La pérfida Albión

A finales de 1896, durante el segundo gobierno del general Joaquín Crespo, el país vive la amenaza de un conflicto internacional provocado por una potencia extranjera. Eduardo VII, Majestad del Reino Unido, los Dominios Británicos de Ultramar, y Emperador de la India, ve con buenos ojos eso de arrimar los límites de la Guayana Inglesa, atravesando la frontera natural del río Esequibo, hasta el brazo del Uruán, sumando nuevos territorios a las extensiones que arrebata discretamente a Venezuela. 

Las fuerzas oficiales repelen su avanzada a sangre y fuego, capturando un par de ingleses rezagados en la huida, justo antes de arriar la bandera izada por el invasor. La tropa enemiga observa, desde distancia prudente, el pabellón caer de su asta, para luego ser pisoteado y prendido en llamas, remplazado por el tricolor estrellado de amarillo, azul y rojo.

Apenas figura la noticia en titulares de periódicos, aquella escaramuza librada a orillas del Uruán, desperdigando un piquete insignificante, se convierte en la mejor propaganda para el presidente Crespo, a quien ya muchos acusan de perpetuar su hegemonía, como cualquier dictador, dudando de sus intenciones de abandonar el poder con los comicios presidenciales del año venidero, tal como establece la Constitución Nacional.   

El “Tigre de Santa Inés”, más vivo que zorro viejo, husmea oportunidad ideal para alborotar el gallinero. Con eso de “si caemos en mandíbulas de un león, nos jodemos todos”, halla manera de recuperar apoyo perdido, además de barrer bajo un tapete los escándalos de corrupción adornando primera página de diarios venezolanos. 

Loable y gran victoria para las tropas guiadas por el alma del propio Libertador en rechazo a una invasión armada, cuyo único designio es reducir el mapa de nuestra patria. Esa de valientes que rehúsa ceder un mísero centímetro cuadrado ante el voraz e insaciable apetito del imperialismo europeo, parásito ávido de explotar las riquezas guardadas por esos dominios que nos pertenecen.

En la Plaza Bolívar de la capital, así como ciudades principales de distintos estados, gente toma calles para protestar en acto espontáneo. Se realizan desfiles y manifestaciones de apoyo al gobierno. Los oradores levantan sus voces, denunciando la rapacidad de la que llaman “Pérfida Albión”, potencia monstruosa que, como cualquier depredador selvático, busca arrancar con sus fauces un pedazo de la presa, antes de terminar por devorarla entera. Sin dejar ni el carapacho, como dicen en los llanos. 

En Caracas, turnándose el púlpito del hemiciclo en el Capitolio Federal, los representantes, mediante arengas fogosas, exhortan al pueblo a unirse para impulsar una alianza y defender a las naciones americanas del peligro inminente que implica otra invasión perpetrada por conquistadores.

Cuando las gallinas empiezan a cantar como gallos de pelea, Crespo se dirige a la nación. Concede libertad a los presos políticos encerrados a lo ancho y largo del país, e invita a todo ciudadano, sin importar color de su partido, a enlistarse en las filas de resistencia, contingente necesario para enfrentar cualquier amenaza foránea que atente contra la soberanía de la república.  

Los reclamos de Inglaterra, estando rotas las relaciones con Venezuela desde 1887, precisamente por ocupar ilegalmente territorios de la Guayana Esequiba en tiempos de Guzmán Blanco, son expuestos, en tono insolente, así como acento fuerte, por el ministro alemán en Caracas, quien reclama reparaciones por semejante acto de irrespeto de soldados venezolanos contra la bandera del Reino Unido.

El general, como buen llanero, de esos que del casabe mucho sabe, voltea la tortilla para tostarla por el otro lado, criticando el aumento de fuerzas británicas que pululan las márgenes del río Cuyuní, así como el arribo de refuerzos a sus bastiones en las Antillas, especialmente aquellos acantonados en Trinidad. Para nadie es secreto que los bretones despachan armamento y mercenarios desde Puerto España, para internarse en la jungla sin ser descubiertos.

Mientras Crespo aumenta popularidad gracias a su espíritu patriótico y ese decreto del armisticio con antiguos refractarios al abrir las puertas de las cárceles, su homólogo estadounidense, Stephen Grover Cleveland, sigue con atención el último avance de Inglaterra y su empeño por tomar posesión de las bocas del soberbio Orinoco. 

