Conócete a ti mismo
El socialismo del siglo XXI en su afán destruccionista necesita que los ciudadanos reneguemos de nuestra historia. Su objetivo no es que analicemos nuestros orígenes, sino que participemos en una carrera febril por despedazar nuestras raíces, destruir las razones de nuestro orgullo, desconocernos para facilitar el odio contra nosotros mismos y de esa forma, transformarnos en masa aturdida y sin referentes, para ser ellos los padrotes del “hombre nuevo”. De allí que sea tan insistente el odio, irracional y ahistórico contra nuestras raíces españolas, sin dejarnos pensar que somos lo que somos porque fuimos parte de un imperio y de su suerte y que, llegado el momento, sobre esas bases intentamos fundar repúblicas, heredando para ello idioma, costumbres, cultura, religión y raza. No podíamos hacer ninguna otra cosa, ni ser algo sustancialmente diferente. El odio edípico, propio de los socialistas del siglo XXI, solo es eso, resentimiento puesto al servicio de sus estrategias de dominación.
Nada más audaz que la ignorancia. Nada más peligroso que la barbarie puesta al servicio del mal. Somos venezolanos porque alguna vez llegó Colón al Golfo Triste, sorprendido por apreciar tanta belleza frente a la cual creyó incluso haberse topado con el paraíso terrenal. Nosotros vinimos con él, aquí lo recibimos, y como suele ocurrir, se planteó un crisol que se llamó descubrimiento y que asimiló estas tierras a un imperio espectacular, donde nunca se ocultaba el sol. Que la estupidez con poder e impunidad se dedique a derribar las estatuas de Colón, y que esa misma estupidez crea que puede reescribir la historia e imponerla con la violencia de sus bayonetas, no hace que sus mentiras sean verdades, ni puede negar el que nosotros seamos la consecuencia de esa España del siglo XVI que tan bien caracterizó Rufino Blanco Fombona.
Esos conquistadores españoles del siglo XVI, los que aquí vinieron y de los cuales somos descendientes, nos inocularon su forma de ver al mundo y de dominarlo, venían con una psique muy de su época y de la región de donde venían, en la que se pueden identificar, a juicio de Blanco Fombona, “la virtud muy española del heroísmo”, pero también un exacerbado y anárquico individualismo. No en balde se aventuraban a zarpar desde el puerto de Sevilla para asumir la incertidumbre conquistadora de la desmesura donde no tenían la más remota idea de donde comenzaba y donde terminaba el nuevo continente. Continúa relatando nuestro historiador que los que vinieron trajeron un estricto fanatismo religioso, “de una religiosidad carnicera”, dura y misionera, cuyo objetivo era expandir el reino de Dios tal y como ellos lo creían y vivían.
De ellos también heredamos ese fatalismo que nos hace ainstrumentales y muy incapaces del cálculo, la táctica y la estrategia. Gustosos del azar, de ellos recibimos esa predisposición al todo o nada de los que apuestan su suerte a esa porción de la realidad no controlable, entregados a la buena o mala fortuna, expectantes irredentos del milagro que está por ocurrir porque ellos y nadie más merecen ser favorecidos por la displicente providencia.
Ninguna otra cosa les importaba que la empresa personal de hacerse ricos y con buen nombre al menor costo posible. Eso los hizo ajenos “a la curiosidad intelectual ante el espectáculo único de civilizaciones interesantísimas que veían desmoronarse”. No había ni hubo reflexión sino la constatación de obstáculos a vencer con los medios que tenían a la mano en su época. Insiste Blanco Fombona que “ese anhelo de obtener fortuna con poco esfuerzo hace de los españoles (que también somos nosotros) desaforados jugadores y de la lotería arbitrio rentístico, lo que degeneró en ellos en feroz codicia, ante el espectáculo de riquezas insospechadas, y les despertó ese afán de lucro” que los inhabilitó para después fundar estados pacíficos y administraciones regulares en aquellos territorios que con tan insólito denuedo conquistaron”.
Muchas de esas trazas se aprecian aun hoy, con las metamorfosis del caso. El heroísmo se ha vuelto un complejo que se busca afanosamente compensar en esa alucinación que nos hace confundir militarismo y hombre fuerte con coraje cívico. Pero allí está esa infatuación tan castiza para hacernos mella una y otra vez. El fanatismo religioso originario ha devenido en la tergiversación ideológica enarbolada por el falso héroe que reconocemos como si fuera original y verdadero en cualquier asesino de medio pelo como el patético caso del Ché, para no rebajarnos a proponer como ejemplo la genuflexión de los intelectuales ante la tétrica figura de Fidel, o el patetismo con el que se asume a Allende. Fanáticos devenidos en guerrilleros, “buenos salvajes” transformados en “buenos revolucionarios” que cuando “conquistan” el poder se lucran hasta el saqueo, transformándose en ese instinto originario que desembarcó en 1492 y que nos rubricó fatalmente al mezclarse con la barbarie sanguinaria y también depredadora de los indígenas. Eso somos.
