Morir en el mar
Uno
En el colegio británico más caro y refinado de la ciudad, el Markham, el joven Alfredo Tomassini, quince años, cursando quinto de secundaria, era, con diferencia, el mejor futbolista de la promoción, del colegio, de la historia del colegio. Hijo de inmigrantes italianos, Tomassini jugaba en la selección del colegio como centro delantero, con el número nueve en la espalda. Era recio como un toro. Era veloz como un halcón persiguiendo a su presa. Tan pronto como recibía la pelota, la pateaba hacia adelante y se echaba a correr con la fuerza de una pantera. Era rapidísimo, un atleta, el mejor del colegio en cien metros planos. Además, controlaba la pelota con una habilidad endiablada y burlaba a los rivales sin despeinarse demasiado. Todavía lejos del arco, improvisaba unos disparos que parecían morteros, cañonazos. Sus goles eran espectaculares. Hasta los rivales, pasmados, lo aplaudían. Metía tres y cuatro goles por partido, todos o casi todos desde muy lejos del arco, demostrando la insólita potencia de su pierna derecha, su arma más temida.
Cuando terminó el colegio, sus padres, un médico respetado y una hermosa modelo, preocupados por la crisis que devastaba al país, le pidieron que se marchase a estudiar a los Estados Unidos, a Europa. Le dijeron que podía conseguir una beca, gracias a sus portentosas habilidades como futbolista. Siendo hijo y nieto de italianos, podía obtener la nacionalidad de Italia y jugar el fútbol en alguna universidad o algún club de ese país. Pero Alfredo no quería alejarse del país en que había nacido, el Perú, a pesar de las dificultades que lo azotaban. Su sueño era jugar en el club más popular del país, Alianza Lima, y luego en la selección nacional. Pensaba que, si se marchaba a Europa, no lo tendrían en cuenta para convocarlo a la selección. Por eso, terco, porfiado, contrariando a sus padres, eligió quedarse en un país que parecía no tener futuro.
A pesar de que su familia tenía dinero y vivía en un barrio elegante, a pesar de que Alfredo Tomassini era blanco, guapo, niño bien, pijo para los estándares de su ciudad, no tuvo reparos en irse a probar al club de sus amores, Alianza Lima, cuyo estadio se hallaba en un barrio peligroso, donde pululaban hampones y malhechores, y en el que los muchachos que jugaban al fútbol eran negros, zambos, morenos. Por eso Tomassini llamó poderosamente la atención el día en que fue a probarse: los jóvenes morenos del club lo miraron con extrañeza y hasta hostilidad, qué carajos viene este blanquito a jugar con nosotros, este no es un club para pitucos, este es el club del pueblo, de los negros y los cholos del pueblo. Pero Tomassini no se dejó arredrar por las miradas recelosas de sus compañeros, vistió la camiseta soñada desde su niñez y jugó en el equipo de los suplentes, contra el equipo titular. Su exhibición de poderío, destreza y eficacia fue tan impresionante que lo contrataron ese mismo día y semanas después ya era el centro delantero titular y goleador del club. No tardó en convertirse en una estrella del fútbol de su país.
Algún tiempo después, cuando se daba por descontado que Alfredo Tomassini sería convocado a la selección nacional, pues era un prodigioso hacedor de goles imposibles y sus piernas parecían bazucas o morteros que disparaban bombazos inatajables, ya titular indiscutible del club, Tomassini tuvo que tomar una decisión, sin saber que sería la más trágica de su vida: quedarse el fin de semana en la ciudad, para celebrar el cumpleaños de su novia, a la que adoraba, o viajar a provincias, a la selva exuberante, a jugar como número nueve de Alianza Lima, un partido por la liga oficial del país. Puesto a elegir entre el amor por su novia y el amor por el fútbol, endemoniado dilema, Tomassini, un profesional, decidió viajar a provincias, jugar el partido y, al regreso, celebrar con su novia. Ella quedó angustiada, tenía un mal presentimiento, una corazonada que le oprimía el pecho.
