La novia y el cubano

Faltando dos semanas para casarse ante las leyes de los hombres y ante las más severas leyes de Dios, Julia, que era atea, pero deseaba complacer a su novio, que era creyente, sufrió un repentino ataque de nervios y viajó sola a Miami, con la intención de entregarse a unas compras de último minuto y la certeza o la esperanza de que esos días de compras la calmarían. Su novio, Raúl, se ofreció a acompañarla, pero ella se opuso y alegó que necesitaba estar sola. No le dijo lo que más le inquietaba: quizás era un error o una precipitación o un atropello casarse con él. Lo haría no tanto porque estuviera enamorada, sino porque quería tener hijos con un hombre tranquilo, predecible, confiable, y le parecía que Raúl cumplía esos requisitos, aunque por momentos fuese un poco aburrido y gruñón.

Se habían conocido en circunstancias algo extrañas: Julia, que era gerente de un canal de televisión, había comprado un apartamento y necesitaba amoblarlo, pero antes, como era una propiedad antigua, quería que alguien se ocupase de matar todas las cucarachas, arañas y hormigas que pudieran hallarse agazapadas en sus madrigueras y escondrijos, de modo que contrató a un señor que era el dueño de una empresa de fumigación, Raúl, para que se encargara de aniquilar a esos intrusos tan odiosos. La aversión que Julia tenía por las cucarachas, el pavor que sentía por ellas, el pánico que la invadía de solo imaginarse cohabitando con aquellos insectos sigilosos, propició que conociera al meticuloso asesino de cucarachas y otros bichos, Raúl, que bien pronto sería su amante y enseguida su novio formal. Mientras duró la fumigación, Julia se mudó a un hotel. Raúl la visitó, tomaron unas copas y se fueron a la cama. Julia era una amante exigente y avezada, se había acostado con los principales figurones del canal y de otros canales de televisión, y Raúl no la impresionó demasiado en la cama, pero tampoco la decepcionó: le pareció un amante correcto, promedio, cumplidor. Pero, sobre todo, le sorprendió y halagó que Raúl tuviese unos modales desusadamente caballerosos, de otra época, como si hubiese salido de una antigua novela de caballería, descendido de un caballo, despojado de su uniforme de caballero andante y entregado a un lance quijotesco con ella.

Ahora Julia debía casarse con su prometido, no tanto porque lo amase con pasión sino porque quería tener hijos y fundar una familia convencional, y una crisis nerviosa la tenía en estado de alerta, como si una alarma de su cuerpo se hubiese encendido y estuviera previniéndola de algún peligro inminente. En ese estado de crispación y desasosiego salió Julia del aeropuerto de Miami, saludó al chofer que la esperaba y hablaba con marcado acento cubano y subió a la limusina que había contratado. El hombre no era joven, tampoco muy mayor, debía de tener cuarenta y tantos años, y, nada más conocerlo, Julia pensó que era atractivo. Luego, conversando mientras él conducía rumbo al hotel, ella lo encontró, además de guapo, simpático, ocurrente, hablador, tanto que se rieron de buena gana, como si se conocieran de toda la vida, como Raúl no hacía reír nunca a Julia. Llegando al hotel, el cubano se negó cortésmente a recibir una propina, se ofreció a cargar él mismo las pesadas maletas, acompañó a Julia a su habitación y colocó las valijas donde ella le pidió. En ese momento, Julia tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre: miró al cubano como si no fuera a casarse, como si fuese una mujer libre, plenamente libre, sin compromisos ni ataduras, cerró la puerta y lo besó sin más rodeos. El cubano correspondió con unos besos que parecieron llamaradas, la abrazó con pleno dominio de las circunstancias y tomó la iniciativa como si se hubiese entrenado toda la vida para ese momento capital. Ambos sabían que ella se casaría en dos semanas y eso espoleaba su imaginación, multiplicaba el placer, dotaba al momento de una transgresión o una desvergüenza que lo hacía más apetecible. El cubano, César, la desnudó, la llevó a la cama y la amó con una virulencia, unos bríos, una pericia y una fogosidad que ella no conocía, a pesar de haber tenido no pocos amantes, casi todos señoritos o señorones envanecidos de la televisión. Rendida, exhausta, habiendo coronado varios momentos de éxtasis que nunca olvidaría y que superaban con largueza el placer sexual que hasta entonces había conocido, Julia comparó al cubano con su novio y de pronto se asustó de pensar que se casaría con un amante correcto pero aburrido, privándose de probar cada tanto a algún amante tan fantástico como ese cubano que acababa de poseerla. No solo era un amante memorable, sino que además poseía una dotación genital de extraordinario tamaño y apostura, que, a los ojos de Julia, empequeñecía considerablemente el colgajo apenas promedio, o inferior al promedio, de Raúl, su novio, cuyo órgano viril le parecía ahora un pistacho o un maní o una ajada pasa de uva. Tras dormir lo que tenía que dormir, y comprar lo que no tenía que comprar, y entregarse al cubano tantas veces como pudo, y encontrarse caminando con cierta dificultad o escozor por las acometidas bestialmente placenteras del cubano (voy a entrar a la iglesia cojeando porque este cubano me ha partido al medio, pensó), Julia decidió que se casaría con el fumigador, pero no sería fiel a él, y cada tanto viajaría a Miami para entregarse gozosamente a los brazos del cubano: de otro modo no podría casarse con Raúl, la idea de serle fiel toda la vida y no estar con otros hombres como el cubano le resultaba simplemente invivible, inhumana. Seré una esposa cachonda y tendré muchos amantes y Raúl será un buen papá de mis hijos y me tiraré a este cubano delicioso cada vez que venga a Miami, decidió Julia, y entonces sintió que su sistema nervioso se amansaba o sosegaba y que por fin estaba lista para casarse.

