El sexto elemento
Creo que debemos a Giovanni Sartori la formulación de una pregunta crucial: ¿Cómo luchar en democracia, por la libertad y contra la corrupción? La respuesta apropiada es todo un desafío, sobre todo porque en el camino se puede perder la democracia, y con ella, toda ilusión y capacidad. Ha sido, obviamente, el caso venezolano. La democracia se derrumbó y cayó víctima del atroz populismo, de la fatal ignorancia de sus élites, del caudillo arquetipal y de un inconsciente colectivo que nos escora hacia un socialismo silvestre, un sistema errado de presupuestos y convicciones que operan como puerta franca a los autoritarismos, y en el caso que nos atañe, al totalitarismo más perverso.
Nuestro totalitarismo es híbrido. Es una mezcla caótica de ideología marxista, con sus aplicaciones castristas, y el peor de los pragmatismos imaginable, porque se reduce a hacer todos lo posible para sobrevivir en el poder, sin importar costos sociales o cualquier tipo de violación a los derechos y libertades. Además, debido a ese mismo pragmatismo, totalmente abierto a constituir las alianzas más espeluznantes, bien sea con carteles de la delincuencia organizada, o con grupos terroristas que terminan apoderándose indebidamente, pero con cierta complacencia oficial, de porciones de territorio sobre el cual ejercen potestad e incluso soberanía. Parece inaudito, pero la única lógica que sobrevive dentro de un experimento socialista es que “todo vale” para mantenerse en el poder.
Por eso mismo esta descripción taxonómica queda muy incompleta si no describimos su funcionamiento, y calibramos las consecuencias de su permanencia. Debe quedarnos claro que este tipo de regímenes solo tiene como interés el retener el poder, porque sus objetivos se concentran en el saqueo sistemático de los recursos, y en combatir a sus enemigos de clase: el mundo libre, el mercado y la propiedad. Son sus enemigos porque no toleran nada que les haga sombra a sus propias tinieblas. Cualquier contraste los derrumba. Ellos, para sobrevivir necesitan ser el único argumento, la narrativa absoluta y la única versión imaginable, sin que haya posibilidad de contrastes. De allí el encierro, la censura, y la propensión a sustituir el conocimiento y el sentido común por teorías “conspiparanoicas” donde las consecuencias se cercenan de las causas, y el sentido común naufraga en el mar tempestuoso de una avasallante propaganda oficial. Todo este esfuerzo necesita afanosamente simplificar al individuo, despojarlo de criterio, obligarlo a pensar de acuerdo con la conveniencia del régimen. Requiere de la degradación del ciudadano hasta el sujeto idiotizado, elemental, conforme, dependiente y servil que no es capaz de imaginar la libertad.
No ocuparse del país los muestra a los ojos de los incautos como sumamente ineficientes. Pero es otra cosa, no es solo que no saben hacer, es que además no les importa. Lo de ellos no es atender las demandas ciudadanas, prestar el servicio eléctrico, garantizar el agua potable, suministrar alimentos o hacer viable el sistema de salud. Para ellos gobernar es solo la excusa para instrumentar sistemas sofisticados de saqueo de las finanzas públicas. Y lo hacen aun a costa de destruir la moneda, vaciar las reservas internacionales, arruinar la empresa petrolera estatal y devastar los recursos del país. Ellos, los supuestos constructores de un futuro perfecto, son la única causa de que no haya posibilidad de futuro alguno.
La perversidad, la mentira, las operaciones psicológicas y la propaganda son también parte de su saber hacer. Todo el aparato estatal se va especializando en la simulación. Necesitan garantizar la preeminencia de una ficción, la alienación a una falsa realidad, sembrar las dudas sobre lo que la gente realmente padece, jugar a la lotería social, hacerles ver incluso que algunos de ellos, los más fieles y leales, pueden llegar a ser partícipes de ese mágico milagro de estar “donde hayga”. Para ellos el saqueo del país es un privilegio reservado a “sus mejores”.
Pero para que toda esta trama funcione adecuadamente tiene que ir adornada de una lucha constante a favor de “nuevos derechos para las minorías”, mostrándose como puerta franca a cualquier exacerbación progresista. Los socialismos son, en ese sentido, paradójicos. Sus ciudadanos están muertos de hambre, pero muy orgullosos de los “derechos” que tienen “garantizadas” las minorías que ellos inventan y luego exacerban. No hay derechos humanos, pero dicen respetar a las minorías. El “lenguaje inclusivo” opera como una trampa adicional: destruye el lenguaje, perturba los significados, y aplasta la verdad debajo de los nuevos convencionalismos. La realidad, ahora carente de la posibilidad de ser narrada con limpieza y claridad, termina siendo partícipe de ese caos que solo conviene al saqueo. La perversidad consiste en sembrar la confusión, evitar la reflexión unívoca, alejar la situación concreta, y colocar a la gente en una nebulosa montada a propósito para evitar la objetividad que necesita la disidencia para plantear el proceso de diferenciación.
