El príncipe azul

En este siglo XXI,  de globalización, de avances  tecnocientíficos, inimaginables hace pocos años y de diversos cambios  en las relaciones entre los sexos,  todavía persiste el ideal del hombre que rescata a la mujer de sus males, que pueden estar representados por la vulnerabilidad económica y/o social,  la soledad, o la protección afectiva,  lista que no es exhaustiva, pues estos sólo son algunos ejemplos de un sentimiento de falla o insuficiencia, experimentados por muchas mujeres. 

En cualquier conversación aún se puede escuchar a un buen número de ellas afirmar que desean unirse a un hombre “que las resuelva”, lo que es una forma de admitir esa vivencia de incapacidad, que se traduce en una dificultad para afrontar el mundo en distintas áreas y eso tiene diversos orígenes relacionados con lo individual y con lo colectivo. 

El modelo de crianza en el hogar con sus respectivas dinámicas, las características de cada persona, así como los tipos de sociedad en que se vive, son factores que dan forma a la futura mujer.

En cuanto al primer elemento, cada progenitor tiene su propio patrón de educación, que resulta de una combinación entre el que le aplicaron a él, más  sus propias vivencias y criterios. Si ese modelo estimula la independencia de la niña, propiciando el desarrollo de sus capacidades, probablemente la adulta resultante será una mujer cuyo pensamiento estará muy lejos de esperar por “príncipes salvadores”.   

Este modelo de crianza ideal puede resultar de aplicación más complicada de lo que parece, pues muchas veces los padres, con las mejores intenciones y sin darse cuenta, emiten pequeños mensajes o despliegan comportamientos que perjudican el buen crecimiento. Estos pueden consistir en una frase que repetida muchas veces, surte efectos en la niña; como ejemplos: “tu hermano hace esto mejor que tú”, “eres fuerte para ser una niña”, “el varón es de la calle y la hembra de la casa”, “al hombre se les conquista por el estómago” “detrás de un gran hombre, hay una gran mujer”, son frases aparentemente inofensivas pero en las que subyace la eficiencia  ligada al sexo masculino y la incapacidad al femenino. 

Por otra parte, una mujer que piensa en tener una pareja con un fin utilitario, (para que le solucione la vida) está evidenciando una incapacidad para relacionarse afectivamente, pudiendo hacerlo, solo  de una manera psicopática, es decir, usando a la persona como si fuera un objeto.  Esto evidencia un historial de carencias afectivas que vienen de la infancia, cuando por diferentes razones, los padres no pueden atender las necesidades emocionales de la niña, quien crece igualmente, sin capacidad para ver o atender no solo las suyas sino las de los otros, ya que difícilmente puede darse lo que no se ha recibido.  

Desde lo colectivo, sociólogos, antropólogos, historiadores y otros estudiosos afirman que las primeras sociedades  fueron  matriarcales, caracterizadas por la supremacía de la figura femenina sobre la masculina; la investigadora Francisca Martín señala varias de esas características: la transmisión del parentesco por vía materna,  ser cabeza de linaje y de familia, la propiedad de la mujer sobre la tierra, la realización en forma exclusiva de  los trabajos más pesados de la labranza y transmisión en herencia  de todo esto a sus hijas. 

El tener a su cargo  la alimentación, le otorgaba a la mujer el papel más significativo dentro de la sociedad; la esfera doméstica o privada era la de mayor importancia, lo que le otorgaba máximo poder y prestigio social. El hombre por su parte,  se dedicaba a la pesca, a la caza y a la guerra, lo que correspondía al germen de la futura esfera  pública. 

La dote aportada por el novio al matrimonio, como indemnización por la pérdida de una mujer valiosa para la familia, era otro elemento de estas sociedades matriarcales, modalidad  contraria a las patriarcales, en las que era la novia quien aportaba la dote, al ser  desvalorizada por no tener participación en la vida productiva. 

La autonomía femenina en las sociedades matriarcales, no solo era económica sino también sexual, ya que podían elegir libremente a sus parejas, llegando a establecerse la poliandria en algunas sociedades. 

La antropóloga Rayna Reiter afirma que la esfera pública fue cobrando fuerza hasta separarse completamente, adquiriendo autonomía, especializándose en la administración de la sociedad y concentrando el dominio de todos los ámbitos, en manos de los hombres.

En el mundo occidental, la mujer se incorporó masivamente a esa esfera pública tras el inicio de la Segunda Guerra Mundial, aportando su trabajo; este ha sido muchas veces  subvalorado en distintas formas, bien haya sido por un salario menor al del hombre o por lo conocido como “techo de cristal”; pero nada de eso ha impedido el avance femenino en todos los terrenos.

Por su parte, la antropóloga Sherry Ortner sostiene la existencia de una  tendencia  generalizada en las sociedades humanas, a concebir los géneros con base en la oposición entre naturaleza y cultura;  la mujer es asociada con la representación de naturaleza/objeto y el hombre con la de cultura/agente de acción transformadora. Así se configura una jerarquía, en la que lo masculino es considerado como sinónimo de prestigio social y eso incide en cualquier tarea. 

En la actualidad aún existen sociedades primitivas en distintos lugares del planeta, como la matriarcal de los mosuo en las laderas del Himalaya,  pero también se encuentran otras igualitarias como la de los Illongot en Filipinas, en la que hombres y mujeres se alternan en todas las tareas.

La psicoanalista Mabel Burin rechaza la percepción de los hombres y las mujeres como categorías de personas cualitativamente diferentes, prefiriendo entender el  género como un proceso reflexivo y construido; afirma que considerar las diferencias entre ellos como permanentes y heredadas culturalmente y no como algo creado que además  evoluciona, es negar  las verdaderas relaciones entre ellos. 

No se trata de establecer una competencia entre los sexos, pretendiendo demostrar una supuesta superioridad de uno sobre otro, pues además de ser infantil, resulta inútil para sostener relaciones saludables;  lo verdaderamente fructífero implica que ninguna persona se disminuya a sí misma en razón de su sexo. Esto puede prevenirse desde la infancia, evitando mensajes y conductas que desvaloricen a las niñas o que las encajonen en estereotipos. Si desafortunadamente se ha sufrido ese perjuicio en la niñez, corresponde a la adulta asumir el trabajo y la responsabilidad de su vida y no adjudicársela ni a los padres que sin querer se equivocaron, ni a un potencial “príncipe salvador” que se encargue de ella como si fuera su padre.

Mariela Ferraro
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