Alfredo Tomassini jugó en la selva, bajo un calor sofocante, y no pudo convertir un gol, pero su equipo ganó el partido. Esa misma noche, subieron a un avión de la marina de guerra, que el presidente del club había fletado. Entre jugadores, cuerpo técnico, tripulantes y dirigentes, eran más de cuarenta personas en ese avión ya demasiado ruinoso para continuar volando. A pocos minutos de llegar a la capital, sobrevolando el océano Pacífico en el espesor de la noche, una falla mecánica o una impericia del piloto hundió a la aeronave en el fondo del mar. Las aguas turbias del océano, ese túnel negro e infinito como la muerte misma, devoraron para siempre al formidable Alfredo Tomassini, a sus sueños todavía por cumplir, a los goles que escondía en sus botines y debía marcar. La pasión por el fútbol iluminó su vida y acabó costándole la vida. Su cuerpo no fue encontrado. En el colegio británico donde jugó, el Markham, su nombre tiene ahora la textura épica de una leyenda. Quienes, como su amigo Jimmy Barclays, lo vieron jugar, aseguran que sus piernas coludidas con la pelota, sus bríos para correr más rápido que todos, su feroz ambición depredadora para reventar las redes de los arcos contrarios, constituían un extraño milagro, la desusada aparición de un portento del fútbol. Solo el piloto de la aeronave salvó la vida.
Dos
Nacho Martínez y Jimena de Urtubey decidieron casarse, a pesar de que a Nacho le gustaban los hombres y a Jimena las mujeres. Querían fundar una familia, tener hijos, y a no dudarlo se amaban. Nacho había estudiado finanzas en la universidad de Cornell, en Ithaca, Nueva York, y negocios en la universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Jimena, a su turno, se había graduado de medicina en la universidad de Miami. Eran guapos, radiantes, soñadores. La boda fue un evento extraordinario que convocó a la crema y nata de la ciudad de Lima.
Nacho Martínez no dudó en invitar a su casamiento a un joven chileno, José Manuel Romero, que había sido su amante cuando ambos estudiaban en la universidad de Cornell y ahora vivía en la ciudad de México, trabajando en un banco. Alto, delgado, apuesto, levemente afectado y cantarín, José Manuel Romero no ocultaba su homosexualidad y hasta hacía alarde coqueto de ella. Era risueño, bromista, encantador. Nacho y Jimena lo adoraban. Además de oficiar como testigo en la boda religiosa, fue uno de los grandes personajes de la fiesta de casamiento, celebrada en una hacienda, en los extramuros de la ciudad: cantó temas de Freddy Mercury y Mick Jagger, poseído por sus espíritus hechiceros, bailó con gracia y frenesí, pasó la noche contando chistes, chascarrillos, chanzas y chirigotas, haciendo reír a media fiesta, y terminó, borracho y feliz, en la cama de un joven escritor, Jimmy Barclays, que había publicado un par de novelas escandalosas, a quien conoció y sedujo esa misma noche.
Al día siguiente, Barclays, repentinamente enamorado de Romero, le pidió que viajase con él a Miami para pasar unos días de lujuria y pasión desbocadas, antes de que José Manuel volviese a su trabajo en el banco, en la ciudad de México. Pero Romero le dijo que no podía ir a Miami porque se había comprometido a viajar unos días a Viña del Mar, a visitar a su madre, a quien no veía hacía meses, y a la que adoraba y echaba de menos. Fueron juntos al aeropuerto y Barclays hizo un último y desesperado intento por convencer a Romero de viajar con él a Miami. Pero José Manuel, descarado, le dio un beso en la boca, sin importarle que cierta gente los mirase con morbo o estupor, lo abrazó y le dijo que tenía que subir al avión que lo llevaría a Santiago de Chile, porque no podía fallarle a su madre, que lo esperaba para desayunar juntos en Viña del Mar. De nuevo se abrazaron y Barclays sintió un extraño vacío, un feo presentimiento cuando lo vio caminar deprisa, tan coqueto, caminando como un modelo en medio de la pasarela, rumbo a la puerta de embarque.
