Cuando éramos felices en la escuela

Los viejos pupitres de madera apenas se calentaban con el calor corporal porque la estufa siempre tenía problemas en invierno. Las horas de inmovilidad escuchando la lección congelaban nuestros dedos mientras intentábamos tomar apuntes: hacía más frío fuera que dentro de la escuela. 

Así aprendíamos sobre historia, lengua, geografía, matemáticas; y sobre la vida. Aprendíamos a respetar las instituciones, desde lo cotidiano, desde lo pequeño. No pensábamos en quedarnos a dormir en la escuela como un acto de rebeldía, a nadie se le pasaba por la cabeza. La rebeldía, a lo sumo, pasaba por hacerse “la rata”y escapar a un día de libertad que la mayoría de las veces terminaba siendo más aburrido de lo previsto. Quizás, éramos muy inocentes, pero no tengo dudas de que éramos felices. 

Soñábamos. Soñábamos con el futuro. De eso se trataba todo. De esforzarse y salir adelante con mérito propio sin que nadie nos regalase nada. 

Ese es un recuerdo compartido por muchos de los que fuimos a la escuela antes de que Argentina pierda completamente la razón. Antes de que aquello que sabíamos estaba mal, de pronto pase a estar bien. 

Pienso que mi generación fue, tal vez, una de las últimas que compartió esta idea. No por un complejo de sentirme el ombligo del mundo, sino porque todavía me acuerdo de un hecho político que viví de cerca estando en el secundario, y que creo, fue un antes y un después.  

No me olvido de estar junto a mis compañeros formando la fila para salir de la escuela viendo la cara nerviosa de los profesores. La salida se había demorado y no entendíamos bien por qué. Hasta que supimos que íbamos a ser “retenidos” en la escuela porque cerca del edificio se imponía el caos. 

A pocas cuadras se encontraba el Puente Pueyrredon de Avellaneda. Corría el año 2002 y el presidente era Eduardo Duhalde. En las calles había corridas, disparos y gritos: organizaciones piqueteras habían cortado el puente y había enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. Esa jornada pasaría a la historia con la muerte de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en manos de la policía. 

Ante los acontecimientos, la escuela fue nuestro refugio. Es que la escuela era también eso: un refugio, una extensión de nuestro hogar. En la escuela nos cuidaban, aunque en ese entonces éramos adolescentes y no lo entendíamos muy bien.  

Pienso que ese hecho fue una bisagra porque todo lo que vino después de ese trauma impactó notablemente en el vínculo entre la política y el orden. A partir de allí, se naturalizó la indiferencia del Estado ante los cortes de calles y las protestas. A partir de allí, el Estado prefirió evitar el costo político de tomar decisiones difíciles. Y nosotros como sociedad lo aceptamos. 

Desde ese momento se fueron naturalizando muchas cosas: la extorsión sindical, la extorsión de los movimientos sociales y el reparto de planes sociales por punteros; y claro, también la toma de los colegios por parte de los alumnos. La politización total de la escuela, el adoctrinamiento, entre tantas otras cosas. Todo esto creció al calorcito del kirchnerismo. Se nutrió de una idea sobre la que el kirchnerismo se ha jactado muchas veces y que tiene que ver con la politización absoluta de la sociedad. De meter a la política en nuestras casas. Y la escuela, el refugio, nuestra casa, se convirtió en un campo de batalla ideológico. La brújula se rompió y todavía no supimos arreglarla. 

En algún punto de estas palabras dije que en la escuela aprendíamos sobre las instituciones desde lo pequeño y desde lo cotidiano. Es importante esto, porque es la razón por la que vale la pena volver a poner en eje al sentido de la escuela. Volver un poco a la inocencia. Volver un poco a ser un felices.

La lucha de los Padres Organizados también fue un antes y un después. Quizás porque esos padres y madres fueron a la escuela en otra Argentina. Quizás porque los que somos padres no tenemos otra opción que no sea creer en el futuro. Quizás porque queremos que nuestros hijos también lo hagan.

Nicolas Roibas
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