La amenaza
Estamos en la hora más conspicua de la política. Y de la política más dura posible. Aquella que hizo decir a Carl Schmitt que era el ámbito que se reduce a la distinción entre amigos y enemigos. Y no porque necesariamente tenga que ser así. Contamos con definiciones más amigables de la política, pero lamentablemente estamos siendo determinados desde la mentalidad y las expectativas totalitarias de quienes tienen todo el poder, y se resisten a compartirlo o a cederlo. Se nos ha forzado a reaccionar ante esa definición de la realidad, distante por cierto de la confluencia de los que se preocupan por lo público, o los que intentan practicar la tolerancia para convivir felizmente entre los diversos. No es nuestro caso, aunque así lo quisiéramos. Vivimos tiempos extremos, en los que podemos perderlo todo, o como alternativa ganar una posibilidad para reconstruir la república.
El objetivo del socialismo del siglo XXI siempre fue el poder total. Y lo dijo explícitamente en cada uno de los planes de desarrollo económico y social, en cada uno de sus textos políticos, en todas sus consignas, en cada discurso, en la forma como trataban a los que no pensaban como ellos, en la impunidad concedida a los suyos, en la persecución infligida a los políticos de la alternativa, en la preferencia de la corrupción sobre la probidad, en la constitución de mafias económicas y grupos paramilitares, en el daño ocasionado a la institucionalidad republicana, en el destruccionismo económico, y en la pretensión de que todos los ciudadanos nos convirtiéramos en siervos del sistema. No hemos llegado aquí por casualidad, y parte de la culpa política ha sido haber hecho caso omiso a cada una de las señales, intentando aplacar a una bestia voraz, pretendiendo domesticar al monstruo totalitario, ambicionando una convivencia con límites electorales, que nunca estuvo en los cálculos del régimen, que le es ajeno a su condición, y que por lo tanto, le resulta imposible de procesar.
Al régimen le cayó muy mal saberse en irrevocable minoría. La muerte de su caudillo, y el haberse tenido que contentar con quien aquel designó como heredero, abrió las compuertas de la lenta disolución de la que hoy hace gala. El carisma no se hereda. Y los líderes carismáticos son muy malos en lo único que les garantizaría una razonable sucesión, la construcción de instituciones fuertes que sean capaces de gobernar eficazmente. Nicolás luce ser víctima de sus propias circunstancias, tanto como su propio victimario. Recibió lo que él mismo ayudó a producir. Lo que recogió Nicolás fue un degradado sultanato tropical, lleno de trampas y coaliciones inestables. Recibió un país quebrado por la corrupción y el saqueo, que además debía lidiar con el colapso de los precios del petróleo. Sin recursos petroleros crecientes todo el modelo colapsó, al hacer imposible la lubricación del populismo distribuidor con el que narcotizaba y controlaba a buena parte de la sociedad. Sin recursos, y sin instituciones de gobierno, no había forma de transitar por los siniestros caminos de la crisis. Además, el realismo mágico no da para tanto. La ignorancia prepotente es el peor atributo para intentar gobernar, y al respecto, no ocurren milagros. Nicolás no solo no quería saber cómo resolver algo, sino que se rodeó de lo peor que podía procurar, porque la ignorancia es audaz, y porque se comió su propia premisa de ser un presidente obrero. No sabemos a ciencia cierta si él está al tanto de la magnitud de la crisis, lo cierto es que nunca ha pensado en irse. Su obsesión es la contraria, buscar las formas para quedarse para siempre, usando el poder tal y como le enseñaron, para el control total, y no para la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos. Su gran pecado es pensar que el poder es para eso, para su particular consumo, y no una capacidad que se pone al servicio de los más altos intereses del país.
Por esas razones nunca ha habido llamados genuinos y eficaces a la unidad nacional, ni a la constitución de un gobierno de ancha base para sortear lo peor del momento, ni siquiera la apertura de un justificado período de consultas para valorar las causas de la catástrofe. Las invocaciones a los diálogos, tanto como las ofertas de paz, no son otra cosa que una exigencia despótica de sumisión, que abarca desde la narrativa hasta las consecuencias prácticas de su imposición como dueño absoluto del país. Lo único que siempre ha ambicionado es el reconocimiento servil de su persona como gobernante supremo, y de su estilo y puestas en escenas, como la mejor forma de conducir a Venezuela.