Los vuelos despegaron casi al mismo tiempo, pasada la medianoche: Barclays se dispuso a dormir las cinco horas hasta llegar a Miami, y Romero, que no había cenado, esperó con impaciencia a que le sirvieran la comida. Pero la cena nunca llegó a su asiento. Poco después de despegar, sobrevolando de noche el océano Pacífico, los pilotos descubrieron, angustiados, que no tenían información del panel de instrumentos de la cabina. Crecientemente desesperados, sin saber a qué altitud estaban volando, pidieron ayuda a la torre de control. Estaban volando de noche, a ciegas, sin poder ver el mar, metidos en un túnel negro e infinito como la muerte misma. Un técnico de mantenimiento había olvidado retirar la cinta adhesiva que había pegado en la nariz del avión, cubriendo los puertos estáticos que suministraban los datos de navegación en la cabina. Momentos después, el avión se hundió en el fondo del mar. José Manuel Romero no pudo llegar a desayunar con su madre en Viña del Mar. Con apenas treinta y seis años, perdió la vida. Su cuerpo nunca fue encontrado. Llegando a su casa en Miami, Barclays recibió una llamada y supo que el avión en que viajaba José Manuel Romero se había hundido en el mar de noche.
Tres
Felipe Camino era el joven más guapo, famoso y querido de su país, Chile. Actor y animador de televisión, seductor profesional, mujeriego serial, vivía en una hacienda en Chicureo, a una hora de Santiago. No tenía enemigos: todos lo querían. No hacía daño a nadie: era una fuente de nobleza y bondad. Amaba a los animales, en particular a los halcones: vivía con un halcón que dormía en su habitación y al que quería como si fuera su hijo.
Felipe Camino y Jimmy Barclays hicieron juntos un programa de televisión y entonces se hicieron amigos. Fue una amistad noble y desinteresada, sin envidas ni rencillas, porque ambos se sentían triunfadores y hacían lo que les daba la gana. Solían almorzar en el restaurante del hotel donde Barclays pasaba largas temporadas en Santiago de Chile. Barclays estaba obsesionado con hacer una película cuyo actor principal debía ser Camino. Pero los inversionistas de la película no estaban convencidos de que Camino era el actor correcto y sugerían a otros actores quizás más comerciales o taquilleros.
A pesar de que a Barclays le gustaban las mujeres pero también los hombres, y a pesar de que encontraba condenadamente atractivo a Felipe Camino, la amistad entre ambos fue siempre una alianza transparente, sin duplicidades, sin desbordarse en la peligrosa behetría del erotismo, pues a Camino le gustaban muchísimo las mujeres y solo las mujeres, y cambiaba de novia con frecuencia, conquistando a las chicas más lindas del país, para fastidio o mortificación de su halcón, que veía con abierta hostilidad a las mujeres de Felipe Camino, al punto que a veces las atacaba a picotazos en el pelo alborotado, o en las manos, o en los pechos erguidos de deseo, cuando Felipe estaba en la cama con alguna de ellas: era un halcón celoso, posesivo, y las amantes de Camino, casi todas picoteadas por esa ave rapaz, podían dar fe de ello.
Aquella mañana en que debía abordar un vuelo de la fuerza aérea para visitar una población alejada y grabar un reportaje de televisión, Felipe Camino no pudo comprender por qué su halcón gañía, agitado, desesperado, volando en círculos, procurando impedir que Felipe saliera de la casa, entrase en su automóvil. Al parecer, el halcón había sentido un peligro inminente que deseaba conjurar, la inquietante cercanía de la muerte. Felipe se despidió de su halcón y manejó al canal. Era un hombre bueno, quién no lo quería. Horas después, el avión en que viajaba se hundió, al final de la tarde, en el fondo del océano Pacífico, un túnel negro e infinito como la muerte misma. Los restos de Felipe Camino fueron encontrados y cremados, pero su halcón escapó y voló al sur, a los mares del sur, tratando en vano de encontrar al hombre que lo había educado pacientemente en el amor y la ternura, y al que ya nunca más vería.
Fuente: La Nación
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