Las orillas del rencor
El proceloso mar de las casualidades los arrojó a las orillas del rencor y los rebajó a la ínfima condición de enemigos.
Niños curiosos, de familias pudientes, Barclays y Bedoyita fueron amigos en el colegio inglés más exclusivo de la ciudad. Sus padres se conocían y militaban en un partido político conservador.
Siendo adolescentes, todavía en el colegio, empezaron a distanciarse. Bedoyita quería ser músico, baterista, y soñaba con vivir en Nueva York. Barclays quería ser un político y fantaseaba con ser presidente o dictador.
El último año del colegio tuvieron una pelea no menor. Barclays trabajaba, después de clases, en un periódico conservador. A pesar de que solo contaba diecisiete años, ya era columnista político de ese diario. Era furiosa y radicalmente de derechas. Bedoyita leía las columnas de Barclays y se burlaba de su amigo porque usaba palabras rebuscadas, alambicadas, para darse aires de culto o culterano. Embriagado por la pasión musical, Bedoyita escribió un artículo sobre los Rolling Stones, se lo entregó a Barclays en el colegio y le pidió que lo publicase en el periódico. Barclays lo leyó y le pareció que estaba muy mal escrito. No dudó en hacerle numerosas correcciones de forma, de estilo, tratando de preservar el contenido, sin grandes alteraciones. El artículo apareció en el diario un domingo, firmado por Bedoyita. Pero no era el texto que Bedoyita había escrito. Barclays lo había corregido tan minuciosa y obsesivamente que Bedoyita se sintió traicionado por su amigo: al cuerpo del artículo le habían hecho tantas incisiones o heridas que lo habían dejado despedazado, sangrando, o así pensó Bedoyita. Por eso montó en cólera, llamó por teléfono a Barclays y le dijo:
-¿Quién carajo te has creído? ¡Has destrozado mi artículo! ¡Lo las hecho mierda! ¿No podías consultarme tus putas correcciones?
Barclays estaba seguro de que el artículo había mejorado, gracias a sus correcciones. Bedoyita creía que Barclays le había saboteado el texto con las más ruines intenciones. Me envidia, pensó. Por eso jodió mi artículo, concluyó.
La oportunidad de la venganza se le presentó a Bedoyita en la fiesta de promoción, tan pronto como concluyeron el colegio. Bedoyita acudió a la fiesta con su novia. A Barclays lo acompañó una amiga seis años mayor que él: modelo, extraordinariamente guapa y llamativa, un cuerpo deslumbrante, había cumplido veinticuatro años. Cuando Barclays entró en la fiesta tomado de la mano de ella, la famosa modelo Dalmacia del Valle, sus compañeros de promoción, incluyendo a Bedoyita, la miraron arrobados y salivaron distintos grados de deseo o calentura por ella. Los he dejado fríos, me están envidiando, pensó Barclays, orgulloso de su pareja. No tardaron en salir a bailar. Barclays sintió que había quedado como un dios ante sus amigos y que las chicas miraban a Dalmacia con hostilidad, pues la modelo era tan hermosa que las eclipsaba o ensombrecía.
Lo que Barclays no sabía ni sospechaba era que Dalmacia del Valle aspiraba cocaína. Cada media hora, ella se disculpaba, se retiraba al baño y volvía desbordada de euforia, sobreexcitada, con ganas de bailar todas las canciones. Mucho más perspicaz que Barclays, más astuto y malicioso, Bedoyita comprendió que Dalmacia acudía tan frecuentemente al baño porque estaba consumiendo cocaína a hurtadillas. Encontró la manera de coincidir sigilosamente con ella en la puerta del baño, sin que Barclays lo advirtiera. Entraron juntos y, al aspirar cocaína, compartieron un secreto, se hicieron cómplices de una conspiración ensimismada. Cuando a Dalmacia se le acabó la cocaína, hacia las cinco de la madrugada, le dijo a Barclays que iría un momento al baño y volvería enseguida. Pero no regresó. Se fue con Bedoyita, tal vez a comprar cocaína, o a follar juntos, o a ambas cosas. Lo cierto es que no regresaron ni tan siquiera cuando ya había amanecido. Con aire distraído y mirada esquinada, Bedoyita sedujo a la mujer más linda de la fiesta, se quedó con la pareja de su amigo. Barclays se sintió traicionado, humillado. Ahora estamos empatados, pensó Bedoyita.
Meses más tarde, ambos ingresaron a una universidad de prestigio. Barclays había estudiado mucho más que su amigo y tenía mejor memoria que él. Debido a eso, entró en el puesto 28 y se ufanó de ello. Bedoyita, menos competitivo, más relajado, estuvo satisfecho de ingresar en el puesto 314.
Raramente se encontraban en la universidad y, cuando lo hacían, apenas cruzaban palabras. Barclays quería estudiar leyes, ser un abogado, dedicarse a la política, llegar a ser presidente de la nación. Bedoyita, menos ambicioso, más artista, quería estudiar literatura y ser un escritor: había desertado del sueño de ser músico, aunque continuaba siendo un baterista aficionado. Barclays se hizo famoso porque salía en televisión hablando de política, entrevistando a políticos, a pesar de que apenas contaba diecinueve, veinte años. Ganaba mucho dinero para su edad. Manejaba un auto de lujo. Viajaba asiduamente a Buenos Aires, su ciudad favorita. Bedoyita consiguió trabajo como reportero de una revista semanal. Escribía con un talento singular. Escapaba de la fama como si fuera una enfermedad mortal. No se dejaba fotografiar. No hacía vida social. Era un ermitaño, un misántropo, un anacoreta. A veces se encontraban en alguna discoteca subterránea. Bedoyita lo saludaba displicentemente y se alejaba de él, como si Barclays apestara. Me envidia porque soy famoso, porque gano más dinero, porque tengo un auto espectacular, pensaba Barclays. Es un exhibicionista, un narcisista, un idiota incurable, pensaba Bedoyita.
