¿Guerra civil en Estados Unidos?
Los actos políticos en Estados Unidos no suelen comenzar hasta que los fieles hayan recitado una plegaria llamada the Pledge of Allegiance. “Juro lealtad”, rezan, “a la bandera de Estados Unidos y a la república a la que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”. Échenle la culpa a la ironía europea, o a mi incomprensión ante el fenómeno del amor por la patria, pero a mí se me atraganta. Respondo, cuando acudo a estos eventos, con una mezcla de sorna y ganas de vomitar.
No sé como hubiera respondido si hubiese estado presente en un acto del Partido Republicano en Virginia el 13 de este mes. Boquiabierto, quizá. El maestro de ceremonias anunció, ante gritos y aplausos, que la bandera hacia la que la multitud dirigiría su juramento era una de las que ondearon los asaltantes del Capitolio el 6 de enero, los que pretendieron dar la vuelta al resultado electoral e instalar a Donald Trump en la Casa Blanca. Una reliquia sagrada, aquel trapo, para los devotos del ídolo naranja.
El concepto de “nación indivisible” está en ruinas en Estados Unidos. En las últimas dos semanas he leído dos artículos en dos medios sobrios que ponderan la posibilidad de que Estados Unidos esté al borde de una guerra civil.
El artículo de la Brookings Institution, uno de los think tanks más antiguos de Washington, comienza así: “¿Es realmente posible que América se enfrente a la posibilidad de una guerra civil en un futuro cercano? Podría parecer impensable pero hay muchos motivos para preocuparse”.
La revista Foreign Policy, biblia del establishment diplomático norteamericano, propone lo mismo. “Hasta hace muy poco otra guerra civil parecía imposible en Estados Unidos. Pero la insurrección en el Capitolio y el auge del extremismo violento doméstico han hecho sonar las alarmas”.
Nadie tiene la respuesta a la pregunta pero el mero hecho de que gente seria se la esté haciendo exige que prestemos atención. Está claro que la sociedad estadounidense está más tribalizada que en ningún momento desde la guerra civil de 1861. En aquella época había un tema concreto de división: la esclavitud. Hoy el antagonismo tiene raíces más difusas, posiblemente más profundas.
Estamos hablando de algo muy parecido a una cisma religiosa; de católicos y protestantes en el siglo XVI; de suníes y chiíes en el XXI, en este caso con Donald Trump como Profeta. Sólo que Trump no representa ninguna ideología, a no ser que le demos esta designación a la anarquía constitucional, la bandera ante la que se prostraron los fieles republicanos en Virginia. “The Donald” representa, en primer y último lugar, a sí mismo.
Eso es suficiente para los fieles y líderes de su partido. Los pocos disidentes republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes que se atrevieron a corroborar la victoria electoral de Joseph Biden están siendo sistemáticamente purgados, denunciados como viles traidores. La enorme mayoría de los defensores de la auténtica fe, cerca de medio país según las encuestas, se ha sumado al culto de Trump. Lo veneran con el mismo fervor que la otra mitad lo aborrece.
Algunos quisimos pensar que la contundente victoria electoral de Biden, certificada por el cien por cien de los jueces que la anatomizaron, marcaría el final de una etapa loca; que se recuperaría la cordura en la que había sido una democracia con sus limitaciones, como todo proyecto humano, pero considerada digna de imitar por buena parte de la humanidad. Pero no.
Los seguidores de Donald Trump el 6 de enero de 2021 cuando tomaron el Capitolio. Foto AFP.
Los seguidores de Donald Trump el 6 de enero de 2021 cuando tomaron el Capitolio. Foto AFP.
Como el Ayatola Khomeini en su día, Trump gana fuerza en el exilio. Se da casi por hecho que si se volviese a presentar hoy ganaría, y que su triunfo estaría aún más asegurado en las elecciones presidenciales de 2024 ya que sus discípulos en los puestos de poder estatales están modificando los reglamentos electorales de tal forma que la ventaja caerá del lado de su partido. Una frase de moda en Washington: “El golpe de Estado en cámara lenta” que prepara el aparato político republicano.
Si las cosas siguen su curso todo indica que, se dé el resultado que se dé en 2024, los perdedores clamarán que hubo un robo. Como en Burundi, o Birmania, o Bielorrusia. ¿Y entonces qué? Tengo amigos que se dedican profesionalmente a la resolución de conflictos. Operan como mediadores de la paz en países como Venezuela y Etiopía. Les digo que inviertan su experiencia ya, de manera urgente, en Estados Unidos. De aquí a tres años podría ser demasiado tarde.
O no. Existen un par de razones para pensar que habrá un final feliz y volveremos a los tiempos de estable inocencia en los que los Bush, o Clinton, o el retrospectivamente ultraresponsable Richard Nixon ocupaban el poder. Primero, Trump tendría 78 años en 2024 y podría no presentarse. Si se muriese antes sería causa de celebración para muchos pero mejor que no. Buscarían la manera de convertirlo en mártir, correría el bulo de que “el estado profundo” lo envenenó, o algo, y un clon igual de peligroso podría tomar el relevo. La segunda posibilidad es que aparezca un líder demócrata capaz de encandilar a las multitudes apelando ,como Abraham Lincoln, a “los mejores ángeles” de la naturaleza humana. Pero esa persona no es Biden, ni su vicepresidenta Kamala Harris.
El artículo de Brookings concluye que no se deben ignorar “las señales ominosas” de que el creciente sectarismo pueda conducir a una guerra civil, o si no a “terrorismo doméstico y violencia armada capaz de desestabilizar al país”. Ya veremos.
Mientras, ojo el resto del mundo; ojo los países que aún se aferran al sistema de gobierno menos que hemos malo inventado; ojo los políticos de izquierda y derecha que se dicen democráticos pero (sí, hola, sabemos quiénes son) imitan el modelo Trump. Renuncien a la tentación y antepongan el sentido de Estado, un poquito aunque sea, al salvaje conflicto tribal.
Fuente: Clarin
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