Es hora de intervenir, anuncia en reunión con su gabinete en la Casa Blanca. Debemos frenar, de una buena vez por todas, la ambición del expansionismo británico. Proclamando la vigencia de la Doctrina Monroe, o esa teoría que dicta que América es para los americanos, aclara al canciller inglés, Lord Hardinge Giffard, primer Barón Halsbury, que los Estados Unidos estudia la posibilidad de inmiscuirse en el conflicto.

La resolución del presidente norteamericano disgusta a los ministros de la corona, quienes formulan quejas debido a la intromisión de un tercero en asuntos que no le conciernen. Una patrulla de fuerzas venezolanas incendió un campamento más allá de sus límites territoriales, apresó inocentes y vejó su bandera, acto infame que Gran Bretaña no piensa consentir, pues amerita retaliación. 

Ante los múltiples reparos por parte del canciller inglés, el propio Grover Cleveland, derrochando la diplomacia de quien aspira dejar claro que sus palabras no constituyen advertencia, sino promesa inquebrantable, expone sus razones al redactar misiva de ultimátum.

Si cualquier potencia europea osa traspasar sus límites con ánimos de abultarlos, tomando posesión de dominios pertenecientes a cualquier nación americana, contra su voluntad y en derogación de sus derechos, resulta difícil no juzgar tal acto como hecho indiciario que Venezuela podría ser la primera de una larga lista de estados vecinos, campaña cuyos procederes perjudica la paz y seguridad de los Estados Unidos.

Este litigio entre Venezuela e Inglaterra por el tema de Guayana ha llegado demasiado lejos, tornándose en situación que ahora incumbe a todo estado del continente. Es por ello que su gobierno debe actuar de inmediato, en aras de tomar medidas y determinar, con suficiente precisión, la verdadera línea que divide ambos territorios.

Propone ventilar la causa mediante un tribunal de arbitraje como método alternativo de resolución al conflicto, integrado por expertos en derecho internacional público, quienes podrán investigar el asunto, de modo exhaustivo, realizando trabajo minucioso, destinado a ponderar toda evidencia cartográfica e histórica traída a colación por ambas partes. Todo por impartir justicia, o dar a cada uno lo que le pertenece. Antes que se desate una guerra. 

El Congreso apoya por unanimidad la orden ejecutiva de impartir justicia mediante un tribunal arbitral. Sin embargo, la cancillería del reino rebate todo argumento para su intervención, negándose a validar esa tesis del presidente Grover Cleveland sobre la vigencia de la Doctrina Monroe. El Secretario de Estado, Richard Olney, envía comunicación a Lord Giffard, tildando la actitud de su gobierno como represiva, además de injuriosa para los Estados Unidos. 

Su Majestad Real, Eduardo VII, se muestra remiso a tolerar que le impongan voluntad ajena, exigiendo al primer ministro, Lord Robert Salisbury, así como el canciller, evitar estampado de rúbricas consintiendo cualquier acuerdo que implique rendirse ante las exigencias de un país que nada tiene que ver con el altercado en Guayana. 

La relación entre naciones anglosajonas toma sendero peligroso, tambaleándose al borde de un abismo, y cuando el suelo endeble del acantilado amenaza con precipitarlos al vacío de lo que puede significar el estallido de hostilidades, todo esfuerzo resulta infructuoso. Grover Cleveland está decidido a no dar el brazo a torcer. Para él, es arbitraje o guerra, Gran Bretaña decide, comenta el canciller en audiencia con el monarca en el Palacio de Buckingham.

Entonces, el dos de febrero de 1897, representantes de Venezuela y Gran Bretaña, después de una década, contada desde la ruptura de relaciones diplomáticas con la expulsión de sus respectivos embajadores de Caracas y Londres, se vuelven a sentar en una misma mesa de negociación, para firmar un tratado de arbitraje en Washington. 

Mientras tanto, en Caracas, a miles de kilómetros de la capital estadounidense, el general Joaquín Crespo, en vez de hilvanar trama de un teatro confuso, afanoso por ilustrarse con respecto al enredo surgido por las fronteras de Guayana, consulta el tema con un corrillo de sabios en el salón principal de la Casa Amarilla, para escuchar lo que cada uno pueda decir, brindando luces sobre el tema. Quiere respuestas, y las necesita ahora, antes que sea demasiado tarde. 

Pasea esa mirada inquisitiva que todos conocen y temen, pero ninguno de los presentes osa sostener. Quienes sienten el peso de sus ojos, negros y ardientes, como paraparas, clavan los suyos al piso, intentando esquivar esa primera pregunta, la única que nadie sabe responder.

-¿Y hasta cuándo durará esta vaina de la Guayana?           

Jimeno Hernández
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