Calzar 49
Ponerse en los zapatos de otro suele ser difícil, pero con los míos resulta muy fácil. Ni siquiera debes quitarte los tuyos. ¡Caben perfecto! De hecho, envidio cuando alguien dice: “¡Mira mis zapatos nuevos! ¡Justo los que buscaba!”. En mi caso, eso nunca pasa. De hecho, entrar a una zapatería ha sido siempre uno de mis placeres secretos:
- Buenas, ¿tienen zapatos talla 49?
- ¡¿CUARENTA Y NUEVE?!… ¿¿Y eso existe??
- Sí. Es lo que yo calzo.
- ¿En serio?… ¡Yo nunca he visto eso!… Los más grandes que tengo son 45, si quieres verlos.
(¡Claro!, porque según ellos, los patones tenemos el superpoder de encoger el pie).
Lo cierto es que únicamente puedo comprar zapatos cuando un familiar o yo vamos a Estados Unidos. Allá yo calzo 14 y al entrar a una tienda de zapatos, siempre ocurre lo mismo:
- Excuse me, do you have a 14?
- Only those.
“Sólo ésos”, y apuntan a una pequeña repisa donde únicamente hay cuatro modelos, los cuales dejaron de estar de moda cuando existían los tamagotchis. Por ello, siempre toca conformarse con eso (irónico conocer la escasez propia del socialismo en el país más capitalista del mundo, ¿no?).
Una vez salgo de la tienda con mis zapatos nuevos, se sella un pacto: ellos y yo tendremos un matrimonio duradero, pues las oportunidades de reemplazarlos son muy pocas. Muestra de ello son mis actuales Crocs. Para estas fechas (octubre de 2019), ya son más de 12 años usando el mismo par. Las compré en el 2007 y a este punto ya no las pienso botar. Si algo he comprobado en mi rol de testigo directo, es que las Crocs son todo menos biodegradables.
Por ello, para los patones todo nuevo par de zapatos debe cumplir una condición indispensable: ser muy neutros para así mimetizarse con cualquier ocasión. Les cuento por qué. Siendo adolescente, una vez me invitaron de improviso a la fiesta formal de un club en una época en donde no tenía mocasines. Sabiendo esto, el amigo que me invitó tuvo una idea genial: “Como vas a usar flux, ponte tus Nike negros de basket y les tapas el logo blanco con un marcador negro”. Como era adolescente y todo púber se cree tan sabio como Yoda, lo hice. Llegamos a la gran fiesta y, afortunadamente, el enorme tumulto de gente no permitía bajar la vista para verle los zapatos a nadie… hasta que me dieron ganas de orinar. Entonces me separé de la multitud, agarré por un pasillo solitario que conducía al baño y en eso, de la nada, apareció una de las muchachas más bonitas de mi colegio. No había nadie a nuestro alrededor. Jamás nos habíamos visto usando ropa formal. Entonces fue inevitable vernos los atuendos. Nos escaneamos de arriba a abajo y ella me dijo:
- ¿Y esos zapatos?
- Mmm… son los nuevos “Nike moccasins”. ¿No los has visto?
Y es precisamente a esas raras interacciones con la realidad a las que debe acostumbrarse alguien patón:
“¿Tú duermes parado?”.
“Déjame tomarle una foto a mi pie al lado del tuyo”.
“¿Tú mandas a hacer los zapatos?”
“Le sirven de cuna a mi bebé”.
“Tus zapatos me sirven de neceser”.
“Ahí pueden emigrar unos cubanos”.
Y la más imprudente: “¿Es verdad eso de que el hombre con pie grande, lo tiene grande?”. Yo siempre les digo que no. Que yo no lo tengo grande. ¡Que lo tengo ENORME! ¡Que me dicen “El Blanco del Whatsapp”! Que de hecho tengan cuidado por dónde caminan, pues podrían pisármelo. Aunque una vez me arrepentí de bromear así. Fue cuando una compañera de la universidad, para comprobarlo, extendió su mano y, en pleno comedor, frente a todos, me lo agarró. Yo sentí una pena tan, pero tan grande que, para poder explicárselas, tendría que pedirles algo que suele ser difícil: Que se pongan en mis zapatos.
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