El grupo que se mantiene en el poder decidió lo peor. Habiendo acabado con las reservas del país, comenzó a intensificar la represión política, y la más brutal indiferencia económica. Cárcel para la disidencia, y hambre para el pueblo han sido los resultados. El régimen dice, pero no hace. Está entrampado en una maraña de malos manejos que le incrementa los costos sin poder hacer nada al respecto. Intenta el desvarío de entregar una bolsa de comida para los sectores modestos, y pronto se descubre que cuestan cinco o seis veces más, gracias al peaje de la corrupción, y a una exigencia autorreferencial que les impide usar los mecanismos de mercado para resolver las crisis. El régimen se complace en sus esfuerzos propagandísticos, se cree sus propias mentiras, y acusa a todos los demás de tergiversar la realidad. Son ellos, empero, los que viven en un mundo perfecto pero falso.
El resto sufre las condiciones de la descomposición social en forma de violencia, crimen, inflación y depresión económica. El régimen no puede ver lo que no quiere ver, el hambre, la desnutrición, la muerte inexplicable, la enfermedad sencilla que se agrava por ausencia de lo más elemental, la cárcel, el exilio, la desbandada del talento, y el crimen que es producto de la cesión ilegítima del monopolio de la violencia, y de la explotación de negocios ilegales para favorecer a grupos cercanos. No le interesa ver lo que les ocurre a sus enemigos, que somos todos los venezolanos, despojados de derechos y garantías, y de cualquier posibilidad de encarar lo cotidiano con dignidad. Somos los enemigos del régimen, y así somos tratados.
Resulta extraño que, en el intermedio, alguien pueda pensar que el régimen muestre compasión, o quiera renunciar unilateralmente y pacíficamente a lo que considera exclusivamente suyo. Me parece ridículo que alguien crea que el régimen les va a oír sus súplicas para moverlo hacia la compasión o la vuelta a la legalidad. Eso solamente distrae y resta fuerzas a lo esencial. Porque el régimen no tiene interés en elecciones, no quiere pactar una salida política a la crisis, no está dispuesto a reconocer sus excesos y violaciones a los derechos humanos, no tiene como justificar el saqueo que ha protagonizado, y no cesa en violar cualquier atributo de dignidad. Las condiciones en las que mantienen a los presos políticos y el trato dado a la protesta son los argumentos más convincentes para asumir que, por ahora, el régimen no tiene entre sus escenarios de corto plazo un arreglo pacífico a la crisis del país. Peor aún, ni se da el tiempo, ni nos lo otorga.
¿En qué anda el régimen? Luego de tres años de represión y fracaso, cree haber descontado los costos de sus excesos, y también apuesta a que lo puede seguir haciendo. El cinismo político, del que hacen gala, se compone de esas jugadas temerarias. Asume que puede ser la otra Cuba, y que mediante desplantes y extorsiones puede lograr sortear la tormenta de indignación mundial. Sabe que no puede darse el lujo de tomar por la fuerza a la Asamblea Nacional, y que pocas ganancias le daría desalojar a la Fiscal al margen del procedimiento supuestamente constitucional. Pero le siguen estorbando las instituciones autónomas. Le molesta esa denuncia de ruptura del orden constitucional lanzado a los cuatro vientos, y que deja en entredicho cualquier asunción que se pueda tener sobre la idoneidad del TSJ. Le molesta la inquietud de las FFAA, y las dudas de los mandos militares sobre lo que está haciendo la GNB y la PNB. Le perturba el ambiente insurreccional que se expresa en la calle, los trancones, las marchas, y cualquiera de las expresiones de desacato y desobediencia civil, y, por lo tanto, todos los afiliados al proceso están bajo sospecha, y todos los ciudadanos están bajo amenaza. Como ellos no disimulan, se inventaron “la operación tun-tun” que no es otra cosa que la violación del domicilio privado para detener indebidamente a los supuestos enemigos del régimen. Le estorba la Constitución y el inventario de derechos y garantías. Le molesta que la ley ponga límites a sus atribuciones, y que, al fin de cuentas, sea un contraste monstruoso entre lo que la ley define y lo que ellos son realmente. Ellos están convencidos de que esa constitución era apropiada para la etapa populista del proceso, lubricada por la renta petrolera. Ahora llegó el tiempo de la otra constitución, en la que régimen y patria son la misma cosa y, por lo tanto, disentir será calificado como una traición a la patria. Y no habrá obstáculo para eso, porque esa nueva constitución será buena para ellos, y tenebrosa para nosotros.
