Los dineros escondidos
Huyendo de un huracán que destruyó Miami, siguiendo a una mujer de la que se había enamorado, Barclays se mudó, manejando un camión alquilado en el que llevaba todas sus cosas, a Georgetown, en la capital del país, Washington DC, obsesionado con terminar una novela torturada y confesional que había iniciado en Madrid, el año anterior.
A pesar de que su novia, quien había sido admitida en la escuela de ciencias políticas en la universidad de los jesuitas en Georgetown, lo alentaba para que él también estudiase en aquella universidad, en la prestigiosa escuela de relaciones internacionales, Barclays se plantó como un camello en el desierto, se dejó caer en la arena, exhausto, y le dijo a su novia que no iría a clases en la universidad ni estudiaría nada de nada, pues, si quería terminar su novela, tenía que dedicarse a ella a tiempo completo.
Alquilaron un apartamento en la calle 35 de Georgetown, a pocas cuadras de la universidad. No tenían un auto, el edificio carecía de cochera. Vivían con razonable austeridad. La novia de Barclays se había endeudado para pagar su maestría en ciencias políticas. Barclays vivía de sus ahorros. Se había alejado de su país de origen, en protesta por un golpe de Estado. No quería volver a la televisión. Quería ser un escritor. Su novia le decía que tal cosa era una quimera. Terco como una mula, Barclays se aferraba a ese sueño quijotesco. Los fines de semana caminaban al cine y cenaban en un restaurante francés. Durante la semana, era Barclays quien, ya de noche, después de escribir, caminaba hasta el supermercado Safeway, en la avenida Wisconsin, a unas doce cuadras de su apartamento, con una mochila en la espalda que no pesaba porque iba vacía, pero que, a la vuelta, cargada de provisiones, pesaba como un muerto, Barclays caminando a duras penas, como corcovado.
Una noche, en el supermercado, buscando bananas, uvas y manzanas en la luminosa sección de frutas, comiendo furtivamente una uva tras otra, Barclays se encontró con un viejo amigo del colegio, al que no veía hacía once largos años, desde la fiesta de promoción: Octavio Herrero, el hijo del general Herrero. Fue Barclays quien lo vio, se acercó a él y le pasó la voz. Se dieron un abrazo. Herrero estaba idéntico a como Barclays lo recordaba del colegio: alto, fornido, moreno, el pelo rapado como cadete militar, la ropa ajustada para alardear de sus músculos, el reloj de oro, la cadena de oro, la postura tiesa de militar que había aprendido de su padre, el famoso general Herrero. Durante la dictadura militar, cuando Barclays y Octavio estaban en el colegio y ya se trataban como amigos, el general Herrero era uno de los hombres más poderosos del régimen: fue ministro de pesquería y luego ministro de economía. Por eso, su hijo Octavio llegaba al colegio en un auto negro, con guardaespaldas. Por eso, cuando Barclays y Octavio iban al cine los fines de semana, dos o tres guardaespaldas los llevaban en una camioneta blindada y entraban al cine con ellos, sin pagar. Octavio Herrero era, pues, un joven importante, poderoso, o con esas ínfulas caminaba, y ciertamente no procuraba disimularlo. En las vacaciones del verano, viajaba con su familia a los Estados Unidos y regresaba cargado de ropa de lujo, relojes de alta gama, discos de moda y botines deportivos de última generación.
Hasta que la dictadura militar cayó, volvió la democracia, la justicia investigó al general Herrero y encontró pruebas de que el espadón había robado mucho dinero, siendo ministro de pesquería y luego de economía. Faltaba un año para que Barclays y Octavio concluyesen el colegio y de pronto el general Herrero fue acusado de ladrón y coimero, de comprar armas de guerra a los rusos, pagando obscenos sobreprecios: salió en las portadas oprobiosas de los diarios y fue encerrado brevemente en una prisión y luego despachado a su casa, bajo arresto domiciliario. Octavio Herrero pasó de ser el joven poderoso del colegio al apestado, el paria, el hijo de un general ladrón. Perdió muchos amigos. No perdió la amistad de Barclays. Ahora iban al cine caminando o en taxi, sin guardaespaldas, y era más cómodo así. Barclays no le preguntaba por su padre ni le hablaba de política. Después de la fiesta de promoción, a la que Octavio acudió con su novia, la hija de otro general caído en desgracia, y en la que se lio a golpes con un amigo borracho que se burló de su padre, Octavio y Barclays no habían vuelto a verse. Ahora Barclays era el famoso, el poderoso, porque en once años había hecho una carrera estelar en la televisión, y Octavio seguía siendo, muy a su pesar, el hijo de un general ladrón.