Cuando Barclays empezó a publicar una columna en la revista semanal que competía con la de Bedoyita, este lo llamó por teléfono, furioso, y le dijo:
-Eres un traidor. Me copias, me imitas. Pero esa revista es una mierda. Quebrará en poco tiempo.
Bedoyita tenía razón: la revista en la que publicaba Barclays desapareció de circulación.
Acicateado por su madre, una mujer poderosa, Barclays perseguía la fama, el poder, el dinero. Bedoyita, con gran elegancia, evitaba todo aquello sistemáticamente. Era imposible tomarle una foto, hacerle una entrevista, pillarlo sonriendo en una fiesta. Era un espectro huidizo, un escritor afantasmado. Como Barclays era famoso y tenía dinero, no tenía dificultades en seducir a algunas de las mujeres más lindas de la ciudad. Bedoyita salía con una cantante que tenía fama de lesbiana. Era preciosa. Sus ojos prometían el nirvana o su antesala. Tenía una voz sobrecogedora. Cantaba los fines de semana en bares exclusivos para melómanos. Se llamaba Genoveva. Solo vestía de negro. Fumaba marihuana todos los días. Tenía una hierba para estar contenta, otra para ponerse triste y una más para cantar mejor, o para animarse a cantar. Cuando Genoveva y Bedoyita pelearon y se distanciaron, al parecer porque Bedoyita amaba la fiesta de los toros y a ella le parecía una ceremonia sádica y cruel a la que se negaba a asistir, Barclays no tardó en invitarla a su programa de televisión. La entrevistó, la aduló, la cubrió de elogios inmoderados, la trató como a una diosa. Sensible a los halagos, vulnerable a las palabras almibaradas del anfitrión, Genoveva disfrutó inmensamente de la entrevista, sintió que se elevaba, que levitaba, que volaba. Tal vez por eso se entregó a Barclays esa misma noche. Hicieron el amor, o tuvieron sexo rudo, en el auto de Barclays, mirando el mar de noche, esa penumbra infinita. Luego fueron al apartamento del periodista y follaron nuevamente. Genoveva no sabía que Barclays estaba vengándose del incidente de la fiesta de promoción, de la perfidia de Bedoyita cuando sedujo y poseyó a Dalmacia del Valle, afiebrados de cocaína. Genoveva pensó ingenuamente que Barclays se había enamorado de ella, que la llamaría, que saldrían juntos. Pero Barclays no volvió a llamarla. Como era predecible o inevitable, Genoveva terminó contándole a Bedoyita que se había acostado con Barclays. Le echó la culpa a la marihuana. Estábamos muy volados, dijo. Bedoyita pensó: Barclays es un traidor, me sigue copiando, me sigue imitando.
Tiempo después, Barclays publicó su primera novela. Tuvo un gran éxito de crítica y ventas. Desde su revista, Bedoyita se empecinó en desprestigiar a Barclays y su novela. Todas las semanas escribía y publicaba unas cartas, adjudicándoselas a supuestos lectores cuyos nombres se inventaba, que decían las cosas más insidiosas y envenenadas contra Barclays y su novela. Era lo que Bedoyita a buen seguro pensaba, solo que no lo firmaba él, tan renuente a la exposición pública, sino unos lectores que él, pícaro, agazapado, se inventaba. Barclays sintió que Bedoyita envidiaba su improbable éxito como escritor. Barclays publicaba una novela cada dos años. Sus libros se vendían bien, tenían buena crítica, a veces ganaban premios. Desde su revista, anónimamente, Bedoyita hacía una escabechina de Barclays no solo en las cartas de los supuestos lectores que él escribía furtivamente con mala leche, sino en las críticas literarias que un escritor, Iván de la Nuez, amigo suyo, publicaba contra los libros de Barclays, siempre rebajándolos, menoscabándolos, diciendo que eran pura basura comercial, burdas operaciones de mercadeo y propaganda, cosas que daban asco, repugnancia. Dolido, Barclays pensaba: Bedoyita e Iván de la Nuez están enfermos de envidia, no perdonan mi éxito como escritor. Desdeñoso, Bedoyita pensaba: Barclays no un escritor, es tan solo un vendedor de libros, un vendedor de sí mismo.
Sin embargo, Barclays seguía leyendo los artículos que Bedoyita publicaba en la revista semanal y pensaba que su amigo escribía como los dioses y debía dedicarse a escribir una gran novela o un libro de cuentos. Sí, es cierto, escribe mejor que yo, pensaba Barclays, pero no por eso voy a dejar de escribir: uno escribe no como quiere, sino a duras penas como puede.
Se encontraron un par de veces en restaurantes. Barclays se acercó a saludarlo, le dejó su teléfono, le pidió que lo llamase para salir a cenar, pero Bedoyita no condescendió en llamarlo.
Barclays siguió siendo famoso, obscenamente famoso, y se hizo rico por las fortunas que ganaba en televisión y por antiguos dineros de familia. Cada dos años publicaba una novela y se fatigaba promocionándola en viajes crecientemente vanos o envanecidos. Bedoyita renunció a la revista semanal y fue contratado como editor de un periódico influyente. Desde esas páginas, se las ingenió para fichar a otros críticos que se ensañaron sin compasión con las novelas de Barclays.
El proceloso mar de las casualidades los arrojó a las orillas del rencor y los rebajó a la ínfima condición de enemigos.
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