El perro Cenizo
En la Caracas de antaño, esa de principios del Siglo XX, existía un dicho popular que rezaba: -Ese es peor que el perro Cenizo-. Nombre, me refiero a “Cenizo”, con el que bautizaron los mozos capitalinos de la época a un canino, raquítico e incoloro, rechazado por las perras y personas a causa de su mal olor y carácter, personaje picaresco que se convirtió en el más famoso perro callejero de su tiempo.
Durante los años del gomecismo había cualquier tipo de empleos, en la Plaza Bolívar aparecieron “los placeros”, que en aquellos remotos tiempos eran llamados “Edecanes del Libertador” y fungían como una especie de custodios del espacio donde aún se encuentra en pie su estatua ecuestre, frente a la Casa Amarilla, en el centro de la ciudad. Los placeros eran policías armados de la autoridad proporcionada por la chapa, el uniforme y una buena escoba. Con el trabajo de éstos se fundó también una nueva empresa de “los silleros”, personajes que alquilaban asiento por un bolívar para que los los funcionarios que custodiaban el sitio pudiesen reposar las nalgas y así nació la profesión del “reposero”, pero eso es otro cuento a ser narrado en otra oportunidad.
Lo cierto es que algún día, a principios de la segunda década de los mil novecientos, un canino indigente apareció reposando al lado de la estatua de Bolívar. Por más que los barrenderos perdían horas y esfuerzos, intentando sacarlo a escobazos para que no volviera, más porfiado que un sapo, el perro Cenizo siempre regresaba al punto que escogió como hogar perpetuo, aunque todos intentaran botarlo de allí.
A eso de las once de la mañana, se le podía ver pasear alegremente por la calle para detenerse en un local ubicado entre las esquinas de Monjas a Principal. Se trataba de una taberna cuyo nombre no mencionan las crónicas, donde sus amigos humanos, bebedores de cerveza, le regalaban algún bocado de sus platos o vertían un charquito en el piso del elixir espumante de sus vasos. Y como eran varias las almas caritativas, él se presentaba todos los días, a la misma hora en la tasca, siempre listo para el aperitivo. Lo dejaban pasar con prestigio, como suele hacerse con los clientes habituales. Tenía hasta permiso de acercarse hasta la barra o las mesas para conducir un gracioso ritual, levantando una pata en gesto de saludo y posarlo en la rodilla de cualquiera de sus allegados.
Rápidamente fue haciéndose Cenizo famoso por sus peripecias al emborracharse todos los días. Al final de la tarde se le podía ver regresando directo a la plaza, con cierto tumbado en su manera de andar, apenas llegaba a su destino se echaba al lado de la estatua, con las patas para arriba, se rascaba el lomo contra el suelo, sacudiéndose como un pescado, sacando la lengua para luego dormirse con los cachetes colgando, enseñando los dientes en lo que parecía una sonrisa de guasón ocasionada por su feliz ritmo de vida.
Uno de los tantos “Edecanes del Libertador” le fue agarrando cariño y empezó a llevarle un sorbo de la bebida que tanto amaba por las mañanas, todo con el propósito de curar la resaca al pobre cuadrúpedo. En ese momento encontró un hogar, se hundió en el vicio de la bebida y jamás cambió de residencia hasta el exhalar su último aliento.
En menos de un año el animal se catapultó en la palestra de la fama local, convirtiéndose en personaje célebre entre la sociedad, todo un símbolo. Los transeúntes fueron observando su transformación en una criatura peluda, barrigona, ataviada de un collar con placa para identificarlo y aspecto de mascota bien cuidada. Muchos se desviaban de su camino hacia el trabajo tan solo para saludarlo, hacerle un cariño en el morro y obsequiarle unas sobras para que tomara el desayuno.
Cenizo llegó a convertirse en amo y dueño de la plaza, no aceptaba otro de sus congénitos se adentrara en sus dominios. Al instante que alguno se acercaba a su célebre hogar, se levantaba malhumorado para formar un escándalo a punta de gruñidos y ladridos con su clásico aliento a caña. No había parroquiano que no conociera a Cenizo como el más famoso de los Edecanes del Libertador.
A principios de 1936, tan solo un par de semanas después de la partida del Benemérito, amaneció también muerto el perro Cenizo al pie de la estatua, con la panza hinchada y las patas engurruñadas en dirección al cielo. Fue acontecimiento que conmocionó al público, significaba el final de un período y ese tipo de desgracias suelen venir de a tres y así mismo sucedió. La noticia corrió como el viento por la diminuta metrópolis, no tardaron en presentarse dolientes, todos para dejar flores en el sitio donde acostumbraba echarse. Cuenta un testigo del evento que algunos hasta derramaron lágrimas al enterarse del sensible fallecimiento de Cenizo y los presentes se consolaban, unos a los otros, con la misma frase que es ahora recordada como epitafio de su tumba desconocida:
-Murió feliz de una rasca y en sus dominios. Dios lo guarde en su gloria.-
Incluso se realizó una colecta entre los asistentes para darle al finado un entierro digno. Conmemorar el nombre de tan icónico animal en la vida cotidiana de la ciudad de los techos rojos resultó en un episodio bastante colorido e interesante. Luego de su tránsito hasta el otro mundo, un personaje pronunció un discurso cuyo corolario solicitaba erigir una estatua, cuya placa recordara las futuras generaciones la imagen y nombre del más reputado edecán del Libertador.
Al día siguiente la prensa de reprodujo un dibujo, copiado de una foto cortesía de Matías Alfaro, con una nota de obituario que decía lo siguiente:
-“Cenizo: un perro famoso”. Se convirtió en guardián de la Plaza Bolívar de Caracas. Lucas Manzano soportó difamaciones por proponer públicamente una estatua del noble animal.-
En esa fecha asumía la Presidencia el general Eleazar López Contreras y Eustoquio Gómez, primo del dictador extinto, resultó ultimado a tiros como un perro rabioso.
El asunto del velorio y entierro del perro Cenizo probó tener más abatidos que el de Eustoquio e hizo más ruido en la prensa.
Otro hecho colorido de nuestra interesante historia, pues como suelen decir:
-Muerto el perro se acabó la rabia.-
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