Cristina logró lo imposible: unir a la Corte

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Desde la elección de Carlos Rosenkrantz como presidente de la Corte Suprema, hace dos años, los miembros del más alto tribunal se enfrascaron en interminables luchas internas. A veces, eran guerras frontales entre ellos; otras veces, era simplemente un ejercicio de guerra de guerrilla. Parecían condenados a pasar siempre de un combate a otro. Ese clima interno existió hasta el día antes de la carta de Cristina Kirchner, que parece decidida a gobernar la nación política a golpe de epístolas. La última misiva, que escribió con motivo del primer aniversario del gobierno de su creación, tenía dos objetivos. Marcar la genialidad de su conducción al frente del Senado y subrayar su rencor, que es profundo y eterno, hacia cada uno de los miembros de la Corte. En síntesis, ella es perfecta, y Alberto Fernández no ha hecho nada. Un elemento importante en la elección del actual presidente como su candidato, el año pasado, fue su condición de abogado penalista con muy buena relación con al menos tres integrantes de la Corte. Tres jueces del tribunal constituyen la mayoría de la Corte integrada por cinco magistrados.

Como no quiere exhibir su interés personal, que es el más importante de todos sus intereses, la vicepresidenta cuestionó a la Corte por su condición de único de los tres poderes del Estado que no es elegido por el voto popular. Escondió su razón personal, pero mostró los extremos de insensatez a los que está dispuesta a llegar. Nunca, en los 37 años de democracia transcurridos, la cabeza de otro poder violó con tanto descaro el imprescindible principio de la independencia de la Justicia. Nunca otro funcionario de alto rango aprovechó su lugar institucional para incursionar en territorio de los jueces solo porque está siendo juzgado por los jueces. ¿Por qué habló con tanto detallismo de la Corte Suprema en el balance de un año de gestión si la Corte no asumió hace un año ni forma parte del gobierno que ella fundó?

Para peor, Alberto Fernández se alineó en el acto, como de costumbre, con ella: «Lo que dijo Cristina es un llamado de atención para todos», señaló el jefe del Estado. ¿También para él? Sí, seguramente. ¿Qué atribuciones tiene la vicepresidenta para llamarle la atención a la Corte? Ninguna que se conozca ni que la Constitución se la reconozca. La crítica más absurda fue la objeción a la Corte porque no es elegida popularmente. Ninguna Corte Suprema es elegida directamente por la sociedad en ningún país del mundo. Es elegida y confirmada, sí, por funcionarios que la sociedad eligió. En el caso de la Argentina, cada miembro del tribunal es elegido y propuesto por un Ejecutivo surgido de elecciones populares con el acuerdo de los dos tercios de los votos del Senado, integrado también por personas que la sociedad eligió. ¿Quiere la expresidenta modificar la Constitución para llevar el voto popular hasta la elección de los jueces de la Corte? Es probable. Aunque las bancadas opositoras en el Congreso no registraron aún ningún dato en esa dirección, algunos sectores peronistas sospechan que Cristina planteará la reforma constitucional si su coalición ganara ampliamente las elecciones legislativas del próximo año. La condición tranquiliza: no existe por ahora ninguna posibilidad de un amplio triunfo del oficialismo ni de la oposición.