Cenaron juntos ese fin de semana. Octavio insistió en que Barclays fuese a su apartamento. Para sorpresa de su amigo, Octavio le pidió que fuese solo, sin su novia. La novia de Barclays se sintió discriminada por Octavio y quedó en salir con una amiga argentina. Como Barclays no tenía auto y debía tomar el autobús para llegar a los suburbios donde vivía Octavio, este le dijo que pasaría a buscarlo. Lo recogió en un auto negro espectacular, a todo trapo, como si ahora él fuese el ministro y no su padre. Barclays se sorprendió de que su amigo condujese un auto tan costoso, pero no hizo preguntas indiscretas. Octavio manejó hasta su apartamento. Vivía en un edificio lujoso, no muy lejos de la American University. Nada más entrar al piso, Octavio le mostró, orgulloso, todos los ambientes: era una soberbia propiedad de tres habitaciones, tres baños. Octavio Herrero vivía solo, se había divorciado de una estadounidense natural de Maryland, no tenía hijos, no quería tenerlos. Había estudiado en la American University, se había graduado sin pena ni gloria, había fundado una empresa de consultoría, de momento no tenía clientes, en rigor no trabajaba, aunque arrendaba una oficina cerca de su apartamento, en la que simulaba trabajar, haciendo llamadas telefónicas a exnovias y amigas en países lejanos, a las que, decía él, en tono socarrón, quería «pasar por las armas».
Octavio y Barclays tomaron tantas botellas de vino que perdieron la cuenta y entonces Octavio, emancipado de la culpa, le contó a Barclays sus secretos más sórdidos: su padre, el general Herrero, había muerto de cáncer cuando Octavio, ya en Washington, estudiaba en la universidad; como su padre era viudo y Octavio hijo único, este había heredado los bienes de su padre: los bienes declarados formalmente en el testamento eran una casa mesocrática en un barrio de militares ladrones, un apartamento en la playa, un auto viejo y una cuenta bancaria bastante diezmada. Sin embargo, antes de morir, el general Herrero le confesó a su hijo que tenía una cuenta secreta en un banco panameño y otra en un banco suizo, cuentas que no habían sido halladas por la justicia. Le dio los papeles, las contraseñas, las tarjetas con los nombres de los oficiales bancarios a quienes debía contactar, los documentos que lo designaban solitario heredero de aquellas cuentas furtivas, aquellos dineros mal habidos. Pero, por delicadeza o por vergüenza, el general Herrero no le dijo a su hijo Octavio cuánto dinero había escondido en esas cuentas. Cuando Octavio sepultó a su padre en un cementerio en las afueras de la ciudad, no sabía, no tenía cómo saber, cuánto dinero recibiría. Solo después de viajar discretamente a la ciudad de Panamá y a Zurich, Octavio comprendió que era millonario: en el banco panameño había poco más de cuatro millones de dólares, y en el banco suizo poco más de ocho millones de dólares, aunque en francos suizos. De la noche a la mañana, Octavio Herrero pasó de ser un estudiante esforzado, con beca parcial de la universidad en Washington, a un joven sentado sobre una fortuna superior a los doce millones de dólares, todo dinero sucio, sobornos de los rusos.
-¿No pensaste en devolver el dinero? -le preguntó Barclays.
Octavio se permitió una sonrisa cínica y respondió:
-Pensé que eras mi amigo.
Temeroso de que la justicia le confiscase los dineros escondidos, Octavio abrió una cuenta en un banco en Washington, a la que transfirió cuatro millones de dólares, compró el apartamento y el auto de lujo, y escondió el resto del dinero en varias cuentas a su nombre, en bancos de las Islas Vírgenes Británicas, un paraíso fiscal.
Aquella noche en que se reunieron tras once años sin verse, Octavio y Barclays conversaron, bebieron hasta el amanecer y recién entonces Octavio llevó a Barclays a su apartamento. Su novia lo esperaba despierta, furiosa:
-¡Tu amigo Octavio es un patán! -bramó.
A sabiendas de que ella comprensiblemente había elegido odiar a Octavio para toda la vida, Barclays prefirió no contarle los secretos de su amigo.
Desde entonces, cada tres o cuatro semanas, Octavio insistía tanto en volver a reunirse, que Barclays acababa cediendo y lo visitaba y bebían vino de la mejor calidad, cortesía de Octavio, luego de cenar en algún restaurante que Barclays, sibarita, escogía. Hablaban de política, de mujeres, de los amigos del colegio. Octavio no tenía novia ni quería tenerla. Conocía una agencia de prostitutas de lujo que lo visitaban con solo llamarlas por teléfono: cada encuentro costaba mil dólares y no podía exceder las dos horas, a menos que pagase un suplemento. El divorcio lo había dejado cínico, amargado. No quería casarse otra vez. No quería tener hijos.
