El loco Nicolás
Don Nicolás Eugenio de Ponte y Hoyo era canario procedente de Tenerife. Fue nombrado por el rey Felipe III como Gobernador de Caracas y Capitán General de la Provincia de Venezuela. Se le designó al cargo en 1699, cuando tenía 32 años de edad, mereciendo elogios de sus contemporáneos a causa de sus buenas operaciones, procedimientos y desvelos, hasta que terminó su mandato al poco tiempo. Puesto que, en 1703, el hombre con fama de serio, circunspecto, juicioso y dueño de buena salud, se volvió loco.
Una tarde, los transeúntes de la plaza mayor lo vieron asomar su cara pálida e impasible por la ventana. Mirada distante, ojos perdidos en el vacío, una mano en la mejilla, y suspirando aires de tristeza durante horas. Al día siguiente pasó lo mismo y continuó sucediendo hasta que la gente empezó a comentar que el pobrecito estaba perdiendo la cordura.
Esa melancolía no tardó en llevarlo a un estado de demencia absoluta. Olvidaba nombres, fechas, o dónde había guardado llaves o documentos. Esa condición mental sembró perplejidad y miedo entre los caraqueños, que no entendían a cuál autoridad manifestarle sus inquietudes sobre el caso.
Nicolás, “el hermoso”, como lo apodaron apenas desembarcó en La Guaira, se ganó el mote gracias a su estatura, porte, rasgos finos, elegancia y buenos modales. Muchas damas envidiaron de entrada a su esposa, doña Isabel Benítez de Ponte, desde que llegó a Caracas acompañando al marido. Ella se percató en el acto que su esposo levantaba miradas de otras damas, y le costó manejar que todas quedaran endulzadas por sus encantos.
Isabel era celosa. Le costó manejar el hecho que otras mujeres se aproximaran a Nicolás. En su opinión, la mayoría deseaba solicitarle favores a cambio de pagar ciertas recompensas. Al parecer, las sospechas no eran asunto pueril. Lo conocía como la palma de su mano, tanto a él como sus irrefrenables instintos donjuanescos. Veía como le obsequiaba sonrisas y miraditas a otras en las calles o la iglesia. Santo pecado.
Por eso ciertos rumores apuntaron a que fue la misma Isabel, mosqueada a causa de sus enamoramientos, quien lo hizo perder el juicio haciéndolo ingerir, con la excusa que se trataba de algún remedio, un bebedizo preparado por Yocama, una vieja bruja indígena que vivía en un rancho ubicado cerca de las orillas de la quebrada de Tacagua.
Otros atribuyeron el envenenamiento a sus contrincantes políticos, que le servían copas de vino aliñadas en las reuniones, como hicieron muchos años antes en El Tocuyo con el obispo Domingo de Salinas, a quien asesinaron haciéndole comer yuca amarga. O igual que sucedió en Barquisimeto con el Gobernador Alonso Suárez del Castillo, quien se intoxicó al ingerir un guiso emponzoñado justo luego de haber dado justicia al capitán Diego de Losada.
Lo cierto es que el caso del loco Nicolás causó todo un alboroto. Más en tiempos que se mataba con hierbas venenosas y otros malos medios sin dar sospecha a las autoridades en la búsqueda por los culpables. Las supersticiones católicas atribuían los fallecimientos súbitos a infartos, y locuras a posesiones demoniacas.
Con el Gobernador y Capitán General en ese estado, resultaba necesario atender la buena marcha de la cosa pública. Según Real Cédula, el régimen de Indias facultaba a los alcaldes con la potestad de asumir el gobierno civil y militar en ausencia del Gobernador. Estos decidieron entonces tomar cartas en el asunto emitiendo decisión mancomunada y unánime. Pero al intentar ejecutarla se toparon con que don Juan Félix de Villegas, Maestre de Campo, apoyado en la fuerza de las armas, se opuso contra la medida.