La referencia a la Corte no careció de arbitrariedad. Infaltable en Cristina. Es cierto que Rosenkrantz y Horacio Rosatti fueron designados por decreto de Mauricio Macri en momentos en que el Congreso estaba en receso. La Constitución se lo permite. Pero ninguno de esos dos jueces juró su cargo sin el acuerdo previo de los dos tercios del Senado. ¿Dónde está la anomalía? Es cierto que Ricardo Lorenzetti, al que no nombró, se reunió y posó para una fotografía con el juez brasileño Sergio Moro y con el juez argentino Claudio Bonadio. Moro cometió luego el error de ser ministro de Justicia de Jair Bolsonaro, que había ganado la elección presidencial de Brasil con Lula da Silva proscripto por decisión de Moro. Pero eso sucedió mucho después. Lorenzetti se reunió con los que eran entonces dos jueces emblemáticos en la lucha contra la corrupción política. Ese es el pecado de Lorenzetti por el que no será perdonado nunca, sobre todo por la presencia de Bonadio, que ya entonces era un sabueso dispuesto a morderle los talones a la corrupción del kirchnerismo. Juan Carlos Maqueda fue un dirigente del peronismo cordobés, como dijo Cristina, pero hace casi 20 años es un juez de la Nación y no un dirigente político. El «peronismo cordobés», como lo llamó la vicepresidenta, es históricamente un peronismo no kirchnerista. Esa descripción no fue inocente. Solo la referencia de Cristina a Elena Highton de Nolasco es irrefutable. La jueza debió volver a casa hace tres años, cuando cumplió los 75 años. Así se lo indica la Constitución y la jurisprudencia del propio tribunal que ella integra.

¿Qué llevó a Cristina a referirse de esa manera a la Corte Suprema cuando el tribunal no era el tema de su diatriba? El máximo tribunal tomó dos decisiones en los últimos tiempos que le sacaron toda esperanza en la Corte. Una fue sobre una apelación de Julio De Vido referida a una causa en juicio oral. «No hay sentencia definitiva», argumentó la Corte para rechazar la apelación. ¿Quiere decir que las más de diez quejas que Cristina tiene presentadas ante la Corte por juicios en trámite tendrán el mismo final? Es más que probable, porque de otro modo el tribunal debería cambiar su jurisprudencia. Fue también Alberto Fernández el que sinceró el motivo del enfado de su vicepresidenta: «Hay un sistema muy arbitrario que dice este caso lo tomo y este caso no. La Corte toma infinidad de casos que no son de sentencia definitiva», dijo. Ese es, entonces, el núcleo del problema: la Corte anticipó que solo actuará sobre sentencias definitivas. La otra decisión fue la apelación de Amado Boudou sobre su condena por el robo de Ciccone. La Corte constató que todas las instancias inferiores de la Justicia estuvieron de acuerdo en que Boudou es un político corrupto. El tribunal analizó durante dos años si en el juicio se había vulnerado alguna garantía constitucional. No encontró ninguna violación. Fue juzgado en un juicio justo. Punto. No hay nada que discutir. La sentencia deberá cumplirse. ¿Eso hará la Corte con Cristina cuando sus sentencias definitivas lleguen a ese tribunal? También eso es muy probable. Cristina se enfureció, no por De Vido ni por Boudou, sino por ella misma. Otra bronca la había aquejado cuando la Cámara de Casación declaró constitucional la ley del arrepentido. Ella esperaba que esa Cámara declarara la inconstitucionalidad de esa ley. Si hubiera sido así, la causa de los cuadernos, que la mortifica por la precisión de la recaudación ilegal del kirchnerismo, habría caído. No cayó. Quedó definitivamente en pie.

En la Corte sucedió algo que se pareció a un acto de magia: desaparecieron las discordias anteriores. Cristina lo hizo. Ningún juez desistió de enfurecerse tanto como Cristina, aunque contra Cristina y contra el propio Presidente. Surgió en cambio un espectáculo imposible de imaginar un día antes de la carta rencorosa y desmesurada: el abroquelamiento del tribunal en una sola constelación de intereses. El interés fundamental de la Corte ahora es preservarse de la embestida cristinista, que para algunos jueces supremos solo empezó con la declaración de guerra de Cristina. ¿Juicio político a algunos de sus miembros? Lo intentarán eventualmente, pero necesitan los dos tercios de cada cámara del Congreso para hacer un juicio político que eyecte a un juez de la Corte. No tienen ese número.

El cristinismo apela al escarnio público cuando no tiene las condiciones para condenar a nadie. Lo ha hecho históricamente con jueces, periodistas o políticos críticos con el kirchnerismo. Los jueces supremos saben que solo les está permitido elegir a sus adversarios. Los aliados, o la alianza entre ellos, son nada más que la necesaria consecuencia.

Fuente: La Nación

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