El régimen juega a eso, a la paradoja constante, a remover las entrañas, extirpando lo poco o mucho de raigambre moral que le quede a un venezolano que tiene razones para estar amargado, que además está hambreado y sofocado por las terribles circunstancias que le ha tocado vivir. El ciudadano, expuesto a un circo psicodélico, no tiene demasiado claras sus opciones, porque el socialismo los somete a un bombardeo psíquico que los obliga a desconocer su propia condición humana para terminar siendo una comparsa. El régimen se ufana de un control eficaz de la población, pero se niega a cuantificar los costos. Esa receta es cubana. El poder defendido desde una trinchera. El poder transformado en su propia finalidad. No es control legítimo sino los resultados de vivir sin derechos, diezmada la esperanza, víctimas de las embestidas del régimen y de la desbandada de los que no soportan.
Lo cierto es que hay mucha impudicia al exhibir tanta destrucción. Pasearse por las calles del país es apreciar con dolor tanto tiempo perdido para el ciudadano. El estado en sus términos convencionales, tolerado porque está diseñado para proteger la vida, la propiedad y la soberanía, cuando se le confiere demasiado poder, comete traición y se convierte en un fin en si mismo. En los socialismos es todavía peor, porque se transforma en un depredador que también practica una indiferencia atroz. El ciudadano luce desvalido. Todo ha quedado de su mano. Las carreteras quedan abandonadas a su suerte, monumentos y estructuras lucen derruidos. La oscuridad es la única compañera de las noches en cualquiera de nuestras ciudades. Empresas cerradas dan cuenta de la imposibilidad de convivir con el destruccionismo por diseño. Las empresas públicas corrieron la única suerte que podían tener, el saqueo de su talento y de sus capacidades productivas. Hospitales y centros de salud dejan de funcionar. La moneda pierde su sentido. La economía estalla y ya no envía las señales pertinentes para poder hacer el cálculo económico. Una tormenta perfecta.
El socialismo, que se atribuye el remoquete de “científico”, reniega de la razón y el sentido común. Desvalija el sistema de mercado para colocar en su sustitución el régimen de controles, como si fuera posible manejar la sociedad a través de un sistema de planificación centralizada. Confunde soberbia con conocimiento. No es capaz de discernir entre capacidad y posibilidad. Abjura de la herencia civilizacional para reemplazarla por un misticismo ideológico y un odio sistemático, donde ellos operan como chamanes confabulados con la fuerza bruta del que ejerce la tiranía. El resentimiento los coloca en posición de devastar el régimen de propiedad y creer que lo pueden sustituir por el voluntarismo estatista. Los resultados están a la vista: La gente se está muriendo de hambre.
En el transcurso ocurre un desmontaje atroz de la empresa privada. El fidelismo la estatizó completamente. La versión remozada de la vieja receta castrista abrió un dossier de posibilidades: estatización forzada, intervención de la autonomía de las empresas a través de controles, y “el modo Putin” de control económico: sofocar a los empresarios indóciles hasta obligarlos a la venta de sus empresas, que quedan así en manos de los amigos del régimen, los “enchufados”. Otra versión de la misma estrategia es la que permite el acceso preferido a privilegios cambiarios y de cualquier otro tipo a una cofradía limitada de empresarios que se dejan manosear a cambio de ser los testigos de “una economía sana”, llena de oportunidades, donde se pueden hacer alianzas con el gobierno, que resultan “favorables” para el país, que no aprecian la necesidad de mantener una visión holística del momento, y que por lo tanto dicen que es posible aislar la economía de cualquier cosa que ocurra en la política. Toda experiencia socialista tiene sus espacios para el ejercicio del cinismo. Por eso la justificación suele ser dramática y con tintes supuestamente heroicos. Los que se acercan a las vetas de la corrupción y se benefician de ellas dicen que ese resulta ser el precio que deben pagar para mantener la empresa abierta y los empleos asegurados. Una muy conveniente ceguera que llena sus bolsillos, al costo social de mantener la ilusión de un sector “privado” relativamente autónomo, alejado de la diatriba partidista, militante de las negociaciones y el diálogo, que “practica” un falso pluralismo y que propone una versión de la realidad donde la democracia está “ligeramente tutelada” por la ideología oficial. ¿Los identifica?
El poder totalitario se corrompe tanto como mantiene una obstinada vocación para corromperlo todo. Dicho de otra manera, el análisis no solamente tiene que considerar la descomposición progresiva del orden totalitario, sino sus efectos en el resto de la sociedad cuando se somete a la terrible circunstancia de vivir en la ilegalidad para poder sobrevivir. La sobrevivencia produce otra mirada, más complaciente, más resignada, o tal vez más ansiosa o alucinada. La consecuencia es que reduce a la desolación y a la servidumbre, como si de un remolino se tratara.