Pensando menos en su luna de miel que en su reencuentro con el cubano, Julia se casó con Raúl y le juró amor eterno, sintiéndose una embustera o una actriz. La luna de miel los llevó a París y resultó un fiasco porque Raúl, que era muy delicado del estómago, tuvo un ataque de diarrea que duró cuatro días y que atribuyó al agua que bebían los franceses, lo que mató el amor o saboteó el placer. Mientras él dormía, ella se tocaba pensando en el cubano o le enviaba mensajes eróticos. De regreso en la ciudad donde se casaron, reanudaron sus rutinas: Julia ganaba más dinero que él, tomaba decisiones generalmente acertadas en el canal, no la pasaba mal viviendo con Raúl y cada cierto tiempo se inventaba una reunión de negocios o una feria de televisión o una imperiosa necesidad de comprar productos de maquillaje para viajar sola a Miami y follarse al cubano hasta la extenuación; Raúl, por su parte, continuó fumigando casas y negocios y haciendo lo que más placer le daba en la vida: participando en carreras de motos los fines de semana. En la cama, Raúl hacía su mejor esfuerzo, pero, sin advertirlo, dejaba insatisfecha a Julia, quien, al contemplar a Raúl desnudo y evocar enseguida las protuberancias guerreras del cubano, se sentía estafada, como si hubiera hecho un mal negocio, como si hubiese hecho una pésima inversión y salido perdiendo, como si le hubieran quedado debiendo algo importante.

Los niños, sin embargo, trajeron felicidad al matrimonio. Tuvieron dos niños. Aun estando embarazada, Julia viajó a Miami y se acostó con el cubano, aunque nunca tuvo dudas de que sus hijos eran de Raúl y no del cubano. En uno de sus viajes, Julia se despidió de su esposo, salió de casa, tomó un taxi y, llegando al aeropuerto donde debía tomar el vuelo rumbo a Miami, presentó su pasaporte en el mostrador de la aerolínea. La empleada de la aerolínea le hizo ver que el pasaporte y la visa habían expirado, de manera que no podían embarcarla. Resignada, avergonzada de tamaña torpeza, Julia regresó a casa. El tráfico era infernal, tardó casi dos horas en llegar. Cuando por fin entró, encontró en su cama a Raúl, desnudo, con una mujer también sin ropas, fumando los dos una pipa de marihuana. Julia la reconoció enseguida: la mujer era una prima hermana de Raúl que vivía en Berlín, era escritora y estaba de visita. Julia no dijo una palabra, no hizo una escena de celos, no insultó ni agredió a nadie. Se retiró en silencio, tomó un taxi y se alojó en un hotel con un nombre cambiado, para que su esposo no la encontrase. Al día siguiente hizo los trámites para renovar la visa y el pasaporte. Como era una persona influyente de la televisión, estuvo lista para viajar en un par de días. No tardó en embarcarse a Miami para reunirse por fin con el cubano que habría de procurarle unos placeres que Raúl jamás le había dado. Llegando a Miami, el cubano la esperaba en el aeropuerto con su gran limusina y varias botellas de escocés en el bar del auto negro. Después de follar con una extraña tristeza o una rara desesperación, el cubano le dijo que se había enamorado y que iba a casarse y que no quería ser infiel a su prometida y que por eso era mejor que no se acostaran más. Insólitamente, le pidió luego a Julia que fuera la madrina, pero ella dijo que le parecía una mala idea y prefirió no contarle que había encontrado a su esposo en la cama con su prima hermana. El cubano se marchó como si fuera a morir en la guerra, con aire sombrío y gesto circunspecto, y ella rompió a llorar y se enojó consigo misma por haber sido cobarde, por haberse casado con Raúl, que le parecía un pusilánime, un debilucho, un perdedor, y no con el cubano, que era la pasión amorosa más formidable e incandescente que había conocido.

Derrotada, Julia decidió que perdonaría a Raúl y seguiría viviendo con él y los niños, pero, aprovechando las circunstancias, le diría que serían una pareja libre, abierta, de modo que ella pudiera conseguirse todos los amantes ocasionales que le dieran la gana. Pensó: Raúl es muy machito para hacer carreras en moto y tirarse a su prima, pero vamos a ver si tiene los cojones de aceptar que quiero cogerme a otro hombre. Pensó luego: no le diré una palabra del cubano, no me conviene que lo sepa. Finalmente tuvo la franqueza de decirse a sí misma: voy a necesitar otro amante, otro cubano bien dotado que me haga llorar de placer como la bestia de César. A continuación, abrió su computadora, compró un billete aéreo para La Habana y reservó un hotel en la playa de Varadero. Que Dios reparta suerte, pensó, como los toreros, a pesar de que era atea.

Crédito: Infobae

Jaime Bayly
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