Luego de muchas gestiones, diligencias, negociaciones y papeleos, el Ayuntamiento publicó pasquines e hizo pregonar su resolución de encargar a los alcaldes. Villegas, enardecido con la resolución, dio ordenes a sus soldados de no prestar obediencia o pleitesía a los alcaldes. Tanto se caldearon los ánimos que se vio forzado a intervenir el capitán Felipe Rodríguez de la Madriz. Enarbolando el estandarte rojo del monarca, tomó la plaza en una manifestación junto a los funcionarios del ayuntamiento gritando: -¡Traición al Rey!-
Y bueno, usted sabe, así comenzó el alboroto. Chocaron los bandos desenvainando aceros, con el condimento que algunos osados salieron a defender sus respectivas causas empuñando lanza o machete. La sangre manchó las calles de tierra mientras caían heridos y muertos en la trifulca. Antes de impartir la orden de hacer fuego contra la multitud, sabiendo que la acción lo llevaría al cadalso para empatar la soga con el pescuezo, Villegas prefirió sonar la retirada de sus fuerzas dando esa batalla por perdida.
Ya para la fecha don Nicolás había perdido la chaveta y estaba más loco que una cabra. Tanto así que no se presentaba en actos públicos, bailes, o la santa misa. Estaba abúlico, era un ser inconsciente de sus actos. Trajo paz la intervención del obispo Diego de Baños y Sotomayor, cuando se hizo acompañar por un grupo de clérigos para realizarle una visita al gobernador Ponte y Hoyo.
Monseñor certificó en persona la locura de Nicolás, dando parte oficial y verídica de su incapacidad mental. Se quedaba tieso como una estatua, hablaba disparates. No era, de ninguna manera, la misma persona que llegó al poder apuntada por su majestad. De haber pronunciado una frase en latín le practicaban un ritual de exorcismo. El sufrimiento ya era delirio y perturbación. La barca navegaba, pero no había nadie girando el timón.
Su incapacidad mental fue declarada por el Cabildo de Caracas el 19 de noviembre de 1703. La misma noche en que, al quiebre de sus trances vespertinos en la ventana, decidió salir de su residencia, despojado de ropas, como dios lo trajo al mundo, para emprender veloz carrera en cueros y perseguir gritando a la gente que circulaba por la plaza mayor, convirtiéndose así el hermoso en el más horrible de los espantos coloniales.
Bastó aquel episodio para que acordaran mudarlo a La Guaira. Todo para ver si la brisa marina lo hacía entrar en sus cabales. De nada sirvió el hospedaje en el litoral. El sonido de las olas empeoró su mal causándole insomnio. Quienes lo cuidaron dicen que pasó casi una semana sentado viendo al mar, inmóvil, sin probar comida o bebida, negando la ingesta cada vez que le ofrecían bocado con un menear de la cabeza y sin pronunciar palabra. Cuando por fin pudieron tenderlo en el lecho estaba tan rendido y escaso de fuerzas que lo dieron por agonizante.
El relevo del cargo devengó en suspensión de su sueldo, el abandono de Isabel, su hija y los amigos, redactando corolario a la tragedia. Transcurrieron meses hasta que sus intimidades, observándolo enfermo, arruinado y en estado de indigencia, decidieron tender mano samaritana para prestarle ayuda.
Año y medio le duró la locura, interrumpida por breves lapsos intermitentes de lucidez que despertaban esperanzas de su curación, tan solo para verlo recaer una vez más en su aturdimiento. Se convirtió en una especie de muerto en vida, el atolondrado que todos querían sepultar en el cementerio.
El capitán Francisco Carlos Herrera, de quien las crónicas de la época exaltan su caridad, recibió al loco Nicolás en su casa, prestándole tanto esmero en su cuidado que hasta pensó el enajenado podía en algún instante recobrar la conciencia. Gran decepción.
Relató este a los amigos que un día que, justo antes de fallecer, mientras oscilaba entre el mundo real e imaginario, exhalando su último aliento, inquirió con agudeza sobre los aconteceres del gobierno.
Así culmina el cuento del loco Nicolás. Ese que, sin pena ni gloria, asignado por un monarca, resultó envenenado por un allegado y su alma perdida se fue al infierno arrastrada por Satanás.
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