Pero lo más grave no es la desolación que provoca un régimen corrupto. Es la capacidad tremendamente astringente para disolver la integridad de quienes estarían llamados a confrontarlo. El sexto elemento es ese, la corrupción como operadora política de alto nivel, la práctica del cinismo como cultura predominante y excusa perfecta, el abandono de los valores como referentes, la extraña liberalidad con la que se asume la vivencia del totalitarismo, y esa sospechosa forma como asumen los tiempos de resolución, sin apuro, con pausas, lleno de emboscadas, con infatuaciones coreográficas, dejando indemne al régimen que dicen combatir. Y de nuevo, fomentando la desolación de una ciudadanía que no puede o no quiere comprender.
¿Qué es lo que el ciudadano no quiere comprender? Que el régimen tiene muchas formas de preservarse en el poder. Pero entre las más clásicas está el estímulo de la corrupción como forma de practicar el chantaje, ablandar progresivamente las conciencias y bloquear cualquier estrategia de coraje. Eso es mucho más masivo y más económico que la represión pura y dura, reservada para los más irreductibles. El escándalo continental provocado por Odebrecht da cuenta de cómo operó el buque insignia de la política socialista de apaciguamiento y domesticación. Miles de millones de dólares repartidos entre comisionados y comisionistas para salvaguardar las bases de los socialismos reinantes. Grandes, pequeñas y medianas prebendas repartidas generosamente para aquietar los ánimos y hacerlos poco menos que comparsas negadoras de lo que verdaderamente está ocurriendo.
La lucha política está contaminada por quienes no asumen que el cambio es posible porque el statu quo les resulta el máximo conveniente de sus posibilidades políticas, bien sea porque solamente sobreviven en ausencia de competencia abierta, o porque han aprendido a vivir muy bien del rol que los ubica como eternos partidos de oposición light. Sobreviven porque son parte del decorado totalitario. Y lo peor, saben que no sobrevivirían ni un minuto a un proceso de transición democrática.
El totalitarismo del siglo XXI ha usado la corrupción como herramienta útil de sometimiento. Ha envilecido los “deberes posicionales” (Garzón Valdés, 2004), aquellos deberes que se adquieren a través de algún acto voluntario en virtud del cual alguien acepta asumir un papel dentro de un sistema normativo. Esos deberes se han convertido en privilegios. Le han dado la espalda al sentido republicano del ejercicio del poder. La corrupción es no cumplir con esa obligación que viene con el liderazgo y el poder, es la traición a la confianza social otorgada, es la falta de cooperación con las expectativas sociales.
Te dan un cargo, ofreces con altisonancia y luego aflojas al momento de las acciones. La corrupción se aprecia entre la contradicción brutal entre el discurso y la práctica. Opera a través de la participación en un grupo que intenta influenciar en el comportamiento de los otros a través de promesas, amenazas o prestaciones prohibidas por el sistema normativo relevante, para obtener algún beneficio o ganancia indebidas. Esta trama grupal, mafiosa, subterránea, nunca la vemos, pero la percibimos en la decepción que generan esos operadores institucionales.
La corrupción es una inmensa y extensa telaraña, que no puede dejar de presumirse. Lo trágico es que, en el socialismo del siglo XXI, es además el mismo sistema normativo que favorece, enaltece y propicia la impunidad y la corrupción, porque ellos proponen y ofrecen que “dentro de la revolución ¡todo es posible!”. Vivimos un sistema normativo de complicidades y de corrupción abierta. Ese sistema y sus pueriles expectativas es lo que se tiene que abolir, porque el sexto elemento sostiene al socialismo del siglo XXI a pesar de sus muy malos resultados.
Debo finalizar advirtiendo con las palabras de Santo Tomas Moro, patrono de la política, que esa telaraña de la corrupción es una trampa que no podemos seguir ignorando. Está más cerca de lo que imaginamos, no podemos seguir suponiendo que afecta a los otros, a los malos, solamente al régimen, porque “si los males y desgracias de aquellos que están lejos no nos llegaran a conmover y preocupar, muévanos, al menos, nuestro propio peligro. Pues razón de sobra tenemos para temer que la maldad destructora (la corrupción) no tardará en acercarse a donde estamos, de la misma manera que sabemos por experiencia cuán grande e impetuosa es la fuerza devastadora de un incendio, o cuán terrible el contagio de una peste al extenderse. Sin la ayuda de Dios para que desvíe el mal, inútil es todo refugio humano”. Hoy más que nunca es imprescindible la restauración moral de la república, que solamente se logrará con cualquier modalidad de ayuda que restaure el bien y destierre el mal.
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