Instante de gloria

En la casa de Achaguas recibió a Simón Bolívar, acompañado de jefes militares como los generales Manuel Cedeño, José Laurencio Silva, Tomás Montilla y Ambrosio Plaza, además de los civiles Miguel Peña y Francisco Yánez. Fue un honor para él, así como para su esposa Dominga, servir de anfitriones a tan célebres invitados.

Ofrecieron banquete de carne en vara, con guarnición de yuca sancochada, chicharrón, queso blanco y huevos. Esa noche de la primera semana de mayo de 1821, no se bebió vino porque la reunión tenía carácter de seriedad. Afinaban los últimos detalles de su campaña militar, dispuestos a juntar las fuerzas del Ejército Libertador para enfrentar el grueso de la tropa realista, cuya mayoría de batallones estaba acantonada en Valencia.

José Francisco Bermúdez, avanzando por la costa desde Cumaná, amenazaba con ocupar Caracas, mientras Francisco Tomás Morales, quien fue mano derecha y brazo ejecutor de las barbaries de Boves durante su era del terror, desalojaba la capital, buscando aglutinar su regimiento con las fuerzas unidas en Valencia. Rafael Urdaneta, empujando desde su bastión en Maracaibo, ni siquiera tuvo que combatir para ocupar Coro, porque la ciudad resultó evacuada por los españoles, dejando paso libre hasta Carora, Barquisimeto y San Carlos.

Están apretaos por tres flancos, lo que hay es que picarlos, dijo el llanero, mientras levantaba una ceja, moviendo sus ojos para echarle un vistazo a Dominga, quien, nada más al ver esa expresión picaresca adornándole el rostro, comprendió que no podría acompañarlo en el viaje cuando propuso liderar la vanguardia, como tantas veces lo hizo luchando contra el general Pablo Morillo, generándole dolores de cabeza al enemigo que puso precio de varios miles de pesos por su captura, vivo o muerto.

Al finalizar la velada, Bolívar dio instrucciones de partir a la brevedad posible rumbo al centro. La madrugada siguiente, diez de mayo, apenas cantaron los gallos, José Antonio Páez abandonó Achaguas. Liderando un cuerpo de mil infantes y mil quinientos jinetes, dos mil caballos de reserva y cuatro mil novillos, cruzó el río Apure por el paso Enriquero, comenzando su marcha hasta San Carlos. La conducción de tan crecido numero de animales en época de lluvias fue difícil. Todas las noches se dispersaban pastoreando, obligando a buscar y reunir el rebaño al día siguiente. La demora causó que el Libertador se adelantara para esperarlo en San Carlos.

El once de junio, un mes después de la cena en Achaguas, alcanzó la vanguardia de Bolívar, quien se alegró al saber que contaba con Páez y su caballería de lanceros, indispensables para las acciones militares desde que lograron hazañas asombrosas como la toma de las flecheras y fulminar los Húsares de Fernando VII, venciendo al general Pablo Morillo en Queseras del Medio, durante la campaña del centro. Además, el ganado, necesario para mantener a las tropas, era factor fundamental de logística para mantener su posición, cerca del campo de Carabobo, donde se atrevían a merodear algunos cuerpos realistas. 

Bolívar estudió cuidadosamente todo lo que tenía que hacer, sabiendo escoger sitio ideal para librar batalla. En función de sus características geográficas, realizó movilizaciones y maniobras para establecer una línea de operaciones a poca distancia de Taguanes, en una sabana en mitad del camino real entre San Carlos y Valencia, cerca de las colinas del Chaparral.  

Antes de salir del estrecho que conduce a la sabana, el Libertador ascendió a las alturas de Buenavista, desde donde pudo ver que el Mariscal de Campo Miguel de La Torre tenía plantados tres batallones dotados de batería en cada lado del camino trancando el paso hasta Valencia. Es demasiado arriesgado y peligroso atacar de frente. Imposible, nos matan a todos en la subida, murmuró uno de sus edecanes. Bolívar, consternado, sabiendo que también estaba cerrado el paso al sur en el Pao, y, en caso de retirada, su ejército quedaría atenazado por dos flancos en el estrecho entre Taguanes y San Carlos, mantuvo la mente fría. 

Estudiada la situación, ordenó a Páez atacar por el lado de Chaparral. Comandando la primera división, formada por el batallón Cazadores Británicos, Bravos de Apure y mil quinientos caballos, tomó un camino llamado Pica de la Mona, avanzando sin ser vistos para caer sobre el costado del adversario. La segunda división, liderada por Manuel Cedeño, constituida por la brigada La Guardia junto a los batallones Sagrado, Boyacá y Vargas, así como la tercera, encabezada por Ambrosio Plaza, con los batallones Rifles, Granaderos, y un regimiento de caballería, buscaron toparse de frente contra los realistas de La Torre en el camino real.  

Páez y sus Bravos de Apure fueron los primeros en teñir los suelos de sangre enemiga. Bajaron a la sabana por Pica de la Mona, cruzaron el riachuelo a todo galope, y, respaldados por Cazadores Británicos, que apoyó su avanzada con fuego acertado hasta agotar munición y utilizar punta de bayoneta, cayeron sobre la caballería española, que, al verse sorprendida, tuvo que ser asistida por los escuadrones Barbastro y Valencey, debilitando sus filas justo por donde atacarían las divisiones de Cedeño y Plaza.

Los llaneros del catire arremetieron mediante repetidas y veloces cargas, mientras Plaza cargó de frente. La caballería española quedó diezmada y Barbastro se rindió, pero Valencey dio pelea de la buena. Los cañonazos volvieron añicos la división de Ambrosio Plaza, quien cayó herido mortalmente al recibir metralla en el pecho. Cedeño, sin haber entrado en acción, avanzó para perseguir al enemigo, que ya se desbandaba en retirada hasta Valencia, pero, liderando su primera arremetida, recibió un balazo en la cabeza. 

Tres cuartos de hora bastaron para vencer a los españoles en el campo de Carabobo. El único de los tres comandantes de división patriota que vivió para contarlo fue Páez, quien, apenas supo derrotado al Ejército Pacificador de Su Majestad, con las manos ampolladas, la cara y punta de lanza tintas de escarlata, ojos destellando el brillo del enloquecido, temblando, con baba espumosa de perro rabioso brotando de su boca, cayó de su cabalgadura desmayado para sacudirse en el barro como un pescado, víctima de un ataque nervioso. 

Sus hombres lo atendieron, metiéndole un trapo en la boca, agarrándolo y echándole agua hasta que recobró el sentido, sin acordarse de lo sucedido. Mientras lo ayudaban a pararse, con escenas del combate parpadeando en su memoria, entró en sus cabales al recordar todo apenas vio acercarse al Libertador y Santiago Mariño, jefe del estado mayor, quienes observaron la batalla de Carabobo desde las alturas de Buenavista.

Repuesto del desmayo, quiso perseguir al enemigo y terminar de batirlo, pero al instante cayó un diluvio que entorpeció la misión. Bolívar lo tranquilizó, diciendo que lo mejor era reagrupar filas antes de caer sobre Valencia. En ese instante de gloria, bajo aquel aguacero relampagueante, en medio de vítores, el Libertador, en nombre del Congreso, lo ascendió al grado de General en Jefe    

Jimeno Hernández
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