Nicolás no se ha guardado las intenciones asociadas al fraude constituyente. En primer lugar, no es un proceso democrático, sino una grosera simulación del voto, para asegurarse una mayoría que no tiene. En segundo lugar, pretende desahuciar a la Asamblea Nacional de inmediato, y sustituirla por un cuerpo de leales incondicionales que van a dictar las leyes que se necesitan para consolidar el proyecto autoritario. En tercer lugar, quieren lograr la sustitución de la titular de la FGR, para manejar la justicia como el ariete que derrumba cualquier oposición al proceso. Necesita un sistema judicial alineado a las necesidades de reprimir y exterminar cualquier disidencia, y para eso, ahora les estorba la que ahora está a la cabeza. En cuarto lugar, quieren decidir un proceso de centralización política, eliminando gobernaciones y alcaldías, para sustituirlas por las comunas, el gran sueño del comunismo. No será todo el poder para las comunas, sino que usaran a las comunas para controlar todo el poder. En quinto lugar, necesitan eliminar la propiedad privada, al menos en términos de la disposición, con lo que se destierra definitivamente al sistema de mercado. En sexto lugar, quieren decidir una economía por decreto, destruir el sistema de precios, no dejar nada por fuera de los controles, acabar con cualquier resquicio de libertad económica, y transformar las necesidades de la gente en nuevas oportunidades de negocios para la cúpula militar-cívica dirigente. Por último, tienen que trasquilar la actual constitución, hacerla irreconocible para la democracia, y transformarla en un espejo de las ansias infinitas de poder que el grupo dirigente exhibe. Operará un ínterin de terror y revancha en la que todos sufriremos el colapso de las libertades. El régimen operará como ventrílocuo a través de este nuevo muñeco, y al final, si lo dejamos, anunciará una nueva legalidad, de la que se asirán desesperadamente para legitimar sus desafueros. No es la paz lo que buscan. La paz no les importa. Lo que realmente quieren es una base para disfrutar y disponer del poder total, sin que nadie pueda demandar una elección, sin que nadie pueda exigir un derecho. Vamos hacia el silencio totalitario.
Frente a esta amenaza estamos todos los venezolanos movilizados. Pero hay que entender la cualidad del desafío. No es un problema jurídico o procedimental. No es un problema que se va a resolver mediante un trámite legal. No es un problema que se resuelva invocando correctamente el articulado de una constitución violentada. No es un problema de semántica o de hermenéutica jurídica. Es un problema político, planteado en los términos más brutales. Y es un problema moral, porque estamos confrontando el mal con las limitadas posibilidades de la insurrección ciudadana, en representación de un chance para el bien.
En el diario filosófico de Hannah Arendt, se plantean tres preguntas cuyas respuestas pueden ser cruciales para nosotros. ¿De dónde viene el mal radical? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál es su suelo y fundamento? La experta en totalitarismos sugiere que en nada tienen que ver con lo psicológico o lo caracterológico. El mal depende y se expresa porque algunos -el régimen- se asumen como superiores frente al resto, y esa pretendida superioridad les hace pensar en consecuencia que pueden eliminarnos al resto en cualquier momento. Precisamente de eso se trata la amenaza constituyente, de la concepción de un proceso de exclusión, expulsión, abatimiento y liquidación del ser humano con dignidad, libertad, propiedad y sueños. Ellos decidieron que para eso necesitan un proceso turbulento, la constituyente, frente al cual supuestamente se hincarán para recibir a cambio todo lo que ellos quieren, y que está perfectamente previsto en el guión.
Insisto, no es un problema jurídico. El dilema es mucho más profundo. Tiene que ver con los derechos naturales del ser humano. Tiene que ver con la herencia de la civilización occidental, y sus 2500 años de construcción de la tolerancia y la convivencia. Tiene que ver con la antinomia que se plantea entre vivir o ser exterminados, ser libres o descubrir la servidumbre. No es un problema jurídico, es un problema humano. Por eso esta amenaza se conjura en las calles, con el desafío ciudadano, pero también con el escándalo internacional que siempre produce la cruel brutalidad del que solamente se apoya en la fuerza, sin entrar en razones, a cualquier costo. Escribo esto a 21 días de la consumación de lo que hoy es solo una posibilidad, recitando en voz baja los versículos del salmo 91, “Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora”, del régimen que envilece, de la represión que mata, del hambre y sed de justicia, del mal convertido en gobierno impío, de la ceguera y de la confusión que tanto daño hace, del que se entrega porque no entiende la tesitura de la lucha, del que se postra creyendo salvar algo, y del odio que nos hace transitar una y otra vez por el desierto del resentimiento. Ante esta amenaza que no deja de acercarse, pidamos que El Señor sea nuestra guía, nuestra fuerza y la causa de nuestras victorias.
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