Controles, ruina y esclavitud
El país se vive en tres dimensiones caóticas y ficticias. La primera dimensión es la que pretende el gobierno, negador de todo, evitador ingenuo de las consecuencias de sus acciones, irresponsable en el diseño de políticas y afianzado en esa afilada lanza del colectivismo voluntarista. Ellos asumen que el comunismo tiene que arrancar, que en algún momento el hombre nuevo va a ser parido por la revolución y que mientras tanto ellos ejercen la dictadura en su nombre. Ellos creen, por ejemplo, que es posible producir sin insumos, o que, de un día para otro, mediante decreto, se puede arrancar una fábrica. Sin preguntarse cómo y por qué, han asumido que el tema de los precios es político, y por lo tanto se puede -y se debe- fijar “precios justos” sin hacer el cálculo elemental de costos. Para ellos los costos son parte de la estratagema, y llevan años decidiendo cuáles si son y cuáles no son costos “legítimos”. A los últimos los niegan, como si la realidad fuera tan sencilla. Para ellos el dinero no es mayor problema porque cuando necesitan lo imprimen. Nicolás anda como aprendiz de brujo, empoderado por una ilegítima potestad de dictar decretos, y lo hace con la pretensión de obligar a la realidad a ser como él quiere que sea.
La dictadura económica tiene cuatro grilletes que el régimen usa a discreción: El control cambiario con dos tramos, que favorece la corrupción y estrangula al sector productivo. El control de costos y precios que inhabilita cualquier posibilidad de hacer empresa. La inamovilidad laboral que desestimula al empleo de calidad y le otorga place a los sinvergüenzas. Y la inseguridad ciudadana, patrocinada por la impunidad. Todas son modalidades expoliadoras. Todas violan el libre mercado y los derechos de propiedad. Si alguien quiere explicarse los por qué de nuestra hambre, simplemente tiene que conjugar las mil formas que estos cuatro grilletes tienen para afinar su capacidad destructiva. Claro que ésta es una hipersimplificación intentada para efectos pedagógicos. El régimen tiene diecisiete años legislando el destruccionismo económico, inventando formas para derrochar la riqueza de los venezolanos, intentando “expresiones populares” para contraponerlas a las instituciones republicanas. Si queremos tener la imagen más conspicua de todo ese tesón revolucionario, basta tener en cuenta lo que son y lo que hacen los colectivos chavistas.
La segunda dimensión de nuestro caos es la que viven los venezolanos. Es trágica, contradictoria y suicida. Sin importar la clase social, sea modesta, de clase media o de las más privilegiadas, buena parte de los venezolanos viven entrampados. Por un lado, repudian con intensidad al régimen. Lo culpan, y con razón, del hambre, el desempleo, la inseguridad, la procacidad, la sordidez, la trampa, la represión, las expropiaciones, la debacle de los servicios y la fuga de talento. Pero por la otra, exigen precios justos, tarifas congeladas, dólares baratos, aumentos de salario por decreto y plomo al hampa. Como diría Francisco de Miranda, nosotros somos un bochinche, un carnaval de insensatez, una imposibilidad de sindéresis, un charco de demagogia, una teta populista irredenta. Nosotros somos nuestro propio grillete. Porque ¿cómo se puede deslindar la causa de los efectos? ¿O los efectos de sus causas? Los venezolanos tienen que aprender a procesar la realidad con todas sus consecuencias. El mantra del venezolano que necesitamos debería ser “no hay almuerzo gratis”. Y cualquiera que te haya engañado te ha colocado en la situación de deber o de ser causa de la ruina de alguien.
El socialismo del siglo XXI fue un narcótico de irresponsabilidades. Se rumbeó el país. Cambió consumo por votos. Regaló las reservas, no solamente en malos acuerdos internacionales o dádivas a la corrupción de sus amigotes. No solamente eso. Provocó una burbuja de consumo por la cual vivíamos al máximo sin preguntarnos quien pagaba la fiesta. Y en eso se agotaron las reservas, los fondos, las posibilidades del país y esa experiencia psicodélica que ofrecía de todo a cambio de sumisión light. ¿De dónde salían los reales para que cualquiera se paseara por Europa a precio de gallina flaca? ¿De dónde salían los reales para “tu casa bien equipada”? ¿De dónde salían los reales para comprar uno, dos, tres, cuatro teléfonos de alto costo? La trampa del régimen fue crear un amplio consenso social fundado en el consumo irresponsable.
Claro que alguien pagó el almuerzo. Las empresas se vinieron a menos. Los servicios colapsaron. El empleo comenzó a desaparecer, el sector informal se incrementó, la gente comenzó a emigrar, y los más avezados comenzaron a preguntarse cuál era la trama que estaba detrás. Y el régimen comenzó a tener problemas con la frustración social. Pero aun con la evidencia del fracaso, los sorprendente es que el pacto implícito sigue vigente: Precios “justos” y su comendador. La gente repudia el chavismo, pero quiere intactas sus estratagemas. Rechaza el socialismo, pero quisiera retener sus beneficios. La mala noticia es que una cosa viene con la otra. Y que las dos confluyen en la quiebra del país. No hay tercera vía.