La izquierda latinoamericana, deseosa de una fundación civilizacional que haga el absoluto contraste, para dejar al ser humano abochornado y desasistido de cualquier referente, se aferró al mito del buen salvaje, que comenzó siendo una adulante y dulzona carta de presentación que enviaron los conquistadores a sus majestades católicas, (una especie de presentación de resort en promoción), y que terminó siendo el argumento del resentimiento de los ilustrados. Colón creyó conveniente decir que se consiguió con el paraíso y sus habitantes impolutos, ajenos al daño del pecado, incontaminados de la fricción civilizacional, el hombre en condiciones de testificar cómo éramos todos antes de la caída en la perdición de conocer lo bueno y lo malo. El hombre bueno que vivía sin carencias ni escasez, asombrados como estaban de ese territorio excesivo en todo, tan diferente al agotado territorio peninsular, víctima ya de tantas guerras y de tantos siglos.
Los ilustrados necesitaban hacer contraste. Ellos eran la sociedad civil corrupta. Pero podían volver a esa época de inocencia y extrema bondad propia de los pueblos pastores. Debían progresar hacia ese pasado idílico donde el hombre era bueno y sano “porque la enfermedad y los vicios son productos de la civilización” por demás injusta y amargamente dividida entre los que poseían todo y los que no poseían nada. ¿Qué mejor cosa que derrumbar estatuas y negar la historia para caer sin obstáculos en la alucinación del hombre nuevo, ese “buen salvaje” dulce y tierno que, sin embargo, nunca fuimos en ninguna época, porque de haberlo sido habríamos desaparecido víctimas de otros depredadores más sanguinarios? ¿En serio alguien cree que negando la conquista y nuestras raíces europeas vamos a crear mejores repúblicas? ¿En serio alguien cree que merecemos ser hijos de aztecas, incas, caribes o timoto-cuicas porque lucen ser menos sanguinarios que los españoles?
Carlos Rangel resuelve la disputa mítica en su libro “Del buen salvaje al buen revolucionario”. Ya dijimos que “el buen salvaje” es el producto de una propaganda que se mitificó gracias a la obcecación e intereses de la ilustración francesa. Pero nunca es poco esfuerzo remarcarlo, esta vez con las palabras del autor: “Es falso, insidioso y enervante postular que nuestro ser esencial se derive de las culturas precolombinas, y que la implantación de la cultura occidental en estos territorios a partir del descubrimiento y la colonización, sea el inicio de una curva descendiente en la fortuna de Latinoamérica y la alteración perversa de una situación imaginariamente auténtica, autóctona, feliz, libre, y su transformación en una situación falsa, alienada, desgraciada y dependiente”. Como si la caída del buen salvaje pudiera ser vengada solo por el buen revolucionario.
Buscando “restaurar” lo que nunca ocurrió, replanteamos en el siglo XXI la infructuosa búsqueda de El Dorado, que en este caso es ese hombre perdido y vencido que sin embargo era la suma de todas las virtudes imaginables. Eso nunca ocurrió. Lo que si ocurrió y sigue ocurriendo es algo mucho más sencillo y simple de comprender: que seguimos siendo ese conquistador español del siglo XVI, acrisolado por el tiempo y las mezclas, pero que mantiene sus trazas en la búsqueda afanosa de sus propias utopías, que quiere lograr a cualquier precio, para garantizar eso que le resulta más importante que nada: su riqueza y su buen nombre al menor costo posible. Lo paradójico es que el revolucionario del siglo XXI es la versión cuasi perfecta de los que vinieron aquí por primera vez en busca de fortuna. Tumbando las estatuas se están negando ellos mismos y cometiendo la atrocidad de imponerse como mentira y ficción, pero con consecuencias devastadoras.
Tal vez la declaración de amor más preciosa que jamás se haya jurado se la hizo Rut a su suegra Noemí. Esta, habiendo enviudado y condoliéndose de su amarga suerte “porque la mano del Señor se había desatado contra ella”, dejó a sus dos nueras en la libertad de volver a su pueblo y a su Dios. Una de ellas partió, no sin lamentar la separación. Pero Rut se resistió y planteó una promesa que marcó su vida y su suerte: “No insistas en que te deje y me vuelva. A donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo es el mío; tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Sólo la muerte podrá separarnos, y si no, que el Señor me castigue”. (Rut 1, 16-18) Viene al caso porque el himno de Rut es un compromiso con la realidad. Los latinoamericanos no tenemos pueblo a donde volver, ni Dios que canjear que los que recibimos como herencia civilizacional. ¿Acaso hemos dejado nosotros de ser hispanoamericanos para ser otra cosa? ¿A dónde nos volveríamos al dejar de ser lo que indefectiblemente somos? ¿Si este no es nuestro pueblo, entonces cuál es?
Conocer, comprender y reconciliarnos con la realidad es el único camino valedero para avanzar, con nuestros fardos, pero también con nuestros innegables méritos. Mientras tanto me consideraré heredero y consecuencia de un imperio que fuimos y de una república que alguna vez llegaremos a ser si despejamos el camino de los obstáculos siniestros que nos presentan las ficciones fantasmagóricas de un salvaje idealizado y de un revolucionario farsante.
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