Una noche, borracho, Octavio le dijo a Barclays que quería traer dos millones de dólares de las Islas Vírgenes Británicas a un banco en Washington. Le daba miedo tener tanto dinero en bancos británicos. Quería tener su plata más cerca. Quería disponer de sus millones más fácilmente. Entonces le propuso a Barclays:
-¿Qué te parece si abrimos una cuenta de negocios mancomunada, tú como titular, como dueño del negocio, que me permita mover mi dinero, pero declaramos que es tu dinero, tu negocio, y que yo soy tu gerente?
Barclays se quedó perplejo.
-¿Es decir que yo sería tu testaferro? -preguntó.
-Sí -respondió secamente Octavio.
-¿Y si saco dinero de la cuenta sin consultarte? -preguntó Barclays.
Octavio soltó una risotada y dijo:
-Confío en ti. Nunca harías eso. Eres un hombre de bien. Te conozco demasiado.
Quizás porque estaban borrachos, o porque lo quería de veras, Barclays se emocionó y abrazó a su amigo.
Unas semanas después, Barclays, con la ayuda de un abogado que le consiguió su amigo, fundó una empresa de servicios artísticos, se declaró único dueño y consignó a Octavio Herrero como gerente con plenos poderes de la compañía que, para obtener ventajas tributarias, basó en Delaware. Luego fue al banco con Octavio, abrió una cuenta a su nombre, dejando estipulado que solo él y Octavio podían tener acceso a ese dinero, que habían transferido desde las Islas Vírgenes Británicas, razón por la cual ambos recibieron tarjetas de débito. Saliendo del banco, Octavio le dijo:
-Si de vez en cuando quieres usar la tarjeta para comer en un restaurante con tu novia, o pagar las compras del supermercado, puedes usarla con total confianza.
-De ninguna manera -dijo Barclays-. Es tu dinero. No tocaré un centavo.
Además, Barclays todavía disponía de sus ahorros en el banco, y vivía cómodamente, porfiando por terminar la novela. Durante dos años, el acuerdo funcionó sin sobresaltos: Barclays posaba como dueño del dinero de la cuenta mancomunada, pero Octavio lo gastaba con largueza y desahogo.
Sin embargo, dos años más tarde, cuando su novia se graduó de la escuela de ciencias políticas y él despachó por correo el manuscrito de su novela a varias editoriales españolas, Barclays había gastado el ochenta por ciento de sus ahorros y comenzaba a preocuparse por el dinero: si ninguna editorial le compraba la novela, se vería obligado a volver deshonrosamente a la televisión y se sentiría derrotado a los ojos de su novia.
Semanas después de la graduación de su novia, preocupado porque Octavio no respondía sus llamadas ni sus mensajes en el contestador telefónico (en aquella época Octavio y Barclays no usaban correo electrónico, ni tenían celulares), Barclays subió al autobús y se dirigió al edificio donde vivía su amigo. Al llegar, se identificó con el portero, que ya lo conocía, y le dijo que venía a ver a Octavio. El portero enmudeció, hizo un gesto adusto y dijo:
-¿No sabe lo que le pasó?
-No -dijo Barclays.
-El señor Herrero falleció -dijo el portero-. Falleció en un accidente. Estaba manejando de noche, no vio a un camión parado y se estrelló con el camión.
Barclays quedó mudo.
-El señor Herrero perdió la vida en la escena del accidente.
Luego añadió:
-Lo encontraron decapitado.
Barclays odió al portero por decirle algo tan truculento que bien pudo haberle ahorrado.
-¿Dónde lo enterraron? -preguntó.
-No lo enterraron -dijo el portero-. Lo incineraron. Un tío suyo vino a recoger las cenizas.
Barclays regresó caminando hasta su apartamento. Caminó una hora de bajada por la avenida Wisconsin. Estaba triste y furioso, destruido y rabioso. La vida era cruel, despiadada. Quería contarle a Octavio que una editorial española, Seix Barral, había comprado el manuscrito de su novela, pero ahora su amigo estaba muerto, reducido a cenizas.
Algún tiempo después, Barclays fue al banco con el certificado de defunción que acreditaba el fallecimiento de Octavio Herrero y lo dio de baja como gerente de su compañía. Fue así como, gracias a su amigo desaparecido, Barclays recibió un millón doscientos mil dólares, cuando ya casi se había quedado sin ahorros. Fue así como Barclays reunió su primer millón.
Crédito: La Nación
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