La otra dimensión es la realidad tal cual es, que no acepta detentes, ni demagogias, ni procesa ofertas populistas. En la realidad si se desatienden los costos los servicios se envilecen y pueden colapsar. En la realidad no es posible esa elasticidad infinita que mantiene empleos sin tener antes el ingreso para poder pagarlos. Y por supuesto, la realidad trabaja a costos y precios reales y, por lo tanto, las tarifas tienen que ser las que son y no las que el gobierno fije arbitrariamente. En la realidad no hay “justicia social” sino productividad y competitividad. La realidad indica que el gobierno sigue expoliando las reservas del país e impidiendo la reactivación económica. La realidad niega una y otra vez las promesas de Perez Abad o las ilusiones autoritarias de Padrino Lopez. La realidad es más compleja. En esa complejidad están las operadoras de servicios. El relleno sanitario de Caracas está a punto de colapsar porque los ciudadanos pagan un promedio de dos bolívares para su mantenimiento. Y las tarifas están congeladas. El agua potable ya no es potable, pero las tarifas de agua promedian menos de 100 bolívares mensuales. Y el régimen tiene miedo de moverlas. El servicio de energía eléctrica no está ni remotamente cerca de las exigencias del país. Pero pagamos tarifas que no permiten ni siquiera cancelar la nómina y tener un stock de repuestos que permitan soluciones rápidas y efectivas a los apagones. El servicio telefónico tiene unas tarifas risibles, y por eso mismo es malo con tendencia a empeorar. Y las operadoras de telecomunicaciones están ancladas a unas tarifas congeladas que no permiten mantener y menos actualizar lo que ahora mismo están ofreciendo.
En la realidad el régimen procedió a hacer una devaluación brutal. Equivalente a 13 veces el antiguo dólar SIMADI, y cerca de 100 veces respecto al tipo de cambio CENCOEX. Nadie duda que las empresas tecnológicas tienen componentes y compromisos externos que las obligan a ajustar las tarifas a las realidades actuales. De hecho, todas ellas acordaron con el régimen un ajuste y un compromiso de nuevas inversiones, porque la alternativa es la desinversión o el colapso. Se ajustaron las tarifas y rápidamente comenzó la conjunción turbulenta y suicida entre las dos primeras dimensiones trágicas que vive el venezolano. Y como vivimos las riberas del colapso de un régimen débil y contradictorio, ocurrió un frenazo tarifario. Ahora tendremos telecomunicaciones bamboleándose entre el colapso inminente y su condición inexistente, pero a “precios justos”. No hay peor estupidez.
Por cierto. Las mismas decisiones colapsaron nuestros salarios y nuestro poder adquisitivo. No son las empresas las culpables. Es el socialismo y su régimen quienes con indisciplina fiscal y saqueo de las reservas nos dejaron a nosotros guindando con un bolívar que da vergüenza. El gobierno nos ha empobrecido a todos, por eso mismo hay que cambiar de gobierno cuanto antes. Y en simultaneo hacer lo posible para que las empresas no terminen de cerrar. No es fácil, pero es el desafío que tenemos por delante. Y ese camino tiene mucho de sufrimiento y restricciones, pero al final nos compensará con una prosperidad más estable. Eso si no caemos en la tentación del “clavo que saca otro clavo”.
Porque mientras tanto la conducta de los parlamentarios de la supuesta alternativa no pudo ser otra que el reflejo de lo que venimos diciendo. Ellos, que viven cazando el pokemon populista, decidieron convocar a las operadoras de las telecomunicaciones para que “explicaran” el ajuste. ¿En qué país vive Stalin Gonzalez? ¿Cuál es su propuesta de política? ¿Representa esa posición la plataforma programática de su partido? ¿Qué piensan hacer ellos cuando lleguen al gobierno? ¿Cómo piensa financiar el subsidio? ¿Quién paga el almuerzo?
El caso es que a la hora de las chiquitas todos somos chavistas. Todos apelamos al socialismo, todos queremos seguir chupando la teta de la distribución irresponsable. Todos queremos seguir viviendo la mangüangüa imposible de un país arruinado con poses de primer mundo. El peor grillete que sufrimos tiene que ver con nuestra forma de encarar la política y la economía. Todos somos esclavos de nuestras propias ilusiones. Todos somos víctimas de nuestras propias fantasías.
Hablando de esclavitud, a Padrino López se le ocurrió que la forma de reactivar el campo es la leva agroindustrial. De acuerdo con su particular forma de ver al mundo, basta reclutar obreros y campesinos para salir del hambre. Eso sí, como el guión fue escrito a tres manos, Stalin, Mao y Castro, ellos pretenden usar la mano de obra, pero que otros la paguen y corran el riesgo. No le importa la dignidad humana, ni la declaración universal de los derechos humanos. Al parecer se ha pasado por su propio arco del triunfo los doscientos años de esfuerzo occidental para combatir la esclavitud en cualquiera de sus formas. Y lo que un esfuerzo represivo como ese puede significar para un régimen precario. Porque además se salta algunas preguntas esenciales: ¿Cuál rubro piensa sembrar en esta época? ¿Cuáles semillas piensa usar? ¿Cuáles agroquímicos? ¿Cuáles maquinarias? ¿Cuál talento? Lo que sorprende es lo banal del planteamiento. La cruel simpleza de sus soluciones. La crueldad que encubre. La inhumanidad que exhala. El viejo Marx decía que quienes no conocen la historia están condenados a repetirla, unas veces como tragedia, otras veces como farsa.
Pero nosotros la vivimos como farsa. Nuestro carnaval es la insensatez. No solamente la del régimen, también la que atañe a nuestra fatal incomprensión y a nuestra interesada connivencia con lo peor del socialismo autoritario que vivimos, esa parte que arruina y que nosotros aplaudimos sin pensar que somos la ocasión de lo mismo que culpamos. O aprendemos a cabalgar la realidad con todas sus consecuencias, o seguiremos estacados en una situación sórdida, donde nada va a abundar que no sea el colapso, la pobreza y el desencanto.
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