Brujas y piratas

En un libro titulado “El filibusterismo”, autoría de los hermanos Jaques y François Gall, se precisa fecha que marca corolario a la historia de piratas en los mares del Caribe y el Atlántico. Ya que el 27 de noviembre de 1834, Pedro Gilbert, capitán del “Panda”, junto a dos integrantes de lo que quedó de su tripulación, resultaron juzgados por un tribunal en Boston y los tres sentenciados a la horca.

Las últimas palabras, antes que el verdugo le colocara un trapo negro para cegarlo, le acomodara la soga al cuello, y apretara el nudo de la corbata, se vieron opacadas debido al escándalo de la multitud, ansiosa de ver un bandido linchado gracias a la justicia divina, pagando penas con su vida y silencio, guindando como un saco de patatas en el cadalso.  

El capitán Gilbert llevaba un par de años fregando la paciencia de diputados y senadores en el Capitolio de Washington D.C. Hasta el presidente Andrew Jackson, personaje un tanto iracundo, pidió poner precio a la cabeza del pirata, vivo o muerto, mandando a imprimir pasquines exhibiendo su perfil en los periódicos a lo largo y ancho del continente.  

La furia de “Old Hickory” contra el pirata comenzó a manifestarse en 1832, cuando frente a las costas de Florida, cerca de lo que hoy se conoce como West Palm Beach, tuvo el coraje de asaltar un buque mercante norteamericano llamado el “Mexicano”, zarpado de Salem con destino a Río de Janeiro, transportando un cargamento de 20.000 dólares en plata para realizar un pago.

Fue entonces que Jackson solicitó recursos al congreso destinados a la cacería del criminal. La noticia corrió con la misma rapidez que un buen viento hincha las velas de una goleta. Dos años después del asalto al “Mexicano”, Gilbert fue capturado en las costas de África, cuando el bergantín HMS Curlew, comandado por Henry Dundas Trotter, logró hundir al “Panda” con impactos certeros de su batería. Al siniestro e interrogatorio sobrevivieron él y un par de sus secuaces, que la corona extraditó a los Estados Unidos a cambio de la recompensa.   

Afirman en su obra literaria, Jaques y François, como conclusión, que ya no existen, ni volverán a existir, jamás, los transgresores de la ley del mar, pues los tiempos modernos no lo permiten. Vale la pena acotar que publicaron el libro a mitad del siglo XX, en 1957, para ser preciso y exacto, cuando Elvis Presley, un guitarrista de copete aceitado con patillas, apodado “Rey del Rock and Roll”, comenzaba a figurar en el Billboard con piezas como “Too much”, “All shook up”, “Jailhouse Rock”, y “Treat me nice”. Música que sirvió para levantar el telón de la década de los sesenta, la influencia de las drogas y cobrara vida el fenómeno de los hippies. 

Algunos saben que, observado la historia con la distancia del tiempo, el reloj suele desmentir teorías y conclusiones planteadas en el pasado. Así le sucedió a la de los hermanos Gall en cuanto al tema de los filibusteros. Más de medio siglo después de la publicación de su libro, y a poco menos de cumplirse el centenario del día que ejecutaron a Gilbert con los otros dos, el océano continúa abriendo y cerrando el paso de cada embarcación que deja estela blanca sobre sus aguas, haciendo que la espuma de cualquier ola acaricie las ruinas de la fortaleza de Sir Henry Morgan, en Port Royal, Jamaica. Donde cada noche, según cuenta la leyenda, se sacuden los restos del pirata que jamás pudo descansar en paz, y su espectro se manifiesta en forma de vientos que pueden alcanzar furia huracanada a finales de verano.

Resultaba natural en esa época pensar que, luego de ahorcar a la tripulación del “Panda” en la capital de Massachusetts, los bandidos de veleros quedarían ahogados por la tormenta para siempre. Los Gall redactaron como hito, lo que pensaban ser el último clavo en el ataúd de una especie que consideraban tachada en la libreta de los animales extintos. Con esperanzas que, de una vez por todas, no volvieran a navegar por esas aguas bárbaros desalmados como lo fueron Black Bart, Sir Francis Drake, William “Capitan” Kidd, Charles Vane, o el mismísimo Barbanegra.   

Esos aparecidos que tanto aprendieron a temer desde su infancia, cuando la madre, actriz, por cierto, buscaba calmar llantos con el cuento que, de no parar el berrinche, se les aparecerían los piratas del Caribe para llevárselos en sus barcos. Navíos donde el capitán podía mandarlos al carajo de vigías, pasar coleto por cubierta limpiando sangre de la madera, o, tal vez, si se comportaban mal, ser colgados con la soga al cuello del mástil. Mejor eso que caminar la plancha, zambullirse, servir como festín de tiburones, y, con la mejor de las suertes, convertirse en dueño de un cenotafio en cuya lápida se lea la inscripción: “Descansa en pez”. 

Para ellos el asunto ya era cuento de leyenda, fantasmas de un pasado distante y olvidado. Casi como el tema de las brujas de Salem. Ficción sería creer que una flota sobre escoba, perfilando verruga en la nariz con su sombra dentro del plato dorado de la luna llena, mientras el otro tiene pata de palo, parche en el ojo, loro parlanchín al hombro, y cuchillo entre los dientes, navegando los océanos en una gabarra ondeando la bandera negra luciendo el “Jolly Roger”. 

Diría cualquiera que esos espantos ya no existen. Hasta que cualquier viejo resabiado le sale a uno con eso que las primeras “De que vuelan, vuelan”; y los otros “Aún pululan mar y tierra”.   

Jimeno Hernández
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