloj cada cinco minutos. Cuando advierte que lleva cuarenta minutos esperando a su amiga, pierde el control. Furiosa, entra a buscarla. La encuentra tendida en una camilla, cubierta por toallas, durmiendo profundamente, aunque no roncando. La despierta de un grito. Sofía da un respingo, asustada. Valentina la trata con rudeza:
-¡Apúrate, huevona! ¡Te estoy esperando hace horas! ¡Qué conchuda eres!
Presurosa, Sofía se dirige a las duchas.
-¡No tengo tiempo para que te duches! -grita Valentina, de pronto poseída por un enfado que le quema las entrañas-. ¡Vístete rápido!
Pero Sofía no se deja apurar por su amiga y le dice con voz calmada que necesita darse una ducha.
-¡Conchuda! -le dice Valentina, y se retira, dando un portazo.
Vuelve a insultarme y la mando al carajo y no voy mañana a su jodido matrimonio, piensa Sofía, indignada de que su amiga de toda la vida la trate con esa aspereza. Se ducha y se viste a toda prisa. Al salir, no encuentra a Valentina. Le preguntan si deben cargar el masaje a la tarjeta de crédito de Valentina. Sofía piensa: Valentina me invitó, es justo que me pague el masaje. Sí, dice, lo ponemos a su tarjeta, por favor. Luego sale del hotel a paso rápido y entra al auto de Valentina, que la espera con el gesto contrariado y el motor encendido.
-¡Apúrate, que estamos tarde! -grita Valentina.
-¿Pero cuál es el apuro? -pregunta Sofía.
-¡Nos están esperando! ¡Tenemos que ensayar!
-¿Ensayar qué?
-¡Ensayar la fiesta de mañana! ¡Los bailes, los anillos, los discursos, todo!
Qué estrés, piensa Sofía, debí quedarme en Nueva York. Valentina acelera y maneja como una loca en esa ciudad, Lima, donde casi todos manejan como dementes. Sofía se resigna a que van a chocar y morir en la víspera del gran evento. Llegan ilesas, sin embargo. Los padres de Valentina y su novio las amonestan por llegar tarde. Todos están nerviosos, crispados, de mal humor. Da la impresión de que no se preparan para un evento feliz, sino para un acontecimiento infausto, malhadado, una desgracia inevitable. Llegado el momento de ensayar su discurso, Sofía dice que prefiere no pronunciarlo todavía, quiere sorprenderlos al día siguiente. Valentina y sus padres insisten en que diga el discurso en borrador para revisarlo y corregirlo con ella, si fuera necesario, pero Sofía se niega con buenos modales. No sé qué carajo hago acá, piensa.
Al día siguiente, Valentina se casa con George. Cuando Sofía pronuncia su discurso, se roba la fiesta: todos se ríen y lloran, al mismo tiempo. Sofía se siente una estrella. Confirma que, como su padre, tiene un talento para hablar en público y seducir a la gente. Siente que ha aprobado el examen. Se relaja, se emborracha, se entrega a bailar sola. En un momento, George le pide que baile con él. Bailan juntos. George se acerca a ella y le susurra al oído:
-Te odio.
Luego se ríe, se ríen. ¿Por qué la odia? Ella lo sabe bien, aunque Valentina no lo sabe, no debe saberlo. Semanas atrás, de visita en Nueva York, George invitó a cenar a Sofía. Se emborracharon. George le dijo que amaba a Valentina, la amaría toda la vida, hasta el fin de los tiempos, pero necesitaba permitirse una aventurilla antes de casarse, una infidelidad calculada, inofensiva, solo una canita al aire, y quería que esa secreta transgresión, o esa mínima perfidia, ocurriera con ella, con Sofía, siempre que le guardase el secreto. Sofía se negó a pasar la noche con él, ni siquiera condescendió a besarlo: llamó un taxi y lo despachó, como si fuera un bulto que estorbaba. Por supuesto, no le dijo una palabra del incidente a Valentina. Pero se quedó pensando que tal vez Valentina no sabía bien con quién estaba casándose.
Poco después del baile entre George y Sofía, los amigos del novio, todos alcoholizados, todos eufóricos, lo cargan en andas y lanzan al aire, sosteniéndolo entre varios antes de que caiga. Lo hacen volar una, dos, tres veces, y todo es jolgorio y algarabía, pero luego lo avientan una vez más y alguien se despista y no lo sostiene, y el novio cae pesadamente al piso de madera de la pista de baile, y se da un golpe en la cabeza, y se queda tendido, mientras sus amigos, avergonzados, se disculpan y tratan de reanimarlo. George se pone de pie, sonríe a duras penas, está sangrando, tiene un corte en la cabeza. Se lo llevan deprisa a una clínica cercana. La fiesta se suspende. Valentina se marcha con su novio accidentado. Sofía piensa que es un mal augurio, una señal inquietante, el presagio de que ese amor terminará ensangrentado. Por suerte, el corte no ha sido profundo, la contusión ha sido leve. Le cosen la herida y George regresa a la fiesta. Entonces Sofía se retira a descansar, abrumada por tanta felicidad ruidosa que le recuerda que ella no tiene pareja ni quiere tenerla.
Al día siguiente, los novios se van de luna de miel. Como los padres de Valentina son ricos, pagarán la luna de miel que durará cinco semanas y los llevará a Londres, París, Venecia, Praga, Viena, Copenhague, San Petersburgo, Estambul y, finalmente, Mykonos y Santorini.
Estando en Venecia, Valentina le escribe un correo electrónico a Sofía, que ya está de regreso en Nueva York, encerrada en su taller, pintando, el oficio creativo que ha elegido con no poco coraje, tras renunciar a un cargo bien remunerado en un banco de inversión. Valentina le dice a su amiga de toda la vida:
-Me ha llegado la cuenta de mi tarjeta de crédito. No puedo creer que hayas tenido la frescura de no pagar tu masaje. ¡Te pasas de conchuda, Sofía! Por favor, págame tu masaje cuanto antes.
Luego le da sus datos bancarios, para que Sofía le transfiera el costo del masaje a esa cuenta. Sofía se queda perpleja, demudada. Son solo cien dólares, cómo me los va a cobrar, si viajé desde Nueva York a su boda, piensa. Pero no lo duda y, humillada, herida en su orgullo, le transfiere los cien dólares de marras, sin escribirle una palabra, pues no quiere dignificarla, peleándose con ella.
Unos días después, desde Praga, Valentina vuelve a escribirle en tono de reproche:
-Todavía no me has comprado mi regalo.
Enseguida le dice cuál es la tienda de lujo donde se compran los obsequios a los novios.
-Los cubiertos de plata me vendrían regio -escribe Valentina.
Sofía entra en la página digital de la tienda y lee el precio del juego de cubiertos de plata: cinco mil dólares. Siente un ramalazo de furia e indignación. Se siente atropellada, abusada por su amiga. No debí asistir a su boda, piensa.
Crédito: Infobae
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