Las noticias de la semana que llamaron la atención del autor y una reflexión sobre los “síntomas de locura” de algunas sociedades.
El contagioso idiotavirus
Jessica Krug, una profesora universitaria de 38 años especializada en estudios africanos revela que no, no es negra, como llevaba diciendo a lo largo de toda su vida adulta. Tenía la costumbre de llamar a su vecina en Nueva York “basura blanca” o “puta blanca” pero Krug confiesa ahora que ella también es blanca, de padres judíos.
No es la única noticia de la semana que me llamó la atención. Hubo un par más.
Vicky Osterweil, escritora y periodista estadounidense, ha publicado un libro titulado “En defensa del saqueo” en el que argumenta que robar la propiedad privada “es una potente herramienta para lograr el cambio real y duradero en la sociedad” ya que, como agrega con una lógica inapelable, “sin la policía y la opresión estatal podemos obtener cosas gratis”. Dedica su libro “con amor y solidaridad a todos los saqueadores del mundo”.
La Universidad de Bristol en Inglaterra ha proclamado que sus entrenadores deportivos y profesores de “fitness” deben dejar de recomendar a los estudiantes que “adelgacen” o que “quemen calorías”. Según una portavoz, hay que combatir la “gordofobia”, es decir “los ideales tóxicos de la cultura del régimen, en particular aquello de que ser delgado equivale a ser saludable”.
¿Qué es lo que me llama la atención de estas noticias? ¿Qué hay de nuevo? Nos enteramos de cosas parecidas todos los días, al menos desde el mundo anglosajón. Mi respuesta es que me llama la atención que no llamen la atención. Que para muchos esta sea la nueva normalidad. O la que nos espera.
Lo más sorprendente de la historia de la señora Klug no es que de repente anunciase que era blanca. Lo más sorprendente es que sus alumnos y sus compañeros y compañeras profesores en la Universidad de George Washington se asombraran ante el descubrimiento, tantos años después, de que no era negra. Ella decía, entre otras cosas, que era de familia hispanocaribeña. Le gustaba llamarse a sí misma “Jess la Bombalera”. Pero he visto fotos de ella. Es más blanca que Morticia, la matriarca de la Familia Addams. Sin embargo, al confesar que era lo que manifiestamente siempre había sido todos sus conocidos se escandalizaran y se publicaron artículos en la prensa americana llamándola “un monstruo racista”.
Vayamos a Vicky Osterweil. Que alguien escriba un libro argumentando que entrar en una tienda a robar neveras, o televisores o sofás es una señal de civilización: OK, y más, si se trata de una broma, quizá de una sátira de la sociedad de consumo. Lo sorprendente aquí no es tanto que Osterweil lo escribió absolutamente en serio (hay gente para todo) sino que gente seria la tomó en serio. La venerable revista the New Yorker y la radio nacional pública de Estados Unidos le hicieron entrevistas esta semana en la que, lejos de burlarse de ella, la cuestionaron con la misma solemnidad que demostrarían si la entrevistada fuese Angela Merkel hablando de la respuesta alemana al coronavirus.
La Universidad de Bristol es uno de los centros educativos de mayor prestigio de Inglaterra. Que entre los varios cerebritos que ahí pululan haya un militante opuesto al antiguo concepto de que para estar en buena forma física es recomendable, en algunos casos, perder kilos tampoco es tan sorprendente. Viva la diferencia. Pero no es el caso. Resulta que el consenso mayoritario en esta estimable institución es que animar a la gente a perder grasa es discriminatorio y ofensivo.
Lo confieso. Estas cosas no solo me asombran, me parecen síntomas de locura. Como me parece que lo son los llamados a derribar estatuas de personajes históricos como Charles Darwin (sí, otra noticia de esta semana) por no haber compartido las nuevas ortodoxias sobre el racismo o el feminismo o la homosexualidad; como la creciente noción de que los que, por una casualidad de la biología, nacimos con piel blanca somos racistas por definición; como, para ser más específicos, la afirmación hace unos días de la directora de la biblioteca nacional británica (British Library) de que “el racismo es la creación de gente blanca”.
¿Ah, sí? Le respondería. ¿Ha estado en Asia, en África, en Oriente Medio? ¿Conoce algo de la historia de esos continentes? No, señora, todas las razas y todas las tribus han abusado de otras razas y de otras tribus siempre; todas han discriminado, esclavizado o masacrado, desde los tiempos de los neandertales.
La duda es si al declarar algo tan aparentemente obvio me estoy quedando solo. Si estoy intentando frenar un tsunami. Si soy yo el loco. O, siendo más caritativo conmigo mismo, si es una cuestión simplemente de edad. El fin de semana pasado comí en casa de un amigo inglés que, como yo, vive en España y, como yo, vive sus más de seis décadas con una creciente perplejidad. Tras una conversación sobre cómo la vieja moralidad y lo que considerábamos los hechos objetivos sucumben cada día a nuevos dogmas y nuevas formas de ver el mundo, él propuso que quizá haya llegado la hora de rendirnos, decir adiós y morir.
Se me ocurre ahora que lo mejor que podemos hacer para que la idiotez no nos devore es quedarnos a vivir en España. O si nos mudamos que sea a otro país hispano. Quizá nos vinimos acá no solo por el buen tiempo, la comida y la simpatía de la gente sino, sin darnos cuenta, para huir de la decadencia del imperio anglosajón, de un mundo político presidido por un Calígula en Estados Unidos y por un bufón en Gran Bretaña, de una cultura en la que florece gente como Jess la Bombalera, Vicky Osterweil y la policía moral de Bristol.
El problema es que el idiotavirus es contagioso, que las modas anglosajanas suelen llegar tarde o temprano a tierras hispanas. Mi esperanza es que, al menos durante los años que me quedan, resistamos a opinar como si fuera normal que blanco es negro, negro es blanco, gordo es flaco y que robar no es un crimen sino una expresión de amor por la humanidad.
Fuente: Clarin
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